—Siempre dice usted cómo serán las cosas algún día —atajó Louis.
—Bueno, es que la mente de un hombre no siempre está acorde con su cuerpo.
—Si acabo quedándome aquí necesito saber cómo y dónde —dijo Adam—. Mis hijos, cuando los tenga, tendrán que vivir en este lugar.
La mirada de Samuel vagó sobre las cabezas de sus amigos, hacia la dorada luz del sol que reinaba fuera de la oscura forja.
—Tiene usted que saber que bajo una buena parte del suelo del valle, en algunos lugares a mucha profundidad, y en otros casi debajo de la superficie, hay una capa llamada masa dura, que está formada por una arcilla muy homogénea, grasienta al tacto. En algunos lugares tan sólo tiene treinta centímetros de espesor, y en otros más. Y esta masa dura es impermeable al agua. Si no fuese por ella, las lluvias invernales empaparían la tierra y la humedecerían, y en verano se levantarían hasta las raíces. Pero cuando la tierra de encima de la capa de arcilla está empapada, el resto produce una inundación, o se pudre encharcada. Es una de las mayores maldiciones que pesan sobre nuestro valle.
—Pero a pesar de todo, tengo entendido que es un lugar muy bueno para vivir, ¿no es eso?
—Sí, así es. Sin embargo, es imposible descansar por completo cuando se sabe que se podría ser rico. Se me ocurrió que, si se pudiesen abrir miles de agujeros a través de esa capa para permitir que el agua penetrase, se solucionaría el problema. Incluso hice algunas pruebas con unos cartuchos de dinamita. Perforé un agujero en la capa de arcilla y explosioné la dinamita, lo que provocó que la costra se rompiera y el agua penetrara. Pero, ¡Dios del cielo!, piense usted la cantidad de dinamita que se necesitaría. He leído que un sueco (el mismo que inventó la dinamita) ha descubierto un nuevo explosivo, más fuerte y más seguro. Quizás ésa sea la solución.
Louis dijo entre burlón y admirativo:
—Siempre está pensando en la forma de cambiar las cosas. Nunca está satisfecho de cómo son.
Samuel le sonrió.
—Dicen que antaño el hombre vivía en los árboles. Alguien tenía que sentirse insatisfecho de andar por las ramas, o de lo contrario ahora no tendríamos los pies en el suelo —apuntó, y soltó una nueva carcajada—. Me veo a mí mismo sentado en mi rincón, creando un mundo en mi mente, del mismo modo que Dios creó el suyo. Pero Dios pudo ver su mundo. Yo nunca veré el mío, a no ser que lo haga con los ojos de la imaginación. Este valle será muy rico algún día. Podría alimentar al mundo, y tal vez lo haga. Y en él vivirán miles y miles de personas felices.
Una nube pareció pasar sobre sus ojos, su rostro adquirió una expresión triste, y permaneció silencioso.
—Lo pinta como un buen lugar para establecerse —afirmó Adam—. ¿En qué otra parte con semejante futuro podría criar a mis hijos?
—Hay algo que no comprendo —prosiguió Samuel—. Hay algo oscuro en este valle. Ignoro qué es, pero lo noto. A veces, en un día luminoso y resplandeciente, lo siento como si se interpusiese ante el sol y absorbiese la luz como una esponja. —Elevó el tono de su voz—. Existe una mano negra en este valle. No sé, es como si algún viejo fantasma surgiese del océano muerto que hay bajo su superficie y llenase el aire de pesadumbre. Es algo tan secreto como una pena oculta. No puedo determinar qué es, pero lo veo y lo siento en la gente del valle.
Adam se estremeció.
—Ahora recuerdo que prometí volver pronto. Cathy, mi esposa, va a tener un niño.
—Pero Liza casi lo tiene todo a punto.
—Seguro que me disculpará cuando sepa lo del niño. Mi esposa no se siente muy bien. Y muchas gracias por la información sobre el agua.
—¿Le he decepcionado con mis explicaciones?
—No, en absoluto. Es que se trata del primer hijo de Cathy, y la pobrecilla no se siente muy bien.
Adam pasó toda la noche dando vueltas a la cabeza, y al día siguiente se dirigió a casa de Bordoni, le estrechó la mano y las tierras de Sánchez pasaron a ser de su propiedad.
Hay tanto que decir sobre los territorios del oeste en aquellos días, que es difícil saber por dónde empezar. Una cosa sugiere inmediatamente cientos de otras. El problema consiste en decidir cuál viene primero.
