Al este del Edén (21 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—¿Por qué no? Si es un secreto, yo sabría guardarlo.

—Es que no es un secreto mío, ¿comprende usted?

—No, no la comprendo.

Cathy estrechó la mano del joven fuertemente.

—Adam, yo no he perdido nunca la memoria.

—Entonces, ¿por qué dijo usted…?

—Eso es lo que trato de decirle. ¿Quería usted a su padre, Adam?

—Creo que le tenía más respeto que afecto.

—Pues bien, si alguien a quien usted respetase se hallara en un apuro, ¿no haría usted todo lo posible por salvarlo de la destrucción? —Por supuesto.

—Ahí tiene usted lo que me pasa.

—Pero ¿cómo la hirieron?

—Eso forma parte de la historia. Por esa razón no puedo decírselo.

—¿Fue acaso su padre?

—Oh, no. Pero todo está relacionado.

—¿Quiere usted decir que, si me confía quién la hirió, eso puede acarrear consecuencias desagradables para su padre?

Ella suspiró. El mismo acababa de imaginar la historia.

—Adam, ¿querrá usted confiar en mí? —le preguntó.

—Naturalmente.

—Me cuesta mucho pedírselo.

—No, no tiene por qué si está protegiendo a su padre.

—Comprenda usted, es un secreto que no me pertenece. Si no fuese así, se lo diría de inmediato.

—Lo comprendo muy bien. Yo haría lo mismo.

—¡Oh, qué inteligente es usted!

Las lágrimas brotaron de sus ojos. Adam se inclinó hacia ella, y la joven lo besó en la mejilla.

—No se preocupe —dijo él—. Yo la protegeré.

Ella se reclinó en la almohada.

—No creo que pueda.

—¿Qué quiere usted decir?

—Pues que su hermano no me tiene mucha simpatía. Quiere que me vaya de aquí.

—¿Le ha dicho eso?

—Oh, no, tan sólo lo supongo. Él no es tan inteligente como usted.

—Pero tiene buen corazón.

—Desde luego, pero no es tan amable como usted. Y si tengo que irme, el sheriff empezará a hacerme preguntas, y yo me encontraré sola e indefensa.

Adam tenía la mirada perdida en el vacío.

—Mi hermano no puede obligarla a irse. Yo poseo la mitad de esta granja. Tengo mi propio dinero.

—Si él quiere que me vaya tendré que hacerlo. No puedo estropear la vida de usted.

Adam se levantó y salió de la habitación. Se dirigió a la puerta trasera y miró hacia el exterior. Allá a lo lejos, en medio de los campos iluminados por la luz del atardecer, su hermano levantaba piedras de una narria y las apilaba formando un muro. Adam alzó la vista al cielo. Una capa de nubes se extendía por el este. Suspiró profundamente, y sintió cómo se aceleraban los latidos de su corazón. Pareció de pronto oír con más claridad y llegaron hasta sus oídos el cacareo de las gallinas, mezclado con el ulular del viento que recorría la llanura. Oyó unos cascos de caballo en la carretera, y un lejano golpear sobre la madera, que provenía del establo de un vecino. Y todos esos sones se unían para formar una especie de música. Sus ojos parecieron aclararse de pronto también. Empalizada, muros y establos se alzaban en la tarde amarilla y parecían fundirse armónicamente. Todo estaba cambiado. Una bandada de gorriones se abatió en el polvo de la carretera, y se puso a picotear en el suelo, y luego voló como una serpentina retorciéndose en la luz. Adam miró de nuevo a su hermano. Había perdido la noción del tiempo y no sabía el rato que había estado de pie en el umbral.

Pero no había transcurrido mucho tiempo. Charles seguía esforzándose por levantar la misma enorme piedra, y Adam todavía no había lanzado la profunda aspiración que hizo cuando se detuvo el tiempo.

