Horace se apeó en el depósito de locomotoras del Southern Pacific y fue a desayunar a la Chop House. No quería visitar al
sheriff tan
temprano y ponerle de mal humor antes de tiempo. Allí se encontró al joven Will Hamilton, a quien parecían irle muy bien las cosas, a juzgar por su traje de mezclilla.
Horace se sentó a la mesa con él.
—¿Cómo estás, Will?
—Oh, muy bien.
—¿Estás aquí por negocios?
—Pues verá, tengo que resolver algunos asuntillos.
—Tendrías que dejarme intervenir en ellos alguna vez.
A Horace le parecía extraño hablar de ese modo a un muchacho tan joven, pero Will Hamilton estaba rodeado de una aureola de éxito y de prestigio. Todo el mundo sabía que llegaría a ser un hombre muy influyente en la comarca. Hay personas que transpiran su futuro, ya sea bueno o malo.
—Lo tendré en cuenta, Horace. Pero creía que el rancho le ocupaba a usted por completo.
—No costaría mucho trabajo convencerme para que lo alquilase, si consiguiera hacer un buen negocio.
Will se inclinó sobre la mesa.
—Ya sabe usted, Horace, que en la comarca quedan muchas cosas por hacer. ¿Nunca ha pensado en presentarse para algún cargo?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que usted ya es alguacil, ¿no le interesaría el puesto de
sheriff?
—No se me había ocurrido.
—Pues tiene que pensarlo. No lo olvide. Iré a verlo dentro de quince días y volveremos a hablar de ello. Pero no lo divulgue.
—Lo pensaré, Will. Pero tenemos un
sheriff
endiabladamente bueno.
—Ya lo sé, pero eso no tiene nada que ver. Ya sabe usted que King City no tiene ninguno.
—Sí, ya lo sé. Pensaré en ello. A propósito, ayer me detuve en tu casa y vi a tus padres.
El rostro de Will se iluminó.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo estaban?
—Muy bien. Ya sabes que tu padre es a veces un gran cómico.
Will sonrió.
—Nos hacía reír constantemente cuando éramos niños.
—Pero es también un hombre muy cabal, Will, y muy inteligente. Me enseñó un nuevo tipo de molino de viento que ha inventado. Es la cosa más estupenda que te puedes imaginar.
—¡Oh, Señor! —exclamó Will—. Ya veo aparecer al agente de patentes otra vez.
—Pero este invento vale la pena —aseguró Horace.
—Todos valen la pena. Sin embargo, las únicas personas que obtienen de ellos algún dinero son los abogados de patentes. A mi madre le saca de quicio.
—Supongo que tienes razón.
—La única manera de hacer dinero es vendiendo algo hecho por los demás —aseguró Will.
—Es posible, Will, pero te aseguro que es el molino más estupendo que te puedas imaginar.
—Consiguió entusiasmarlo, ¿no es verdad, Horace?
—Si, creo que sí. Pero no te gustaría que tu padre dejase de ser como es. ¿Verdad?
—¡Oh, por Dios, no! —respondió Will—. No olvide lo que le he dicho.
—De acuerdo.
—Y mantenga la boca cerrada —añadió Will.
El cargo de
sheriff no
era precisamente fácil, y el condado que a través de las elecciones populares obtenía un buen
sheriff podía,
considerarse afortunado. Era un cargo muy complejo. Los deberes primordiales del
sheriff
—
mantenimiento de la ley y del orden— se hallaban lejos de ser los más importantes. Bien es verdad que el sheriff representaba una fuerza armada en el distrito, pero en una comunidad donde bullían las individualidades, un
sheriff
violento o estúpido no duraba mucho tiempo. Existía una infinidad de asuntos que tenían que resolverse sin el empleo de las armas, como los derechos de agua, disputas por las lindes, querellas descabelladas, peleas conyugales, problemas de paternidad y un largo etcétera.
Un buen
sheriff sólo
procedía a efectuar un arresto cuando todo lo demás fallaba. El mejor
sheriff no
era el más luchador, sino el más diplomático. Y el distrito de Monterrey tenía uno muy bueno, que poseía grandes dotes para resolver sus asuntos.
Horace se presentó en la oficina del
sheriff
instalada en la vieja prisión del distrito, alrededor de las nueve y diez de la mañana. El sheriff le estrechó la mano y habló con él del tiempo y de las cosechas, hasta que Horace se halló en disposición de abordar el principal asunto.
—Verá usted, señor —dijo Horace al fin—. He venido para que me dé su consejo.
Y le contó lo que había pasado, con todo detalle, sin omitir lo que había dicho cada uno de los presentes, ni dejar de describir sus reacciones ni señalar la hora en que todo ello sucedió; vamos, que le hizo un informe muy exhaustivo.
Tras unos instantes, el
sheriff cenó
los ojos y juntó sus manos con los dedos cruzados. Durante el relato no hizo ningún comentario, aunque abría los ojos cada vez que algún detalle le llamaba la atención.
—La verdad es que estoy perdido —concluyó Horace—. No pude averiguar lo que había sucedido. Ni siquiera conseguí que me describiera a su mujer. La idea de ir a ver a Sam Hamilton fue de Julius Euskadi.