El lector recordará que Samuel Hamilton había dicho que sus hijos fueron a un baile en la escuela de Peach Tree. En aquella época, las escuelas rurales eran los únicos centros de cultura. La Iglesia protestante luchaba por subsistir en un país en el que acababa de instaurarse. La Iglesia católica, que había llegado primero y echado raíces, estaba cómodamente instalada en su tradición mientras las misiones decaían de forma gradual: los techos se hundían y las palomas anidaban en los altares. La Biblioteca (en latín y en español) de la Misión de San Antonio fue convertida en granero, y las ratas se dedicaron a roer las encuadernaciones de piel de oveja. En aquellas tierras, el único baluarte del saber y de las ciencias eran las escuelas, y el maestro defendía y llevaba la antorcha de la enseñanza y de la belleza. La escuela era el lugar donde se celebraban los conciertos y los debates. Cuando se realizaban elecciones, las listas electorales se colocaban en la escuela. Todos los eventos sociales, tanto si se trataba de la coronación de una reina de mayo, del discurso necrológico sobre un presidente fallecido, o de un sarao, tenían lugar en la escuela. Y el maestro no era sólo un modelo intelectual y un jefe social, sino también el mejor partido de la comarca. Una familia se podía sentir orgullosa si una de sus hijas se casaba con el maestro. Se presumía que los hijos que nacieran de esa unión poseerían ventajas intelectuales, tanto heredadas como adquiridas.
Las hijas de Samuel Hamilton no estaban destinadas a convertirse en esposas de granjeros, y a estropearse con el trabajo. Eran muchachas muy guapas que gozaban del prestigio de ser descendientes de los reyes de Irlanda. Poseían un orgullo que iba más allá de su pobreza. Nadie se compadeció jamás de ellas. La prole de Samuel era indiscutiblemente superior. Tenían mayor instrucción y educación que la mayoría de sus contemporáneos. Samuel consiguió inculcar a todos sus hijos su amor por el saber, y les salvó de la orgullosa ignorancia que reinaba en aquella época. Olive Hamilton llegó a ser maestra, lo cual quería decir que abandonó su hogar a los quince años y que fue a vivir a Salinas, para poder asistir a la escuela secundaria. A los diecisiete años aprobó los exámenes del condado, que comprendían todas las artes y ciencias, y a los dieciocho era maestra de escuela en Peach Tree.
En su escuela había alumnos de más edad y más corpulentos que ella. Requería un gran tacto ser maestra de escuela. Mantener el orden entre los muchachos turbulentos, sin tener que recurrir a la pistola y al látigo, era algo muy difícil y peligroso. En una escuela de las montañas, una maestra fue raptada y violada por sus alumnos.
Olive Hamilton no sólo tenía que enseñar todas las materias, sino que además tenía que enseñárselas a todos sus alumnos, fuesen de la edad que fuesen. En aquellos dos años, muy pocos jóvenes pasaban del octavo curso, y, ocupados por las labores agrícolas, algunos de ellos tardaban catorce años en hacerlo. Olive tuvo también que adquirir algunos conocimientos rudimentarios de medicina, porque constantemente se producían accidentes. Aprendió a dar puntos de sutura en las cuchilladas que se asestaban los chicos en las peleas que tenían lugar en el patio de la escuela, y cuando a un muchachito descalzo le picó una serpiente de cascabel, tuvo que succionarle la herida del dedo del pie para sacarle el veneno.
Enseñaba lectura en primero y álgebra en octavo. Dirigía el coro, ejercía de crítico literario y escribía las notas de sociedad que se publicaban semanalmente en el
Salinas Journal
. Por si fuera poco, se ocupaba de la dirección y organización de toda la vida social de la comarca, no sólo de las fiestas de fin de curso, sino también de los bailes, reuniones, debates, coros, fiestas de Navidad y de mayo, manifestaciones y certámenes patrióticos del 30 de Mayo y del 4 de Julio. Tenía su puesto en la mesa electoral y organizaba y dirigía todos los actos caritativos. Todo ello estaba muy lejos de ser fácil y agradable, y comportaba deberes y obligaciones abrumadores. El maestro no tenía vida privada. No podía alojarse en casa de una familia por más de un curso; de lo contrario, hubiera suscitado celos, ya que una familia adquiría ascendencia social si hospedaba al maestro. Si en la familia donde se hospedaba había un hijo en edad de contraer matrimonio, la declaración amorosa era inevitable; si había más de un pretendiente, tenían lugar enojosas luchas para obtener su mano. Los tres jóvenes Aguita casi se mataron entre ellos a causa de Olive Hamilton. Las maestras raramente permanecían mucho tiempo en las escuelas rurales. El trabajo era demasiado duro, y las declaraciones amorosas tan constantes, que casi siempre se casaban al poco tiempo.
Pero éste era un camino que Olive Hamilton estaba decidida a no seguir. No compartía los entusiasmos intelectuales de su padre, pero el tiempo que pasó en Salinas provocó su rechazo a convertirse en la esposa de un ranchero. Quería vivir en una ciudad, quizá no tan grande como Salinas, pero por lo menos que no fuese una encrucijada. En Salinas, Olive había conocido algunas bagatelas que hacían la vida agradable: el coro y los vestidos, la Cofradía del Altar y las cenas de habichuelas que suministraba la Iglesia episcopal. Había participado de las artes, merced a compañías de comedias, e incluso de la ópera, en gira por el país, que le presentaban un mundo de magia y le prometían otro lleno de aromas que se hallaba más allá de aquellas tierras. Había asistido a fiestas, jugado a las adivinanzas, competido en lecturas de poesía, cantado en coros y actuado en orquestas. Salinas la había tentado. Allí podía ir a una fiesta vestida adecuadamente y volver a casa llevando el mismo vestido, en lugar de tener que enrollarlo para meterlo en la bolsa de una silla de montar, cabalgar dieciséis kilómetros, luego desenrollarlo y alisarlo para ponérselo.