De pronto, la alegría y la pena se mezclaron en su interior, así como el temor y la valentía. Sin darse cuenta, se puso a canturrear sin despegar los labios. Se volvió, atravesó la cocina y se detuvo en el umbral de su dormitorio, mirando a Cathy. Esta le sonreía débilmente, y él pensó: "¡Qué niña es y qué niña tan desvalida!", y una oleada amorosa llenó su espíritu.

—¿Quiere usted casarse conmigo? —le preguntó.

El rostro de la joven se endureció y cerró la mano convulsivamente.

—No tiene que contestarme ahora —prosiguió él—. Quiero que tenga usted tiempo de pensarlo. Pero si se casa conmigo, yo la protegeré. Nadie se atreverá a hacerle daño.

Cathy se repuso en un instante.

—Acérquese, Adam. Siéntese aquí. Ahora, deme su mano. Así, muy bien. —Ella levantó la mano y apoyó el dorso contra su mejilla—. Querido —dijo de pronto—. Querido Adam, usted ha confiado en mí. Ahora, ¿quiere prometerme que no dirá a su hermano que se me ha declarado y que me ha pedido que me case con usted?

—Pero ¿por qué no?

—Quiero que me conceda esta noche para pensarlo. Puede que necesite incluso más de una noche. ¿Lo hará usted? —se llevó la mano a la cabeza—. Ya sabe que me cuesta gran esfuerzo pensar y coordinar mis ideas.

—¿Accederá a casarse conmigo?

—Por favor, Adam. Le ruego que me deje sola para que pueda pensarlo. Se lo ruego.

Él sonrió y dijo con nerviosismo:

—Procure no tardar mucho tiempo. Me siento como un gato encaramado a un árbol del que no puede descender.

—Sólo le pido que me deje pensar. Y además, Adam, usted es muy bueno.

Adam abandonó la casa y se encaminó hacia el lugar en que su hermano se hallaba acarreando piedras.

Cuando él hubo salido, Cathy se levantó de la cama y se dirigió con pasos vacilantes a la cómoda. Se inclinó y contempló su rostro en el espejo. Llevaba todavía la venda sobre la frente. Levantó un borde y descubrió la extremidad de la roja cicatriz. No sólo había decidido casarse con Adam, sino que había tomado ya esta determinación antes de que Adam se lo pidiese. Estaba aterrorizada. Necesitaba protección y dinero, y Adam podía proporcionarle ambas cosas. Además, estaba segura de que podría dominarlo, completamente segura. No le gustaba estar casada, pero en aquellos momentos era la única salida. Sólo había una cosa que le preocupaba: no podía comprender el amor que Adam sentía por ella, un amor que no compartía y que jamás había sentido por nadie. El señor Edwards había conseguido asustarla de verdad. Aquél había sido el único momento de su vida en que una situación se le había escapado de las manos, y juró que eso nunca volvería a suceder. Sonrió al pensar en lo que diría Charles. Sentía una especie de camaradería con respecto a éste, y no le importaban las sospechas que él pudiese tener.

5

Charles se incorporó al aproximarse Adam. Apoyó las manos sobre los riñones y se frotó los cansados músculos.

—¡Por Dios, cuánta piedra! —exclamó.

—Un camarada del ejército me aseguró que en California hay valles donde no se encuentra ni una piedra en kilómetros a la redonda.

—Pero habrá otras cosas —dijo Charles—. No creo que exista ninguna granja sin algo malo. Allá en el Medio Oeste hay langosta y, en otras partes; tornados. Comparado con esto, ¿qué son unas cuantas piedras?

—Sí, tienes razón, Charles. He pensado que podría echarte una mano.

—Eres muy amable. Creía que te ibas a pasar el resto de tu vida haciendo manitas con ésa. ¿Cuánto tiempo va a quedarse?

Adam estaba a punto de comunicarle su decisión, pero el tono de la voz de Charles le hizo cambiar de opinión.

—Oye —dijo Charles—. Hace poco pasó por aquí Alex Platt. Nunca creerás lo que le ha sucedido. Ha encontrado una fortuna.

—¿Qué quieres decir?

