Quizá Cal hubiera tratado de complacerlo, si su hermano hubiese sido más listo. Pero Aron había alcanzado un estado de tan apasionada pureza, que encontraba a todo el mundo manchado y lleno de culpa. Después de unos pocos sermones, Cal lo encontró insoportablemente afectado, y así se lo dijo. Ambos se sintieron aliviados el día en que Aron decidió abandonar a su hermano a la condenación eterna.
Los sentimientos religiosos de Aron tomaron inevitablemente su cariz sexual. Habló a Abra de la necesidad de la continencia, y decidió que se consagraría durante toda su vida al celibato. Abra, juiciosamente, le dio la razón, sintiendo y esperando que aquel arrebato pasaría. Deseaba casarse con Aron y tener muchos hijos, pero por el momento prefería callar. Nunca había tenido celos, pero entonces empezó a sentir un odio instintivo y acaso justificado hacia el reverendo señor Rolf.
Cal veía cómo su hermano triunfaba sobre pecados que nunca había cometido. Pensó con sarcasmo en hablarle de su madre para ver cómo lo tomaría, pero apartó aquel pensamiento. No creyó que Aron pudiese soportarlo.
Salinas sufría a intervalos una racha benigna de moralidad, cuyo proceso nunca variaba mucho. Cada explosión se parecía a la anterior. A veces comenzaba en el púlpito, y otras con motivo de la subida a la presidencia del Club Cívico Femenino de alguna presidenta nueva y ambiciosa. El pecado que invariablemente había que erradicar era el juego, ya que el atacarlo representaba ciertas ventajas. Por ejemplo, se podía discutir, lo cual no era posible con la prostitución. El juego era una lacra evidente, y además la mayor parte de los garitos estaban en manos de los chinos, así es que no había mucho riesgo de poner la zancadilla a un pariente o conocido.
Los dos periódicos locales se inflamaban con el ardor que irradiaban tanto el púlpito como el Club Cívico Femenino. Sus editoriales pedían que se hiciese una limpieza general. La policía manifestaba su conformidad, pero alegaba falta de medios y pedía que se aumentase su presupuesto, lo cual conseguía algunas veces.
Cuando se llegaba a la fase de los editoriales, todo el mundo sabía que las cartas estaban ya boca arriba. Lo que sucedía después se hallaba tan bien organizado como un ballet. La policía estaba preparada, así como las casas de juego, y los periódicos preparaban editoriales en los que se congratulaban por el éxito. Luego se producía la redada, deliberada y segura. Veintitantos chinos importados de Pájaro, unos cuantos vagos, y seis o siete viajantes que, por el hecho de ser forasteros, no habían recibido a tiempo el aviso, y caían en manos de la policía, la cual, después de tomarles declaración, los encerraba en el calabozo por la noche, y los soltaba por la mañana, tras pagar la correspondiente multa. La ciudad se distendía en su reconquistada pureza, y los garitos perdían sólo una noche de negocio, más las multas. Uno de los grandes logros de la raza humana es no reconocer algo aun conociendo su existencia.
Una noche de finales de 1916, Cal se encontraba contemplando el juego de fantán en casa de Shorty Lim, cuando se lo llevaron en la redada. En la oscuridad, nadie reparó en él, y el jefe se sorprendió al encontrárselo en el calabozo al día siguiente. Telefoneó enseguida a Adam, que se hallaba desayunando. Adam anduvo las dos manzanas que separaban la casa del ayuntamiento, recogió a Cal, cruzó la calle para ir a buscar la correspondencia y luego regresaron ambos a casa.
Lee había conservado caliente el desayuno de Adam, y preparó un par de huevos fritos para Cal.
Aron atravesó el comedor disponiéndose a ir al colegio. —quieres que te espere? —preguntó a Cal.
—No —dijo Cal, bajando los ojos y poniéndose a comer.
