Al este del Edén (33 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Aquellas palabras penetraron en el cerebro de Cathy como una bala de plomo en el agua. Se vio que hacía un gran esfuerzo y que temblaba convulsivamente, pero la expresión de su rostro cambió; aquella mirada acerada desapareció de sus ojos, los labios adquirieron vida y las comisuras de su boca se levantaron. Samuel observó que movía las manos, que abría los puños y volvía hacia arriba los dedos. Su rostro tomó a ser joven e inocente y se contrajo en un rictus doloroso. Era como si hubiese cambiado el clisé de una linterna mágica por otro.

—He roto aguas al amanecer —aclaró con mansedumbre.

—Así me gusta. ¿Ha tenido usted muchos dolores?

—Sí.

—Con qué intervalo?

—No lo sabría decir.

—Bien, yo estoy aquí desde hace un cuarto de hora.

—He tenido dos, no muy intensos. Desde que usted ha venido ninguno demasiado fuerte.

—Muy bien. Ahora dígame, ¿dónde guarda la ropa blanca?

—En aquella canasta.

—Todo irá bien, ya lo verá —aseguró con dulzura.

Abrió sus alforjas y de una de ellas sacó una gruesa cuerda recubierta de terciopelo azul, con un lazo en cada extremo. Sobre el terciopelo aparecían bordados cientos de florecitas rosas.

—Liza le envía esto para que lo utilice con usted —dijo—. Lo hizo cuando esperaba nuestro primer hijo. Entre nuestros hijos y los de nuestros amigos esta cuerda ha traído muchos niños al mundo.

Pasó uno de los extremos por cada poste del dosel la cama.

De pronto, los ojos de la joven brillaron intensamente, al propio tiempo que arqueaba la espalda y la sangre afluía a sus mejillas. Samuel esperaba que se pusiera a llorar o a chillar y miró con aprensión hacia la puerta cerrada. Pero Cathy no lanzó el menor grito, solamente una serie de quejidos ahogados. Tras unos breves segundos, relajó la tensión de su cuerpo y en su rostro apareció de nuevo aquella expresión de odio.

Los dolores comenzaron de nuevo.

—Ya está aquí —dijo él con tono acariciador—. ¿Será uno o dos? No lo sé. Cuanto más ve uno, más se aprende que no hay dos iguales. Será mejor que me lave las manos.

Ella movió la cabeza de un lado a otro.

—Bueno, bueno, jovencita —dijo Samuel—. Me parece que no tardaremos mucho en tener al bebé con nosotros.

Colocó la mano sobre la frente de Cathy, sobre la cicatriz, que aparecía negra y de aspecto repelente.

—¿Cómo se hizo esta herida? —le preguntó.

Ella irguió la cabeza y clavó sus agudos dientecillos en la mano de Samuel, sobre el dorso y la palma, cerca del meñique. El lanzó un grito de dolor y trató de apartar la mano, pero la joven apretaba fuertemente las mandíbulas y revolvía la cabeza, sacudiendo la mano de la misma manera que un perrito zarandea un saco. Entre sus dientes se escapaba un agudo gruñido. Samuel le dio un sopapo en la mejilla, el cual no produjo el menor efecto. De un modo maquinal, hizo entonces lo que hubiera hecho para desembarazarse de un perro en parecidas circunstancias. Llevó su mano izquierda al cuello de la joven, y se lo oprimió hasta quitarle la respiración. Ella se debatió y le desgarró aún más la mano, antes de soltar su presa; Samuel pudo entonces retirar su mano, que sangraba abundantemente y mostraba varios desgarrones. Luego se separó del lecho y examinó las heridas que le había producido la joven. La miró con temor, pero el rostro de ella sólo denotaba inocencia y juventud.

—Lo siento —dijo ella rápidamente—. Lo siento mucho.

Samuel se estremeció.

—Ha sido el dolor —insistió Cathy.

Samuel lanzó una breve risita.