—¿Te acuerdas de ese lugar de su propiedad donde se alza un grupo de cedros? Si., hombre, junto a la carretera vecinal.

—Sí, ya sé. ¿Qué ha pasado?

—Alex caminaba entre aquellos árboles y el muro de piedra. Estaba cazando conejos, cuando encontró una maleta repleta de ropa de hombre, todo muy bien ordenado y de calidad. Sin embargo, las prendas estaban empapadas por la lluvia, como si llevasen allí cierto tiempo. Y había también una caja de madera con cerradura; cuando la descerrajó, halló que contenía cerca de cuatro mil dólares. Además, encontró un monedero, pero estaba vacío.

—¿No tenía nombre, o algo?

—Eso es lo raro; ningún nombre, ni en los vestidos ni en la maleta, pues faltaban todas las etiquetas. Parece como si el propietario no quisiera ser descubierto.

—¿Piensa Alex quedarse con ello?

—Lo llevó al sheriff y éste anunciará el hallazgo, y si no aparece nadie a reclamarlo, Alex se quedará con él.

—Seguro que aparecerá alguien.

—Así lo creo, pero no se lo he dicho a Alex. No puedes imaginarte lo contento que está. Es curioso que no hubiese etiquetas, y no porque las hubiesen arrancado, sino porque jamás las hubo.

—Eso es mucho dinero —observó Adam—. Alguien lo reclamará.

—Alex y su mujer están pendientes.

Charles se calló. Al cabo de un momento prosiguió:

—Adam, tenemos que hablar. Toda la comarca es un puro rumor.

—¿Acerca de qué? ¿Qué quieres decir?

—¡Diablo, sobre esa chica! Dos hombres no pueden tener una muchacha en su casa. Alex dice que las mujeres del pueblo están muy irritadas. Adam, no podemos tenerla aquí, en nuestra casa. Recuerda que gozamos de muy buena reputación.

—¿Quieres que la eche a la calle antes de que esté restablecida?

—Lo que quiero es que te libres de ella y que busques la manera de que se vaya. Esa joven no me gusta.

—Nunca te ha gustado.

—Ya lo sé. No me inspira confianza. Hay alga raro. No sé qué es, pero no me gusta. ¿Cuándo piensas decirle que se marche?

—Hagamos una cosa —dijo Adam lentamente—. Dale una semana más, y luego te prometo hacer algo.

—¿Me lo prometes?

—Sí, te lo prometo.

—Bueno, eso ya es algo. Se lo comunicaré a la mujer de Alex. Ella se encargará de que la noticia corra por todo el pueblo. ¡Por Dios, qué ganas tengo de disponer de la casa otra vez para nosotros solos! Supongo que todavía no ha recuperado la memoria, ¿eh, Adam?

—No —replicó Adam.

6

Cinco días más tarde, aprovechando que Charles había ido a comprar forraje para el ganado, Adam acercó la calesa a la escalinata de la cocina. Ayudó a subir a Cathy, le envolvió las piernas con una manta y le echó otra sobre los hombros. Se dirigió después al juzgado comarcal, donde un juez de paz los unió en matrimonio.

Charles estaba en casa cuando ambos volvieron. Los miró hoscamente cuando los vio entrar en la cocina.

—Creí que te la habías llevado para ponerla en el tren —dijo.

—Nos hemos casado —le anunció Adam sin preámbulos. Cathy sonrió a Charles.

—¿Qué dices? ¿Que os habéis casado?

—¿Y qué hay de extraño en ello? ¿Es que un hombre no puede casarse?

Cathy se dirigió a toda prisa al dormitorio y cerró la puerta tras de sí. Charles comenzó a desbarrar:

—No vale absolutamente nada. Es una prostituta.

—¡Charles!

—Te repito que no es más que una prostituta de baja estofa. Yo no le confiaría ni un centavo. ¡Valiente perra!

—¡Basta, Charles! ¡Basta, te digo! Cierra tu maldita boca y deja de insultar a mi esposa.