Adam sólo había despegado los labios para decir:
—¡Vamos!», cuando se hallaban en el ayuntamiento, y después de haberle dado las gracias al jefe.
Cal engulló a la fuerza su desayuno, observando de reojo el rostro de su padre. Era incapaz de adivinar cuáles eran los sentimientos de Adam a través de su expresión, pues parecía sorprendido, enfadado, pensativo y triste a la vez.
Adam miró su taza de café. El silencio aumentó hasta que se hizo tan pesado que parecía imposible de disipar.
Lee se asomó a la puerta.
—¿Café? —preguntó.
Adam sacudió lentamente la cabeza. Lee desapareció, cerrando esta vez la puerta de la cocina.
En aquel profundo silencio, sólo se oía el tictac del reloj. Cal comenzó a asustarse. Adivinaba en su padre una fuerza que hasta aquel momento había ignorado. Sintió calambres en las piernas, y no se atrevía a moverse para restablecer la circulación. Golpeó el plato con el tenedor para producir ruido, pero éste se desvaneció enseguida. El reloj dio nueve lentas y solemnes campanadas, que también desaparecieron al instante.
A medida que el temor se iba helando, el resentimiento ocupó su sitio. Una zorra caída en el cepo debe sentir la misma ira contra la pata sujeta en la trampa.
De pronto, Cal se puso de pie de un salto. Lo hizo de modo completamente involuntario. Tampoco había deseado hablar, pero, sin embargo, gritó:
—¡Haga lo que quiera conmigo! ¡Venga! ¡Termine pronto! Y aquel grito fue engullido también por el silencio.
Adam levantó lentamente la cabeza. Cal nunca había mirado a su padre a los ojos, pues es cierto que muchas personas no miran jamás a los ojos de su padre. El iris de los ojos de Adam era azul pálido, con oscuras estrías radiales que convergían en sus pupilas. Y en lo más profundo de cada pupila, Cal vio reflejado su propio rostro, como si dos Cal diminutos lo contemplasen.
—Me he equivocado contigo, supongo —dijo Adam lentamente. Aquello era peor que un ataque directo.
—¿Qué quiere usted decir? —balbuceó Cal.
—Te han agarrado en una casa de juego. No sé cómo fuiste a parar allí, ni qué hacías en ese lugar, ni por qué fuiste.
Cal se dejó caer en la silla, y se quedó mirando el plato.
—¿Estabas jugando, hijo?
—No, señor. Sólo miraba.
—¿Habías estado allí anteriormente?
—Sí, señor. Muchas veces.
—¿Por qué vas?
—No lo sé. Por la noche me siento inquieto, como un gato callejero. —pensó en Kate y su flojo chiste de comparación le pareció horrible—. Cuando no puedo dormir, tengo que salir a dar una vuelta —añadió, para ver si me entra sueño.
Adam consideraba y examinaba sus palabras una por una.
—¿Tu hermano también hace lo mismo?
—Oh, no, señor. No se le ocurriría ni por asomo. Él no es… él no es tan inquieto.
—Ahora me doy cuenta —observó Adam— de que no sé nada sobre vosotros.
Cal deseaba echar sus brazos alrededor del cuello de su padre, abrazarlo y sentirse abrazado por él. Anhelaba alguna espontánea demostración de simpatía y amor. Cogió el servilletero de madera y empezó a darle vueltas con el dedo.
—Si usted me hubiese preguntado, yo le hubiera respondido —dijo con suavidad.
—Tienes razón. Nunca te he preguntado nada. Soy tan mal padre como lo fue el mío.
Cal no había oído jamás aquel tono en la voz de Adam. Era un tono cálido y desgarrador. Parecía como si anduviese a tientas en la oscuridad, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—Mi padre construyó un molde y trató de meterme en él a la fuerza —le explicó Adam—. Yo resulté una mala pieza de fundición, pero era imposible fundirme de nuevo. A nadie se le puede refundir. Así es que seguí siendo una pieza defectuosa.