—Me parece que tendré que ponerle bozal —afirmó. Una perra de pastor me hizo lo mismo una vez.

Vio cómo la mirada de odio aparecía por unos segundos en los ojos de Cathy, para desaparecer seguidamente, y luego dijo:

—¡Tiene usted alguna cosa para ponerme? Los seres humanos son más venenosos que las serpientes.

—No lo sé.

—¿No tiene por lo menos algo de whisky? Podría ponérmelo en la herida.

—En el segundo cajón.

Samuel vertió el whisky sobre su mano ensangrentada, y se frotó la carne que le escocía por los efectos del alcohol. Sentía en su estómago una gran angustia y notó algunos vahídos. Tomó un trago de whisky para reconfortarse. Tenía miedo de volver a mirar al lecho.

—Tendré la mano inutilizada por algún tiempo —manifestó.

Samuel le contó más tarde a Adam:

—Debe de estar hecha de huesos de ballena. El parto tuvo lugar antes de que yo estuviese preparado. Brotó como una semilla. Yo no tenía todavía el agua a punto para lavar al crío, y ni siquiera tuve que emplear la cuerda. Le repito que está hecha de huesos de ballena.

Se dirigió a la puerta, llamó a Lee y le pidió agua caliente. Adam entró como una exhalación en la habitación.

—¡Un chico! —gritó Samuel—. ¡Es un chico! Tranquilícese —dijo, porque Adam había visto el revoltijo que había en la cama y su rostro estaba adquiriendo un tinte verdoso—. Adam, haga venir a Lee —le ordenó—. Y usted, si todavía conserva el suficiente dominio de sí mismo para andar y moverse, vaya a la cocina y prepáreme un buen café. Y compruebe que las lámparas estén llenas y los tubos limpios.

Adam se volvió maquinalmente y abandonó la estancia. A los pocos instantes, Lee asomó la cabeza por la puerta. Samuel señaló el envoltorio depositado en el cesto de la colada.

—Lávelo bien con una esponja y agua tibia, Lee. Procure que no le den corrientes de aire. ¡Oh, Señor, ojalá estuviese aquí Liza! Yo no puedo hacerlo todo a la vez.

Se volvió hacia el lecho.

—Ahora, muchachita, voy a limpiarla.

Cathy volvía a estar inclinada, jadeando de dolor.

—Pronto terminaré —dijo Samuel—. Se tarda cierto tiempo en limpiar los residuos. Y usted ha ido tan deprisa… Ya ve, ni siquiera he tenido que emplear la cuerda de Liza —de pronto se percató de algo extraño, abrió los ojos de par en par y puso enseguida manos ala obra—. ¡Buen Dios del cielo! ¡Viene otro!

Trabajaba a toda prisa y, lo mismo que con el primero, el parto fue increíblemente rápido. Samuel ligó también el cordón del nuevo recién nacido. Lee tomó en sus brazos a la segunda criatura, la envolvió en pañales y luego la depositó en la cesta.

Samuel limpió a la madre y la alzó suavemente para cambiar las sábanas. Se dio cuenta de que evitaba mirarla al rostro. Trabajaba tan deprisa como podía, porque su mano herida se estaba agarrotando. Cubrió a Cathy con una blanca y limpia sábana hasta la barbilla y la levantó ligeramente para deslizar una nueva almohada bajo su cabeza. Al final, no tuvo más remedio que mirarla.

El cabello rubio de Cathy estaba empapado de sudor, pero la expresión de su rostro había cambiado; ahora se hallaba pétreo e inexpresivo. Las venas de su garganta palpitaban visiblemente.

—Tiene usted dos hijos —dijo Samuel—. Dos bebés preciosos. No son gemelos, sino que cada uno tenía su propia placenta.

Ella lo miró fríamente y sin demostrar el menor interés —se los voy a enseñar —dijo Samuel.

—No —respondió sin el menor énfasis.

—Pero cómo, ¡no quiere ver a sus hijos?

