Las iglesias y los burdeles llegaron simultáneamente al Lejano Oeste. Y tanto a las unas como a los otros les hubiera horrorizado pensar que no eran sino distintas facetas de lo mismo. Sin embargo, perseguían idéntico fin: los cánticos, la devoción y la poesía de las iglesias libraban al hombre de su desolación durante unos instantes, y eso mismo lograban los burdeles. Las iglesias sectarias llegaron con gran impulso, engreídas, ruidosas y confiadas. Ignorantes de las leyes de deuda y pago, levantaron templos imposibles de costear ni en un centenar de años. Las sectas luchaban contra el mal, desde luego, pero también competían entre sí con un vigor extraordinario. Discutían por matices doctrinarios. Cada una creía, alegremente, que las demás estaban condenadas al infierno para toda la eternidad. Y con la presunción de estar en posesión de la verdad, todas llevaban consigo exactamente lo mismo: las Sagradas Escrituras, sobre las que hemos construido nuestra ética, nuestro arte, nuestra poesía y las relaciones entre los seres humanos. Había que ser muy avispado para advertir las diferencias entre las sectas, pero cualquiera notaba lo que tenían en común. Y también introdujeron la música, quizá no la mejor, pero sí su forma y su espíritu. Y aportaron una conciencia; mejor dicho, despertaron una conciencia que estaba adormecida. No eran puras, pero contenían un potencial de pureza, como una camisa blanca manchada. Y cualquiera podía extraer provecho para sí de las iglesias. Cierto es que cuando desenmascararon al reverendo Billing se descubrió que era ladrón, adúltero, libertino y zoófilo, pero eso no modificó el hecho de que había logrado transmitir algunas cosas positivas a un gran número de personas receptivas. Billing acabó en la cárcel, pero nadie logró arrestar las cosas buenas a las que él había dado alas. Y no importa demasiado que sus motivos fuesen impuros. Había hecho uso de un buen material, y parte de su esencia prendió. Sólo menciono al reverendo Billing como ejemplo especialmente grave. Los predicadores decentes no carecían de energía ni de valor. Luchaban contra el diablo con la ley del todo vale, incluidas las patadas y los dedos que arrancan los ojos. Quizás imaginen ustedes que pregonaban la verdad y la belleza con el mismo acierto que una foca que entona el himno nacional soplando una hilera de trompetillas en la arena de un circo. Sin embargo, algo de esa verdad y esa belleza permanecía, y el himno era reconocible. Pero Las sectas hicieron aún más. Tejieron la estructura de la vida social en el valle Salinas. La cena parroquial es el antecedente de los clubes de campo, de igual manera que la lectura de poemas de los jueves en el sótano, bajo la sacristía, engendró los pequeños grupos teatrales.
Mientras las iglesias —que arrastraban consigo el aroma de la piedad, tan dulce para el alma— llegaron encabritándose y relinchando como caballos en día de feria, el evangelio de las hermanitas —que brindaba desahogo y placer al cuerpo— se deslizó en silencio y a hurtadillas, con la cabeza gacha y el rostro cubierto.
Puede que hayan visto los brillantes palacios del pecado y la fantasía danzando alegres en el falso Oeste de las películas, y es posible que existieran algunos similares, pero no en el valle Salinas. Los burdeles eran lugares tranquilos, donde remaba el orden y la discreción. Es más: si después de oír los gemidos del éxtasis en el momento culminante de la conversación, con el aporreo de un acordeón como música de fondo, se hubieran situado ustedes bajo la ventana de un prostíbulo y prestado atención a esas voces bajas y decorosas, es muy posible que confundieran la identidad de ambos ministerios. La existencia de un burdel se aceptaba pero no se reconocía.
Les hablaré de las solemnes cortes de amor de Salinas. Eran poco más o menos como las de otras ciudades, pero la calle de los burdeles de Salinas tiene mucha relación con nuestra historia.