—No se lamente usted, padre. Ya ha sufrido bastante —respondió Cal.
—¿Tú crees? Tal vez, pero quizá no ha sido el sufrimiento adecuado. El hecho es que no conozco a mis hijos, y no sé si estaré a tiempo de conocerlos.
—Yo le diré todo lo que usted quiera saber. Sólo tiene que preguntar.
—¿Por dónde podría empezar? ¿Por el principio?
—¿Se sintió triste o enfadado al saber que yo estaba en la cárcel? Ante la sorpresa de Cal, Adam soltó una carcajada.
—A ti sólo te habían llevado allí, ¿no es eso? No habías hecho nada malo.
—Pero acaso lo malo era estar allí.
Cal deseaba atraer la vergüenza sobre su cabeza.
—Una vez, yo también estuve en la cárcel —le aseguró Adam—. Estuve preso cerca de un año sin ningún motivo.
Cal trató de comprender aquella herejía.
—No puedo creerlo —dijo.
—A veces a mí me ocurre lo mismo. Pero lo que sé es que cuando me escapé me introduje en una tienda y robé algunas ropas.
—No lo creo —repitió débilmente Cal, pero aquel tono confidencial y afectuoso era tan agradable, que se aferró a él; apenas se atrevía a respirar, para no disipar el encanto.
—¿Te acuerdas de Samuel Hamilton? —le preguntó Adam—. Seguro que lo recuerdas. Cuando tú eras muy pequeño, me dijo que yo era un mal padre. Llegó incluso a golpearme y a arrojarme al suelo, para que aquello se me quedase bien grabado.
—¿Aquel viejo hizo eso?
—Era un viejo muy fuerte. Pero ahora comprendo lo que quería decir. Soy igual que mi padre. Mi padre no me permitió ser una persona. Yo tampoco considero a mis hijos como personas. Eso es lo que quería decir Samuel.
Y miró a Cal a los ojos y sonrió, y Cal sintió dolor y afecto por su padre.
—Nosotros no opinamos que sea usted un mal padre —aseguró Cal.
—Pobres criaturas —dijo Adam—. ¿Cómo podéis saberlo? Nunca habéis tenido otro.
—Me alegro de que me hayan metido en la cárcel —afirmó Cal.
—Yo también. Yo también —dijo Adam, y rió. Puesto que ambos hemos estado presos, podemos hablar de igual a igual —en él se iba despertando un gozoso sentimiento—. ¿Por qué no me dices qué clase de chico eres?
—Con mucho gusto, padre.
—¿Tienes ganas de hacerlo?
—Sí, señor.
—Pues cuéntame, entonces. Ya sabes que el hecho de ser una persona representa cierta responsabilidad. El serlo significa algo más que ocupar un espacio que pudiera llenar el aire. ¿Cómo eres?
—¿No bromea usted? —preguntó Cal tímidamente.
—No. No bromeo, puedes estar seguro. Háblame de ti, es decir, si lo deseas.
Cal empezó:
—Bien, pues yo soy… —y se interrumpió. No resulta muy fácil decirlo.
—Me imagino que puede ser hasta imposible. Háblame de tu hermano.
—¿Qué quiere que le cuente de él?
—Dime lo que piensas de él. Es todo lo que podrías decirme.
—Es bueno. No hace cosas malas, ni las piensa.
—¿Ves? Ahora me estás hablando de ti mismo.
—¿Cómo?
—Si, me estás diciendo que haces y piensas cosas malas.
Cal enrojeció.
—Sí, así es.
—¿Son cosas muy malas?
—Sí, señor. ¿Quiere que se las cuente?
—No, Cal. Ya me lo has dicho. Tanto tu voz como tus ojos me dicen que estás en lucha constante contigo mismo. Pero no tienes que avergonzarte por ello. Es terrible sentirse avergonzado. ¿No siente Aron vergüenza alguna vez?