—No. No los quiero.

—Oh, ya cambiará usted. Ahora está cansada, pero ya cambiará. Y tengo que decirle que éste ha sido el parto más rápido y más fácil que he asistido en mi vida.

Cathy apartó la mirada.

—No los quiero. Quiero que cubra las ventanas y que deje la habitación a oscuras.

—Es el cansancio. Dentro de pocos días se sentirá tan diferente que olvidará todo esto.

—Lo recordaré. Váyase. Lléveselos de la habitación. Haga venir a Adam.

Samuel se sintió sorprendido ante aquel tono, que no mostraba la menor debilidad, fatiga, ni dulzura. Sin quererlo, se le escaparon estas palabras:

—Usted no me gusta —afirmó, deseando al instante no haberlo dicho; pero sus palabras no tuvieron el menor efecto sobre Cathy.

—Haga venir a Adam —repitió ella.

En el saloncito, Adam contemplaba a sus hijos con aire ausente, pero a la primera indicación se dirigió rápidamente hacia el dormitorio y cerró la puerta. Al instante se oyó cómo clavaba nuevamente las mantas sobre las ventanas.

Lee trajo café a Samuel.

—Su mano tiene muy mal aspecto —observó.

—Ya lo sé. Me temo que me causará bastantes molestias.

—¡Por qué le mordió?

—¡Qué sé yo! Es una criatura muy rara.

Lee dijo:

—Señor Hamilton, permita que me ocupe de ello —se ofreció Lee—. Puede usted perder un brazo.

Samuel se sintió desfallecer.

—Haga lo que usted quiera, Lee. Estoy muy asustado, no se lo oculto. Me gustarla ser un niño para poder llorar. Ya tengo demasiados años para asustarme así, y no he sentido una desesperación como ésta desde que vi morir en mis manos a un pájaro ahogado en una crecida, hace ya mucho tiempo.

Lee abandonó la estancia y regresó al poco tiempo llevando en sus manos una cajita de ébano decorada con dragones entrelazados. Se sentó junto a Samuel y sacó de la caja una navaja china de forma triangular.

—Le haré daño —dijo quedamente.

—Procuraré resistirlo, Lee.

El chino se mordió los labios, sintiendo en sí mismo el dolor que causaba al hundir profundamente la hoja de la navaja en la mano; cortó la carne en torno a las señales de los dientes de Cathy y la separó hasta que brotó de las heridas una sangre roja y de buen aspecto. Agitó una botella con una emulsión amarilla, y vertió el líquido en los profundos cortes. Empapó un pañuelo en el bálsamo y envolvió con él la mano. Samuel respingaba y agarraba el brazo del sillón con la mano sana.

—Es principalmente ácido fénico —le aclaró Lee—. ¿No nota usted el olor?

—Gracias Lee. Le debo de parecer un niño, retorciéndome de este modo.

—No creo que yo hubiese estado tan quieto —aseguró Lee—. Le voy a traer otra taza de café.

Volvió con dos tazas y tomó asiento junto a Samuel.

—Creo que me marcharé —dijo—. No me encuentro a gusto en un matadero.

—¡Qué quiere usted decir?

—No lo sé. Lo he dicho sin darme cuenta.

Samuel se estremeció.

—Lee, los hombres están locos. Supongo que nunca me había parado a pensarlo, pero los chinos también están locos.

—Sin duda.

—Quizá no los consideraba también locos, porque solemos pensar que los extranjeros son más fuertes y mejores que nosotros.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —repitió Lee pacientemente.

—Creía que algún soplo de viento había atizado las brasas que dormían en mi loca mente —dijo Samuel—. Y ahora me doy cuenta, al oír su voz, de que a usted le ocurre lo mismo. Siento que algo terrible amenaza esta casa.

—Yo también.

—Ya sé que usted también lo presiente y esto me resta algo del consuelo que habitualmente experimento en mi locura. Este parto ha sido demasiado rápido, demasiado fácil, como el de una gata, y temo por los gatitos. En mi cerebro se forman pensamientos de mal agüero.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó Lee por tercera vez.