Había que seguir la calle Mayor en dirección oeste, hasta que ésta torcía, justo donde la calle Castroville se cruzaba con la calle Mayor.
La calle Castroville se llama ahora del Mercado, Dios sabe por qué. Las calles solían llamarse según el lugar al cual conducían. Así, la calle Castroville, si uno la seguía durante quince kilómetros, conducía a Castroville. La calle Alisal, a Alisal, y así sucesivamente.
Sigamos. Cuando se llegaba a la calle Castroville había que torcer a la derecha. Dos manzanas más abajo, las vías del Southern Pacific cruzaban diagonalmente la calle en dirección sur, y otra calle cruzaba a su vez la de Castroville, de este a oeste. Y aunque me fuese la vida en ello, no podría recordar el nombre de esa calle. Torciendo a la izquierda para atravesar las vías, se penetraba en el Barrio Chino, y tras un nuevo giro a la derecha, se llegaba por fin a la calle de los burdeles.
Era una calle de adobe negro, que en invierno se convertía en un profundo barrizal, y en verano era más duro que el hierro, y estaba llena de baches y roderas. En la primavera crecían altas hierbas a ambos lados: avena silvestre, malvas y mostaza amarilla, indistintamente. A primeras horas de la mañana, los gorriones parloteaban sobre el estiércol de caballo depositado ante las casas, en mitad de la calle.
Vosotros, los ancianos, ¿recordáis a esos gorriones? Y cómo la brisa del este acarreaba los olores del Barrio Chino: cerdo asado, humo de los pebeteros, del tabaco negro y del
yen shif
¿Y recordáis también el profundo y metálico sonido del gran gong de casa Joss, y sus vibraciones pululando por el aire durante un buen rato?
¿Y os acordáis de las casitas sin pintar y desmochadas? Parecían muy pequeñas y trataban de pasar inadvertidas, con sus fachadas descuidadas y la espesura silvestre de sus patios delanteros intentando ocultarlas a la vista de la calle. ¿Recordáis que tenían siempre las cortinillas echadas, con pequeñas rendijas de luz amarillenta en el borde? Desde fuera sólo se oía un murmullo que provenía del interior. Luego se abría la puerta delantera para franquear la entrada a uno de la comarca, y se oían risas, e incluso algunas veces la musiquita sentimental de una pianola con una tira de cadena de retrete sobre las cuerdas para amortiguar el sonido, tras lo cual se cerraba la puerta de nuevo.
A veces se oían cascos de caballo en la calle polvorienta, y aparecía Pet Bulene conduciendo su simón y deteniéndolo ante la puerta, y de él se apeaban cuatro o cinco señorones, hombres importantes todos, ricachos o altos funcionarios, acaso banqueros, o miembros del tribunal. Y Pet seguía con su coche hasta la esquina, donde los esperaba. A su paso saltaban y desaparecían entre las altas hierbas enormes gatos vagabundos.
Y después —¿os acordáis?— se oía un silbido, y la luz del reflector horadaba las tinieblas y el tren de mercancías procedente de King City atravesaba la calle Castroville traqueteando, y penetraba en Salinas, y luego se le oía resoplar en la estación. ¿Os acordáis?
Todas las ciudades poseen sus señoras célebres, mujeres eternas cuyo recuerdo sentimental perdura a través de los años. Para los hombres, estas madamas son muy atractivas. Combinan el cerebro de un hombre de negocios, la tenacidad de un boxeador, el calor de un compañero y el humor de un actor trágico. Los mitos florecen a su alrededor y, aunque parezca extraño, mitos que no tienen nada de voluptuosos. Las historias que se cuentan y se repiten acerca de una de esas señoras tocan todos los temas, pero no rozan siquiera lo escabroso. Al recordarlas, sus antiguos clientes las describen como unas filántropas, versadas en medicina y poetisas de las emociones corporales, sin dejarse arrastrar por ellas.