Aunque la enseñanza le ocupaba casi todo su tiempo, Olive echaba de menos la vida de ciudad, y cuando el joven que había construido el molino de harina de King City le pidió su mano como era debido, ella lo aceptó bajo la condición de celebrar un noviazgo largo y secreto. Y el secreto era necesario porque, de haberse sabido, hubiera acarreado el consiguiente alboroto entre los jóvenes de la localidad.
Olive no era tan brillante como su padre, pero poseía su sentido del humor, y la fuerte y tenaz voluntad de su madre. Hacía cuanto podía por obligar a ingerir a sus remolones alumnos la mayor cantidad posible de luz y belleza.
Había una muralla de prevención contra la cultura. Los padres querían que sus hijos supiesen leer y contar, y eso era todo. Más saber podía volverlos insatisfechos y caprichosos. Y existían muchos ejemplos que demostraban que la instrucción era la responsable de que un joven dejase la granja para irse a vivir a la ciudad, pues se consideraba superior a su padre. La aritmética suficiente para medir la tierra y la madera y llevar las cuentas; la escritura suficiente para encargar mercancías y escribir a los parientes; la lectura suficiente para poder leer el periódico, los almanaques y los diarios agrícolas, y la música suficiente para las festividades religiosas y patrióticas: a un joven no le hacía falta nada más, si no se quería que se descarriase. La instrucción quedaba reservada para los médicos, los abogados y los maestros, que pertenecían a otra clase que nada tenía que ver con el resto. Había algunos tipos que se apartaban de la regla general, como Samuel Hamilton, al que se le toleraba y se le quería; pero si no hubiese sido también capaz de abrir un pozo, herrar un caballo, o hacer funcionar una máquina trilladora, sabe Dios lo que se hubiera pensado de aquella familia.
Olive se casó con su joven pretendiente y se trasladó, primero, a Paso Robles, después a King City y finalmente a Salinas. Tenía tanta intuición como un gato, y sus acciones se basaban más en sentimientos que en ideas. Poseía el firme mentón de su madre y su naricilla respingona, pero sus hermosos ojos eran los de su padre. Era la más decidida de toda la familia, si exceptuamos a su madre. Su religión la constituían una curiosa mezcla de cuentos de hadas irlandeses y de un Jehová del Antiguo Testamento, al cual, en sus últimos años, confundía con su padre. El cielo era para ella un hermoso rancho en el que moraban los parientes muertos. Anulaba las realidades externas de la naturaleza desagradable por el simple método de no creer en ellas, y cuando una se le resistía, se enfurecía en extremo. Decían de ella que lloró amargamente en una ocasión porque no pudo asistir a dos bailes al mismo tiempo, un sábado por la noche. Uno se celebraba en Greenfield y el otro en San Lucas, a cuarenta kilómetros de distancia uno de otro. El haber asistido a ambos y luego volver a casa hubiera significado una cabalgada de cien kilómetros. Este era un hecho que ella era incapaz de destruir con su método de no creer en él, y por consiguiente lloró de rabia, y terminó por no ir a ninguno de los dos.
Con el paso de los años, desarrolló el método de la dispersión para enfrentarse con hechos desagradables. Cuando yo, su único hijo, tenía dieciséis años, contraje una neumonía, que en aquellos tiempos constituía una enfermedad mortal. Me fui poniendo cada vez peor, hasta que las puntas de las alas de los ángeles rozaban ya mis ojos. Olive empleó aquel método suyo para tratar la neumonía, y dio buen resultado. El ministro de la Iglesia episcopal rezó conmigo pidiendo mi curación; la madre superiora y las monjas del convento cercano me conducían al cielo dos veces por día para hallar alivio a mi dolencia; un pariente lejano, que era conferenciante de la Christian Science, pensaba constantemente en mí. Se emplearon todos los ensalmos, exorcismos y hierbas conocidos, y mi madre contrató a dos enfermeras y a los mejores médicos de la localidad. Su método era muy práctico, y me puse bueno. Trataba a su familia con dulce firmeza, y nos enseñaba a mí y a mis tres hermanas a hacer el trabajo de la casa, a lavar los platos y a hacer la colada, además de inculcarnos buenos modales. Cuando estaba enfadada, tenía una mirada tan terrible, que hasta los peores niños se ponían tan blancos coma una almendra hervida.
Cuando me recobré de mi neumonía, tuve que aprender a caminar de nuevo. Pasé nueve semanas en cama y los músculos estaban relajados y perezosos. Cuando me ayudaron a caminar por vez primera, me dolían todos los nervios, y la herida de mi costado, que había sido abierto para sacar el pus de la cavidad pleural, me dolió horriblemente. Me dejé caer en su pecho, llorando y gritando: