Al este del Edén (28 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—Me gustaría ir. Se trata del señor Trask, ¿no es eso? No pude verlo cuando estuvo aquí.

—Ya vendrás cuando empecemos a abrir el pozo. Yo soy más viejo que tú. Tengo prioridad para charlar. Me parece, Tom, que el mapache meterá su hermosa patita por aquí, y después se escapará. Ya sabes que son muy listos.

—¿Ve usted esta pieza? Se atornilla y se inclina de este lado. Ni usted podría escaparse.

—Yo no soy tan listo como un mapache. Pero me parece que, a pesar de todo, has conseguido tu propósito. Tom, hijo mío, vete a ensillar a Doxology, mientras voy a decirle a tu madre que salgo un momento.

—Tlaigo un coche —dijo Lee.

—Bueno, pero supongo que regresaré un día u otro.

—Ya lo tlaelé yo.

—Tonterías —dijo Samuel—. Llevaré mi caballo y volveré con él.

Samuel tomó asiento en el pescante de la calesa junto a Lee, y su caballo trotaba detrás desmañadamente.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Samuel risueño.

—Lee. Tengo más nombles. Lee nomble familia papá. Llámeme Lee.

—He leído muchas cosas sobre China. ¿Ha nacido usted allí?

—No. Nacido aquí.

Samuel permaneció silencioso durante bastante tiempo mientras la calesa cabeceaba por el camino en dirección al valle polvoriento.

—Lee —dijo por último, no quiero ofenderle, pero nunca he podido entender por qué ustedes se empeñan en hablar pidgin cuando cualquier patán analfabeto de las ciénagas más negras de Irlanda, con una cabeza llena de gaélico y una lengua que es como una patata, aprende a hablar un inglés más o menos rudimentario en diez años.

Lee sonrió.

—Yo hablal lengua china —dijo.

—Sí, ya comprendo que usted tendrá sus razones. Y no es cosa que me concierna. Supongo que me perdonará si le digo que no le creo, Lee.

Lee lo miró, y sus ojos castaños, bajo sus redondos párpados, parecieron dilatarse y adquirir una expresión profunda, hasta que dejaron de ser extranjeros, para transformarse en los ojos de un hombre, llenos de comprensión. Lee volvió a sonreír.

—Es más que una conveniencia —explicó el chino—. Es incluso más que una autodefensa. Sobre todo, tenemos que hacerlo para que nos comprendan.

Samuel no mostró haberse percatado del cambio.

—Alcanzo a comprender sus dos primeros asertos —dijo pensativo, pero el tercero se me escapa.

—Ya sé que es difícil de creer, pero nos ha ocurrido; a mí y a mis amigos, con tanta frecuencia, que lo damos por sentado. Si yo me dirigiese, por ejemplo, a una dama o a un caballero, y les hablase como lo hago ahora, no me entenderían —respondió Lee.

—¿Por qué no?

—Ellos esperan pidgin y pidgin es lo único que entienden. Pero si les hablase en inglés, no me escucharían, y, por lo tanto, no me entenderían.

—Pero ¿cómo es posible? Entonces, ¿por qué yo le entiendo?

—Por eso estoy hablando con usted. Usted es una de esas raras personas que son capaces de separar sus observaciones de sus prejuicios. Usted ve lo que es, mientras que la mayor parte de la gente ve lo que espera ver.

—Jamás se me había ocurrido, y yo no he pasado por esas pruebas, pero lo que usted dice parece tener el color de la verdad. Sabe, me alegro de hablar con usted. Me gustaría hacerle algunas preguntas.

—Trataré de responderle con mucho gusto.

—Sí, muchas preguntas. Por ejemplo, usted lleva coleta. He leído que eso constituye un distintivo de esclavitud impuesto por los conquistadores manchúes a la China del Sur.

—Es cierto.

—Entonces, ¿por qué, en el nombre de Dios, la lleva usted, si aquí los manchúes no tienen ningún poder?

—Yo hablal lengua china. Coleta, moda china, ¿complende?

Samuel rió a carcajadas.

—Eso no es más que un refugio de conveniencia —dijo—. Me gustaría tener un escondrijo como ése.

—No sé si me explico —contestó Lee—. Es difícil hacerlo cuando no existe idéntica experiencia. Según tengo entendido, usted no ha nacido en América.

—No, en Irlanda.

—Y en pocos años puede pasar casi inadvertido; mientras que yo, que nací en Grass Valley, que fui a la escuela y varios años a la Universidad de California, no tengo la menor probabilidad de mezclarme con la población de aquí.

—¿Y si se cortase la coleta, se vistiese y hablase como las demás personas?

—No. Ya lo probé. Para los llamados blancos, yo seguía siendo un chino, pero un chino que no les merecía ninguna confianza; y al mismo tiempo, mis amigos chinos me miraban con recelo y se apartaban de mí. Tuve que abandonar ese método.

Lee se detuvo, saltó del coche y soltó las riendas.

—Ya es hora de comer —dijo—. He traído algo. ¿Quiere usted acompañarme?

—Con mucho gusto. Vamos a sentamos a la sombra. A veces me olvido de comer, y eso es raro, porque siempre estoy hambriento. Me interesa mucho lo que usted me cuenta. Tiene un dulce acento de autoridad. Quizá debería usted volver a China.

Lee le sonrió irónicamente.

—No creo que en unos cuantos minutos sea usted capaz de descubrir un barrote flojo que yo no haya podido ver durante toda una vida de búsqueda. Ya volví a China. Mi padre fue un hombre que tuvo mucho éxito en la vida. Pero no dio resultado. Dijeron que yo parecía un diablo extranjero; dijeron que hablaba también como un diablo extranjero. Cometí diversos errores en mi comportamiento, e ignoraba fórmulas de cortesía que se habían puesto en boga después de que mi padre abandonara China. No me quisieron. Puede que no me crea, pero me siento menos extranjero aquí que en China.

—Tendré que creerlo porque es muy razonable lo que dice. Me ha dado usted materia para pensar, por lo menos, hasta el veintisiete de febrero. ¿Le molestan a usted mis preguntas?

—En absoluto. El inconveniente que tiene el pidgin es que acabas pensando en pidgin. Yo escribo mucho para conservar mi inglés. El oír y el leer no son lo mismo que el hablar y escribir.

—¿No se equivoca usted alguna vez? Es decir, ¿no se pone a hablar en inglés?

—No, nunca. Creo que eso depende de lo que esperan de ti. Hay que mirar a los ojos del interlocutor, y si se ve que espera que se le hable en pidgin y que se arrastren los pies, entonces no hay más remedio que hablar en pidgin y arrastrar los pies.

—Me parece que tiene usted razón —dijo Samuel—. Yo también cuento chistes, porque vienen de todas partes a verme para reír. Trato de estar de buen humor ante ellos, aunque la tristeza se haya apoderado de mí.

—Pero se dice que los irlandeses son felices y chistosos.

—Ahí está otra vez el pidgin y la coleta que mencionábamos. No lo son. Son gentes sombrías, con una capacidad de sufrimiento mayor de la que merecen. Se dice que, si les faltase el whisky para remojarse el gaznate y suavizar las asperezas de la vida, se matarían. Y si cuentan chistes, es porque eso es lo que se espera de ellos.

Lee destapó una botellita.

—¿Quiere un poco?

—¿Qué es?

—Blandy chino. Fuelte bebida. En general, es brandy con una dosis de ajenjo. Muy fuerte. Lima las asperezas de la vida.

Samuel sorbió de la botella y dijo:

—Sabe a manzanas podridas.

—Sí, pero a manzanas podridas muy buenas. Vuelva a probarlo, y paladéelo.

Samuel tomó esta vez un gran trago y echó la cabeza atrás.

—Ya veo lo que quiere decir. Es muy bueno.

—Aquí tiene usted algunos bocadillos y unas conservas, queso y un tarro de requesón.

—Lo prepara usted muy bien.

—Si, soy muy meticuloso.

Samuel mordió un bocadillo.

—Estoy dando vueltas a varias docenas de preguntas. Lo que usted acaba de decir me sugiere la más brillante. ¿Le importa?

—En absoluto. La única cosa que quisiera pedirle es que no hablase de esta manera cuando lo escuchen otras personas. Sólo consigue usted confundirlas y después no podrán creerlo.

—Trataré de complacerle —dijo Samuel—. Si hay algún resbalón, acuérdese, por favor, de que soy un genio cómico. Es difícil partir a un hombre en dos, y esperar encontrar siempre la misma mitad.

—Me parece que ya supongo cuál es la pregunta a la que usted se refiere.

—¿Cuál?

—Por qué me gusta ser criado.

—¿Cómo diablos lo ha adivinado?

—Me pareció la consecuencia lógica.

—¿Le molesta la pregunta?

—No, viniendo de usted. No hay preguntas desagradables, excepto las que vienen envueltas en condescendencia. Ignoro cuándo el ser un sirviente fue considerado una ignominia; en realidad es el refugio del filósofo, el alimento del ocioso y, desempeñado adecuadamente, una situación de poder e incluso de amor. No alcanzo a comprender por qué personas más inteligentes no lo estudian como una carrera, aprenden a desempeñarlo bien y a recoger sus beneficios. Un buen criado goza de una absoluta seguridad, no sólo por la bondad de su amo, sino por su pereza. Es tan difícil para un hombre cambiar de especias como aparejar los calcetines. Antes que hacerlo, preferirá conservar a un mal sirviente. Pero un buen criado, y yo soy excelente, puede dominar por completo a su amo, decirle lo que debe pensar, cómo debe actuar, con quién debe casarse, cuándo tiene que divorciarse, reducirle al terror como una disciplina o llenarle de felicidad, y, finalmente, conseguirá que le mencione en el testamento. Si así lo hubiese deseado, yo podría haber robado, despojado y pegado a cualquiera de los que he servido, y aun lograr que me despidieran dándome las gracias. Además, como chino, no tengo ninguna protección, pero como sirviente mi amo me defenderá y me protegerá. Usted tiene que trabajar y preocuparse por muchas cosas. Yo trabajo y me preocupo mucho menos que usted. Y, además, soy un buen criado. Uno malo tampoco trabaja y se preocupa poco, pero también es alimentado, vestido y protegido. No conozco ninguna otra profesión que se halle tan abarrotada de ineptos y donde la excelencia sea tan rara.

Samuel se inclinó hacia él, escuchando con mucha atención.

—Después de esto, será un alivio volver a hablar en pidgin —afirmó Lee.

—Estamos muy cerca de las tierras de Sánchez. ¿Por qué paramos aquí? —preguntó Samuel.

—Habla mucho. Mí sel silviente chino númelo uno. ¿Nos podemos il?

—¿Qué? Oh, desde luego. Pero la suya debe de ser una vida muy solitaria.

—Ese es el único inconveniente que tiene —respondió Lee—. He pensado en ir a San Francisco y montar algún pequeño negocio.

—¿Ago así como una lavandería? ¿O una tienda de comestibles?

—No. Hay demasiadas lavanderías y restaurantes chinos. Había pensado en una librería. Eso me gusta, y la competencia no sería muy grande. Pero probablemente no lo haré. Un criado acaba perdiendo la iniciativa.

3

Por la tarde, Samuel y Adam dieron un paseo a caballo por las tierras. El viento se alzó como todas las tardes y el polvo amarillento cubrió el cielo.

—Oh, son unas tierras muy buenas —gritó Samuel—. Son excepcionales.

—Me parece como si el viento se las estuviese llevando poco a poco —observó Adam.

—No, sólo las cambia de lugar. Algo de su tierra va al rancho de James, pero usted recibe una poca de los Southeys.

—No me gusta el viento. Me pone nervioso.

—A nadie le gusta por mucho tiempo. También pone nerviosos y vuelve intranquilos a los animales. No sé si usted lo habrá advertido, pero un poco más arriba están plantando árboles para resguardar las tierras del viento. Eucaliptos, vienen de Australia. Dicen que crecen tres metros por año. ¿Por qué no prueba a plantar algunas hileras para ver qué pasa? Una vez crecidos, lo resguardarían algo del viento, y, además, su madera es muy buena como leña.

—Buena idea —dijo Adam—. Pero lo que yo quiero realmente es agua. Con este viento podría instalar un molino y sacar toda el agua que quisiera. Pienso que si pudiese abrir algunos pozos y hacer obras de irrigación, la tierra no desaparecería arrastrada por el viento. Podría probar a plantar algunas judías.

El viento obligó a Samuel a entornar los ojos.

—Si usted lo desea, trataré de encontrar agua —respondió. He traído una pequeña bomba construida por mí, que la hará subir muy deprisa. La he inventado yo. Un molino de viento es algo muy costoso. Acaso pueda construírselo y hacer que ahorre usted algún dinero.

—Sería fantástico —dijo Adam—. No me importaría el viento si consiguiera hacerlo trabajar para mí. Y si puedo encontrar agua, plantaré alfalfa.

—Nunca ha alcanzado un precio muy elevado.

—No pensaba en eso. Hace algunas semanas subí a dar una vuelta hacia la parte de Greenfield y González, donde se han establecido algunos suizos. Crían unas hermosas vacas lecheras y tienen cuatro cosechas de alfalfa al año.

—Ya oí hablar de ello. Trajeron vacas suizas.

El rostro de Adam se iluminó con la idea.

—Eso es lo que yo quiero hacer. Vender mantequilla y queso, y cebar con leche a los cerdos.

—Usted dará prestigio al valle —dijo Samuel, y será un auténtico regalo para el futuro.

—Sólo en el caso de que consiga encontrar agua.

—Yo se la encontraré, si es que existe. Traigo mi varita mágica. Y golpeó un bastoncillo ahorquillado que pendía de su silla.

Adam señaló a la izquierda, donde se extendía un ancho llano cubierto de plantas bajas de artemisa.

—Ahí tiene usted —señaló. Casi quince hectáreas y tan llano como un salón. Introduje una sonda y observé que la capa superficial tiene un promedio de unos noventa centímetros; la arena, arriba, y el limo al alcance del arado. ¿Cree usted que encontraremos agua ahí?

—Lo ignoro —respondió Samuel—. Tengo que verlo.

Desmontó, alargó las riendas a Adam y desató su varita de zahorí. Tomó las dos ramas de la horquilla con ambas manos y caminó lentamente, con los brazos extendidos ante sí y la punta de la varita apenas levantada. Caminaba en zigzag. Una vez frunció el ceño y retrocedió algunos pasos; después sacudió la cabeza y continuó caminando. Adam le seguía lentamente, montado en su caballo y tirando de las riendas del otro. Observaba con atención el bastoncillo. Lo vio estremecerse y luego sacudirse un poco, como si un pez invisible tirase del sedal. El rostro de Samuel estaba tenso. Continuó adelante hasta que la punta de la varita pareció dar un tirón más fuerte hacia abajo contra sus brazos extendidos. Trazó un círculo en la tierra, rompió un pedazo de artemisa y tiró la varilla al suelo. Después salió del círculo, tomó de nuevo su varita y se dirigió hacia el punto donde la varita se había movido. Cuando llegó cerca de él la punta de la varita se hallaba de nuevo dirigida hacia abajo. Samuel suspiró, se relajó y tiró su varita al suelo.

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