Durante muchos años, Salinas había cobijado dos de esas perlas: Jenny, apodada a veces Jenny la Pedos, y la Negra, dueña y señora del Long Green. Jenny era una buena amiga, capaz de guardar un secreto, dispuesta a dar un préstamo sin que nadie se enterara. En Salinas corren muchísimas historias acerca de ella.
La Negra era una mujer atractiva y austera, con el pelo blanco y una dignidad oscura y solemne. Sus ojos castaños, desde la profundidad de sus cuencas, observaban la fealdad del mundo con filosófica amargura. Dirigía su casa como una catedral consagrada a un Príapo triste pero erecto. Si buscabas reír y bromear entre codazos, ibas a casa de Jenny y te daban esa alegría por tu dinero; pero si de tu inmutable soledad emergía una tristeza inmensa e infinita, llevándote al borde de las lágrimas, el Long Green era el lugar idóneo. Cuando salías de allí tenías la sensación de que algo trascendente e importante había sucedido. No había sido un mero revolcón. Los hermosos ojos oscuros de la Negra te acompañaban días enteros.
Cuando Faye llegó de Sacramento y abrió su casa, la oleada de animadversión de las dos madamas no se hizo esperar. Jenny y la Negra se pusieron de acuerdo para echaría, pero pronto descubrieron que no era una competidora.
Faye encarnaba a la madre por excelencia, con sus senos generosos, sus enormes caderas y su acogedora calidez. Era un regazo sobre el cual llorar, una voz que consolaba, una mano acariciadora. El férreo sexo de la Negra y las bacanales tabernarias de Jenny tenían sus fieles devotos, y Faye no se los quitaría. Su casa se convirtió en el refugio de los jóvenes que se enfrentaban a la pubertad, se dolían de su virtud perdida y ansiaban seguir perdiéndola. Faye era el consuelo de maridos desafortunados, su casa, la alternativa a las esposas frígidas. Era la cocina de nuestra abuelita, con su dulce olor a canela. Si en casa de Faye caías en el fuego del sexo, pensabas que era sólo un accidente perdonable. Su casa permitió a los jóvenes de Salinas entrar en el espinoso sendero del sexo por el camino más suave e idílico. Faye era una mujer encantadora, no muy despierta, con un gran sentido de la moral y que se escandalizaba fácilmente. La gente confiaba en ella, y ella confiaba en todo el mundo. A nadie se le ocurriría herir a Faye después de conocerla. No significaba un peligro para las otras dos. Era una tercera fase.
Al igual que en un rancho o en un comercio los empleados son el reflejo de su jefe, en un burdel las pupilas se parecen mucho a la dueña, en parte porque ésta contrata a chicas de su estilo y en parte porque, si es hábil, sabe imprimir su personalidad al negocio. Podías pasar muchas horas en casa de Faye sin oír una palabra sucia o insinuante. Las idas a los dormitorios, el pago de la tarifa, todo era tan discreto y desenfadado que podía parecer fortuito. La casa de Faye era excelente, de las mejores, como muy bien sabían el
sheriff
y el juez de paz. Faye contribuía con importantes sumas a todas las obras de caridad. La enfermedad la horrorizaba, y por ello pagaba una revisión periódica a todas sus pupilas. Tenías menos probabilidad de meterte en aprietos en su casa que en tus tratos con el maestro de la escuela dominical. Pronto Faye se convirtió en un sólido y querido miembro de la floreciente y próspera comunidad de Salinas.
Kate, la nueva pupila de Faye, la desorientaba. La veía tan joven y bella, tan señorial, tan bien educada… Faye la condujo a su propio e inviolado dormitorio y le hizo más preguntas de las acostumbradas. Siempre había mujeres que llamaban a la puerta de un prostíbulo, y Faye catalogaba a la mayoría casi al instante. A algunas no podía admitirlas por perezosas, vengativas, obscenas, insatisfechas, insaciables y codiciosas. Sin embargo, Kate no encajaba en ninguno de estos estereotipos.