—Nunca hace nada de lo que tenga que avergonzarse. Adam se inclinó hacia delante.
—¿Estás seguro?
—Completamente seguro.
—Dime, Cal, ¿tú le proteges?
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que si, por ejemplo, te enteras de algo malo, cruel, desagradable, ¿intentarás evitar que él lo sepa? —yo… creo que sí.
—¿Crees que es demasiado débil para soportar cosas que tú sí puedes?
—No es eso, señor. Él es bueno, muy bueno. Es incapaz de hacer daño a nadie, ni de hablar mal de ninguna persona. No es bajo ni rastrero, nunca se queja, y además es valiente. No le agrada luchar, pero lo hace si es necesario.
—Tú quieres a tu hermano, ¿no es verdad?
—Sí, señor. Y le juego malas pasadas. Le engaño, hago que se enfade y a veces le hago daño sin ningún motivo.
—Y entonces te sientes desgraciado.
—Si, señor.
—¿Suele Aron sentirse también desgraciado?
—No lo sé. Cuando le dije que no quería ingresar en la Iglesia, se disgustó. Y una vez que Abra se enfadó y le dijo que le odiaba, le vi muy apesadumbrado. Casi se sentía enfermo y con fiebre. ¿No se acuerda? Lee llamó al médico.
Adam dijo asombrado:
—¡Mira que vivir con vosotros y no enterarme de esas cosas! ¿Por qué se enfadó Abra?
—No sé si debo decirlo —respondió Cal.
—En ese caso no lo digas.
—No es nada malo. Por el contrario, creo que está bien. Es que Aron, señor, quiere ser clérigo. El señor Rolf…, bueno, lo que pasa es que al señor Rolf le gusta la vida eclesiástica, y a Aron también, y pensó que acaso no debía casarse y que era mejor retirarse del mundo.
—¿Quieres decir como un monje?
—Sí señor.
—Y a Abra no le gustaba esa idea, ¿no es así?
—Que no le gustaba es decir poco. Estaba furiosa. A veces tiene unos arrebatos de cólera tremendos. Le quitó violentamente la estilográfica a Aron, la arrojó sobre la acera y la pisoteó. Luego dijo que Aron le había hecho perder la mitad de su vida.
—¿Cuántos años tiene Abra? —preguntó Adam entre risas.
—Casi quince. Pero ella está… Bueno, quiero decir que aparenta más en ciertos aspectos.
—Eso parece. ¿Qué hizo entonces Aron?
—No dijo nada, pero se sintió terriblemente trastornado. —supongo que se la hubieras podido quitar en aquella ocasión —dijo Adam.
—Abra es la novia de mi hermano —replicó Cal.
Adam lo miró profundamente a los ojos. Luego llamó a Lee, pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamarlo, y dijo:
—No lo he oído salir. Quiero tomar más café.
Cal se levantó.
—Yo lo prepararé.
—Oye —exclamó Adam, ya tendrías que estar en la escuela.
—No quiero ir.
—Pues deberías ir. Aron ya se ha ido.
—Soy muy feliz —respondió Cal—. Quiero quedarme con usted.
—Prepara el café —dijo Adam quedamente, y su voz denotaba timidez.
Mientras Cal estaba en la cocina, Adam reflexionaba lleno de asombro. Sus nervios y músculos palpitaban excitados y hambrientos. Sus dedos anhelaban estrechar algo, y sus piernas correr. Paseó ávidamente su mirada por la habitación. Vio las sillas, los cuadros, las rosas encarnadas de la alfombra, y los nuevos objetos delimitados con claridad. Objetos casi vulgares, pero que a él le parecieron amistosos. Y en su cerebro nació un agudo apetito por el futuro, una agradable y cálida anticipación, como si los minutos y semanas inmediatos tuviesen que traerle toda clase de deleites. Sintió una emoción que preludiaba un día risueño, dorado y tranquilo. Entrecruzó sus dedos detrás de la cabeza y extendió las piernas.