—Es tan esposa tuya como un gato vagabundo.

—Me parece que tienes celos, Charles. A lo mejor, querías casarte tú con ella.

—Pero ¡hombre!, ¿te has vuelto loco? ¡Yo, celoso! ¡Lo que no quiero es vivir bajo el mismo techo que ella!

Adam replicó lisa y llanamente:

—No te obligaré a ello. Nos iremos juntos. Puedes darme mi parte, si lo crees conveniente, y quedarte con la granja. Siempre lo deseaste, ¿no es eso? Pues por mí, púdrete en ella.

La voz de Charles se hizo más suave.

—Todavía estás a tiempo de librarte de ella. Escúchame, Adam: échala de aquí. Esa mujer arruinará tu vida, Adam, te la destruirá completamente.

—¿Cómo sabes tanto acerca de ella?

—No lo sé —dijo Charles, con la mirada perdida en el vacío, y permaneciendo luego silencioso.

Adam ni siquiera le preguntó a Cathy si quería ir a cenar a la cocina. Llevó dos bandejas al dormitorio y se sentó junto a ella.

—Nos vamos —dijo.

—Déjame que me vaya yo sola. Por favor, déjame. No quiero que tú y tu hermano os odiéis por mi causa. ¿Por qué me odiará de ese modo?

—Creo que está celoso.

La joven entornó los ojos.

—¿Celoso?

—Eso es lo que me parece. No tienes que preocuparte. Nos iremos y nos dirigiremos a California.

—Yo no quiero ir a California —respondió con suavidad.

—Tonterías. Es un lugar muy bonito, donde siempre hace sol y el paisaje es muy hermoso.

—No quiero ir a California.

—Eres mi esposa —la reprendió con suavidad—. Quiero que vengas conmigo.

Ella permaneció silenciosa y no volvió a insistir.

Oyeron a Charles marcharse dando un portazo.

—Le vendrá bien. Siempre que se emborracha, después se siente mejor —afirmó Adam.

Cathy se miró los dedos, bajando modestamente los ojos.

—Adam, no podré ser tu esposa del todo hasta que me sienta bien —le dijo.

—Ya lo sé —repuso él—. Lo comprendo. Esperaré.

—Pero yo quiero que estés a mi lado. Tengo miedo de Charles. Me odia tanto…

—Pondré un catre a tu lado. De ese modo, podrás llamarme si tienes miedo. Sólo tendrás que extender el brazo y tocarme.

—¡Qué bueno eres! —respondió ella—. ¿No podríamos tomar el té?

—Claro, nos sentará bien.

Trajo las tazas humeantes y después fue en busca del azucarero. Aproximó la silla a la cama y se sentó.

—Está bastante cargado. ¿Demasiado para ti?

—Me gusta fuerte.

El apuró su taza.

—¿No te parece que tiene un gusto raro? —preguntó.

La joven se llevó la mano a la boca.

—¡Oh, déjame probarlo! —mojó sus labios en la bebida—. ¡Adam —gritó—, te has equivocado de taza! Esta era la mía! Contenía la medicina que tengo que tomar.

Él se pasó la lengua por los labios.

—No creo que me haga daño.

—No, desde luego —lanzó una pequeña risita—. Me parece que no tendré que llamarte esta noche.

—Qué quieres decir?

—Pues que te has bebido mi somnífero. A lo mejor, te costará despertarte.

Adam empezó a sumirse en un pesado sopor producido por el opio, a pesar de sus esfuerzos por permanecer despierto.

—¿Te ha dicho el médico si tenias que tomar mucha cantidad? —preguntó con voz pastosa.

—Ya veo que no estás acostumbrado —dijo la joven.

Charles volvió a las once. Cathy le oyó andar de puntillas y entrar en su habitación. Una vez allí se despojó de sus ropas y se metió en la cama. Ya acostado, gruñó y dio varias vueltas buscando una posición cómoda, pero de pronto abrió los ojos. Cathy estaba de pie junto a su lecho.

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