Et
sheriff
se removió en su asiento, cruzó las piernas y repasó el informe.
—Usted cree que él la mató.
—Sí, así es. Pero el señor Hamilton me quitó esa idea de la cabeza. Me dijo que Adam Trask es incapaz de matar una mosca.
—Todo el mundo es incapaz —sentenció el
sheriff
—
,
hasta que aprietan el gatillo.
—El señor Hamilton me contó unas cosas muy extrañas sobre ella. Sabe, cuando la estaba ayudando en el parto, ella le mordió una mano. Tendría que vérsela; parece el mordisco de un lobo.
—¿Le proporcionó Sam una descripción de ella?
—Sí, señor, y también su esposa.
Horace sacó un papel del bolsillo y leyó una detallada descripción de Cathy. El matrimonio Hamilton conocía hasta el último detalle físico que podía saberse de aquélla. Cuando Horace terminó de leer, el
sheriff
suspiró.
—¿Estuvieron ambos de acuerdo acerca de la cicatriz?
—Sí, señor. Y ambos observaron que unas veces era más oscura que otras.
El
sheriff
volvió a cerrar los ojos y se reclinó en la silla. De pronto se enderezó, abrió un cajón de su escritorio y sacó una botella de whisky.
—Eche un trago —le ofreció.
—Gracias, creo que lo necesito. —Horace se secó los labios y le devolvió la botella—. ¿Se le ha ocurrido algo? —preguntó.
El
sheriff
echó tres grandes tragos de whisky, tapó la botella y la volvió a dejar en el cajón antes de replicar:
—Nuestro condado está muy bien administrado. Voy tirando con los alguaciles, les echo una mano cuando lo necesitan; y a cambio ellos me ayudan y me acompañan siempre que es necesario. Piense usted lo que pasaría en una ciudad floreciente como Salinas, en la que entran y salen forasteros constantemente, si no estuviéramos muy alerta. Me las arreglo bastante bien con todo el mundo. —Y clavó sus ojos en los de Horace—. No se ponga nervioso. No le estoy echando un discurso, Sólo quiero decirle cómo son las cosas. No conducimos a la gente, sino que convivimos con ella.
—¿Me he equivocado en algo?
—No, Horace. Lo ha hecho usted muy bien. Si no hubiese venido a la ciudad, o si hubiese traído aquí al señor Trask, nos hubiéramos visto metidos en un bonito lío. Escuche lo que voy a decirle. —Soy todo oídos —respondió Horace.
—Al otro lado de la vía del tren, allá abajo, en el Barrio Chino, hay una hilera de casas de lenocinio. —Ya lo sé.
—Sí, todo el mundo lo sabe. Si las hubiésemos cerrado se hubieran limitado a trasladarse a otro lugar. Las vigilamos discretamente, para que no ocurra en ellas nada delictivo. Y las dueñas están en contacto con nosotros. He podido echar mano de algunos individuos que tenían cuentas pendientes con la justicia gracias a algunas confidencias que he recogido allí.
—Julius me dijo… —comenzó a decir Horace. —Espere un momento. Déjeme terminar, y así no tendremos que volver a ello. Hará cosa de tres meses, una mujer muy hermosa vino a verme. Deseaba abrir un burdel aquí y quería estar dentro de la ley. Venía de Sacramento, donde regentaba un salón. Traía cartas de presentación de personas importantes, en las cuales constaba que en su establecimiento nunca había ocurrido el menor escándalo. Una ciudadana con todas las de ley.
—Julius me lo dijo. El sitio se llama Faye, como ella.
—Eso es. Bueno, abrió un salón muy bonito, muy tranquilo, muy bien gobernado. Eso fue poco más o menos cuando la vieja Jenny y la Negra se hacían la competencia. Estaban que rabiaban ante su venida, pero yo les dije lo mismo que le digo a usted. Ya es hora de que tengan algo de competencia.
—Dicen que tiene incluso un pianista.
—Así es. Y muy bueno, por cierto; es ciego. Pero vamos a ver, ¿me permitirá usted que termine de contarle la historia?
—Perdóneme —repuso Horace.
—Está bien. Ya sé que voy despacio, pero no me olvido de nada. El caso es que Faye demostró ser lo que ya parecía, es decir, una ciudadana ejemplar. Pero tenga usted en cuenta que me da más miedo un burdel tranquilo y silencioso que cualquier otro. Tome, por ejemplo, a una cualquiera con la cabeza llena de pájaros que se escapa de casa y da con sus huesos en un prostíbulo. Su padre la encuentra allá y arma un escándalo de mil pares de demonios. Luego interviene la Iglesia, y las señoras, y en poco tiempo el burdel adquiere tan mala fama que no tenemos más remedio que clausurarlo. ¿Me comprende usted?
—Sí —dijo Horace, quedamente.