—Espero que no te importe que te haga todas estas preguntas —dijo Faye—. Pero es que me parece muy extraño que te hayas decidido a venir aquí. Ya ves, podrías encontrar enseguida marido, tendrías coche y una buena casa en la ciudad, donde vivirías regaladamente y sin ninguna preocupación.
Y Faye, mientras hablaba, hacía girar su anillo de matrimonio en torno a su gordezuelo dedo meñique.
Kate sonrió tímidamente.
—Es muy difícil de explicar. Le agradecería que no insistiese. De ello depende la felicidad de un ser muy próximo a mí, y muy querido. Le agradecería que no me hiciese más preguntas.
Faye asintió solemnemente.
—He conocido casos por el estilo. Tuve una muchacha que mantenía a su hijo, y durante largo tiempo todo el mundo lo ignoró. Ahora tiene una hermosa casa y un marido en…, pero casi te he dicho dónde. Antes me arrancaría la lengua que decirlo. ¿Tienes un niño, querida?
Kate bajó la mirada para tratar de ocultar las lágrimas. Cuando pudo dominarse, susurró:
—Lo siento, no puedo decirlo.
—Está bien, querida, está bien. No me lo digas ahora.
Faye no era ninguna lumbrera, pero estaba muy lejos de ser una estúpida. Fue a ver al
sheriff
y salió de dudas. No servía de nada correr riesgos inútiles. Se olía que allí había gato encerrado, pero si ello no perjudicaba a la casa, a Faye, en realidad, no le importaba mucho.
Kate podría haber sido remilgada, pero no lo era. Se puso a trabajar de inmediato. Y cuando los clientes vienen una y otra vez y piden a la misma chica, ello quiere decir algo. Un rostro bonito y nada más, no es suficiente. Faye comprendió enseguida que Kate no tenía que aprender nada nuevo, ni necesitaba lecciones de nadie.
Hay dos cosas que es bueno saber acerca de una nueva pupila: la primera es si trabajará, y la segunda si se llevará bien con las demás pupilas. No hay nada que pueda trastornar más a una casa que una pupila quisquillosa.
Faye no tuvo que esperar mucho para responder a la segunda pregunta. Kate se ganó el afecto de todas. Las ayudaba a arreglar sus habitaciones, las atendía si estaban enfermas, dejaba que le contasen sus cosas, las aconsejaba en materias amorosas, y tan pronto como dispuso de algún dinero, les hacía pequeños préstamos. No se podía desear una chica mejor. Se convirtió en la mejor amiga de todas las de la casa.
No había dificultad que Kate no quisiese afrontar, ninguna tarea, por pesada que fuese, a la que tuviese miedo. Y, por si fuese poco, contribuyó a incrementar el negocio. Pronto poseyó su propia lista de clientes asiduos. Kate también era muy atenta. Recordaba los cumpleaños de los demás, y para ellos tenía siempre regalos y las clásicas tartas con velas. Faye comprendió que en Kate poseía un tesoro.
Las personas ajenas al negocio pueden pensar que es muy fácil ser dueña de un prostíbulo, y que todo consiste en sentarse en un sillón, beber cerveza y recibir la mitad del dinero que consiguen las pupilas. Pero no es así. Hay que alimentar a las chicas, lo cual comporta la obligación de ir al mercado y tener un cocinero. Lavar la ropa es mucho más complicado que en un hotel. Hay que velar por la salud de las pupilas y conseguir que se encuentren a gusto y contentas, pues de lo contrario pueden ocasionar auténticos quebraderos de cabeza. Hay que reducir los suicidios a su mínima expresión, y las prostitutas, particularmente las entraditas en años, son muy rápidas en el manejo de la navaja, y esas cosas siempre dan mala fama a un prostíbulo.