—Necesito a mi esposa —gritó Samuel—. No quiero sueños, ni fantasmas, ni locura. La quiero tener aquí conmigo. Dicen que los mineros bajan canarios a los pozos para saber si el aire es respirable. La locura no tiene nada que hacer con Liza. Y además, Lee, si Liza ve un fantasma es un fantasma y no un fragmento de sueño. Si Liza siente algo raro, ya podemos atrancar las puertas.

Lee se levantó, se dirigió a la cesta de la colada y contempló a los bebés. Tuvo que aproximarse mucho a ellos para verlos, porque la luz estaba disminuyendo rápidamente.

—Están durmiendo —dijo.

—Pronto se pondrán a berrear. Lee, ¿quiere usted hacerme el favor de acercarse a las obras del pozo y seguir luego hasta mi casa a buscar a Liza? Dígale que la necesito aquí. Si Tom sigue allí, dígale que cuide de todo. Si no está, se lo enviaré por la mañana. Y si Liza no quiere venir, hágale saber que necesito aquí las manos y los ojos vigilantes de una mujer. Ella ya entenderá lo que quiero decir.

—Iré —dijo Lee—. Me temo que nos estamos asustando el uno al otro, como los niños en la oscuridad.

—Yo también lo he pensado —contestó Samuel—. Y dígale asimismo, Lee, que me hice una herida en la mano trabajando al borde del pozo. Por el amor de Dios, no le cuente cómo sucedió en realidad.

—Encenderé las lámparas y me marcharé enseguida —manifestó Lee—. Será un gran consuelo tenerla aquí.

—Así es, Lee. Ella arrojará algo de luz en esta cueva.

Cuando Lee se marchó, Samuel tomó una lámpara en su mano izquierda. Tuvo que dejarla en el suelo para dar la vuelta al picaporte del dormitorio. La estancia estaba envuelta en tinieblas y la luz amarillenta no llegaba a alcanzar el lecho.

La voz de Cathy surgió fuerte e imperativa desde la cama.

—Cierra la puerta. No quiero luz. ¡Adam, vete! Quiero estar a oscuras, sola.

—Quiero quedarme contigo —replicó Adam con aspereza.

—No te necesito.

—Quiero quedarme.

—Pues quédate. Pero no hables. Cierra la puerta, por favor, y llévate la lámpara.

Samuel volvió al salón. Dejó la lámpara sobre la mesa, junto a la cesta de la colada, y miró las caritas de los recién nacidos, que dormían. Tenían los ojos muy cerrados y lanzaron unos ligeros bufidos, molestos por la luz. Samuel bajó su dedo índice y tocó con él las cálidas frentes de los pequeñuelos. Uno de los mellizos abrió la boca, bostezó prodigiosamente y volvió a quedarse dormido. Samuel apartó la lámpara, se dirigió a la puerta de entrada, la abrió y salió al exterior. El lucero vespertino era tan brillante, que parecía llamear y contraerse al hundirse tras las montañas de occidente. El aire estaba tranquilo y Samuel aspiraba el aroma de la artemisa, que irradiaba el calor del día. La noche se presentaba muy oscura. Samuel se sobresaltó al oír una voz que surgía de las tinieblas.

—¡Cómo está ella?

—Quién anda ahí? —preguntó Samuel.

—Soy yo, Rabbit.

El hombre apareció y se dibujó su silueta a la luz que salía por la puerta abierta.

—¡Se refiere usted a la parturienta, Rabbit? Oh, está muy bien.

—Lee ha dicho que son mellizos.

—Así es, mellizos. No se podía esperar nada mejor. Y ahora el señor Trask seguro que tirará la casa por la ventana. No va a conformarse con menos de una cosecha de barras de caramelo.

Samuel, sin saber por qué, cambió el tema de la conversación.

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