—Ahora procure no adelantarse a lo que voy a decir. No hay nada que me moleste más que decir algo que mi interlocutor ya ha pensado. Faye me envió una nota el domingo por la noche. Acaba de admitir a una pupila, que no le inspira mucha confianza. Lo que no le acaba de encajar es que esta muchacha tiene el aspecto de una joven que se ha escapado de su casa, pero por otra parte es una prostituta expertísima. Conoce todas las respuestas y todos los trucos de su oficio. Fui allá para echarle un vistazo. Me contó los embustes de costumbre, pero aparte de eso, todo lo demás parecía estar en regia. Es mayor de edad y nadie se ha quejado, —Distendió las manos—. Bueno, eso es todo. ¿Qué le parece?
—Y usted está prácticamente convencido de que se trata de la esposa de Trask, ¿no es eso?
—Ojos grandes, cabello rubio y una cicatriz en la frente. Por si fuese poco, se presentó allí el domingo por la tarde —respondió el
sheriff.
Horace evocó el rostro lagrimoso de Adam.
—¡Dios todopoderoso!
Sheriff,
busque usted a otro para decírselo a Trask. Antes, presento mi dimisión. El
sheriff tenía
la mirada perdida en el vacío.
—Usted dice que él ni siquiera sabe su nombre, ni de dónde vino. Según parece, consiguió engañarlo completamente, ¿no cree?
—El desgraciado está enamorado de ella —contestó Horace—. No, por Dios; yo no voy a decírselo. No puedo.
El
sheriff se
puso en pie.
—Vamos a la Chop House a tomar una taza de café.
Caminaron por la calle en silencio. De pronto, el
sheriff
dijo
:
—Horace, sí dijese algunas de las cosas que sé, armaría una revolución en el condado.
—Sí, supongo que sí.
—¿Dice usted que tuvo mellizos?
—Sí, dos chicos.
—Escuche, Horace. Sólo hay tres personas en el mundo que lo saben: ella, usted y yo. Voy a advertirla de que si alguna vez lo cuenta, la echaré a patadas de este condado. Y, Horace, si alguna vez siente la necesidad imperiosa de hablar y de contárselo a alguien, aunque sea a su esposa, antes de hacerlo recuerde a esos dos muchachos y lo que supondría para ellos descubrir que su madre es una prostituta.
Adam estaba sentado en una silla bajo el corpulento roble. Llevaba el brazo izquierdo diestramente vendado contra el costado, para inmovilizarle el hombro. Lee se presentó con la cesta para la colada. La depositó en el suelo, junto a Adam, y regresó a la casa.
Los mellizos estaban despiertos y miraban con expresión seria las hojas del roble, agitadas por el viento. Una hoja seca cayó revoloteando y fue a posarse en la cesta. Adam se inclinó y la quitó.
No oyó los cascos del caballo de Samuel hasta que lo tuvo a su lado, pero Lee sí lo había visto venir. Sacó una silla y llevó a
Doxology
al establo.
Samuel tomó asiento en silencio y no molestó a Adam mirándole con excesiva atención, y éste le correspondió con igual delicadeza. El viento refrescó y una ráfaga agitó la cabellera de Samuel.
—He pensado que sería mejor que regresara a los pozos —dijo éste quedamente.
Adam tenía la voz ronca por el tiempo que llevaba sin hablar.
—No —respondió—. Ya no quiero pozos. Le pagaré por su trabajo.
Samuel se inclinó sobre la cesta y puso su dedo en la palma de la mano de uno de los mellizos, y los infantiles deditos se cerraron y asieron su presa.
—Me parece que la última mala costumbre que se pierde es la de dar consejos.
—No quiero ningún consejo.
—Nadie los quiere. Son un regalo. Haga las cosas como es debido, Adam.
—¿Qué cosas?
—Actúe como si estuviera vivo. Y después de un tiempo, de mucho tiempo, resultará que es verdad.
—¿Por qué tendría que hacerlo? —preguntó Adam.
Samuel miraba a los mellizos.
—Tiene que seguir adelante, haga Lo que haga, o aunque no haga nada. Aun en el caso de que deje que la tierra se convierta en barbecho, no podrá evitar que crezcan las hierbas y los zarzales. Siempre brotará algo.
Adam no respondió, y Samuel se puso en píe.
—Volveré —le advirtió—. Volveré muchas veces. Inténtelo, Adam.
Lee retenía por la brida a
Doxology,
tras el establo, mientras Samuel montaba.
—Me temo que su librería tendrá que esperar, Lee —le dijo.
—Bueno —respondió el chino—. Puede que no fuera una buena idea, después de todo.
La creación de un país nuevo parece seguir unas pautas preestablecidas. Primero llegan los pioneros, gente fuerte y brava y bastante infantil. Saben cuidar de sí mismos en una tierra semisalvaje, pero son ingenuos y están indefensos ante los demás hombres. Quizá por eso abandonaron sus lugares de origen. Cuando ya se han limado las primeras asperezas del nuevo país, llegan los comerciantes y los leguleyos para propulsar el desarrollo y para resolver litigios de propiedad, por el sencillo medio, generalmente, de adjudicarse a sí mismos las causas de la tentación. Y finalmente, llega la cultura, que consiste en distracciones, descanso y medios para evadirse del dolor de vivir. Y la cultura puede hallarse, y se halla, en cualquier nivel social.