—¿Por qué no espera usted abajo? —le sugirió.
—¿Está bien?
—Sí. Lo llamaré enseguida.
Adam acarició el hombro de Cathy, y ésta le sonrió.
El doctor Tilson cerró la puerta tras de él y volvió junto al lecho, con el rostro rojo de ira.
—¿Por qué ha hecho usted eso?
La boca de Cathy no era más que una línea dura.
—¿Sabía su esposo que estaba usted encinta?
Ella movió negativamente la cabeza.
—¿Con qué lo ha hecho usted?
Ella lo miró sin responder.
El médico paseó la mirada por la estancia. Se dirigió al tocador, y tomó una aguja de hacer calceta. Volvió junto a ella y la agitó ante su rostro.
—¡Qué criminal! ¡Qué gran pecado! —le dijo—. Está usted loca. Por poco se mata, y no ha conseguido por eso perder a su hijo. Supongo que habrá tomado algún potingue, que habrá tratado de envenenarse ingiriendo alcanfor, petróleo o pimentón. ¡Por Dios! ¡Pero qué cosas se les llegan a ocurrir a las mujeres!
Los ojos de la joven eran tan fríos como el hielo.
El médico acercó una silla a la cabecera.
—¿Por qué no quiere tener un niño? —le preguntó con dulzura—. Tiene usted un esposo excelente. ¿Es que no le quiere? ¿No quiere decírmelo? ¡Le exijo que me hable! ¡No sea usted terca como una mula!
Pero ella no movió los labios ni pestañeó.
—Querida señora —prosiguió. ¿Es que no comprende? No le está permitido destruir la vida. Es lo único que me saca de quicio. Dios sabe que he perdido algún paciente porque no me lo dijeron todo. Pero por lo menos, hago siempre todo cuanto está en mi mano, siempre. Y ahora me encuentro con un asesinato.
El médico hablaba rápidamente. Temía el ominoso silencio que se formaba entre frase y frase. Aquella mujer le desconcertaba. Tenía algo de inhumano.
—¿No conoce usted a la señora Laurel? Lo daría todo por tener una criatura; y en cambio usted trata de deshacerse de la suya con una aguja de hacer calceta. Muy bien —gritó desesperado—. Ya veo que no quiere usted hablar, pero tampoco es necesario que lo haga. Sin embargo, voy a decirle una cosa: el niño está a salvo y usted no se ha salido con la suya. Y además, le aseguro que tendrá ese hijo. ¿Sabe usted cuáles son las leyes de este estado contra el aborto? ¡No es necesario que me conteste! Limítese a escucharme. Si esto vuelve a ocurrir, si usted pierde a su hijo y yo tengo la más mínima sospecha de que ha sido intencionado, la denunciaré, testificaré contra usted y conseguiré que la castiguen. Ahora espero que será lo suficientemente juiciosa para hacerme caso, porque hablo muy en serio.
Cathy se humedeció los labios con la punta de la lengua. La fría expresión desapareció de sus ojos, y la reemplazó por una mirada cargada de tristeza.
—Lo siento —dijo—. Lo lamento mucho. Pero usted no lo comprende.
—Entonces, ¿por qué no me lo cuenta? —la ira del médico desapareció como por ensalmo—. Cuéntemelo, querida.
—Es difícil. Adam es tan bueno, tan sano. Verá usted, tengo epilepsia.
—¡Imposible, usted no puede tenerla!
—Yo no, pero sí la tuvieron mi abuelo, mi padre y mi hermano. Se cubrió los ojos con las manos.
—No puedo hacerle esto a mi marido.
—¡Pobre niña! —dijo el médico—. ¡Pobrecilla! Pero usted no puede estar segura. Es más que probable que su hijo sea sano y hermoso. ¿Me promete usted que no intentará más trucos?
—Sí.
—Muy bien, pues. No le contaré nada a su marido. Ahora, descanse y déjeme ver si la hemorragia ha cesado.
A los pocos minutos cerraba su maletín y metía la aguja de hacer calceta en su bolsillo.
—Vendré a verla mañana por la mañana —dijo al despedirse.
Adam se precipitó a su encuentro cuando bajó por la estrecha escalera que conducía al vestíbulo. El doctor Tilson tuvo que soportar un aluvión de preguntas acerca del estado de Cathy, de la causa de la hemorragia y otras por el estilo.
—No se preocupe, no se preocupe —le atajó, y entonces empleó su treta, el chiste que nunca fallaba—: Su esposa está enferma.
—Doctor…
—Tiene la única enfermedad buena que existe en este mundo.
—¿Qué?
—Está embarazada.
Dejó a Adam boquiabierto, y salió a toda prisa.
Tres hombres sentados al lado de la estufa le sonrieron. Uno de ellos, observó secamente:
—Si yo estuviese en su lugar, invitaría a un par de amigos a tomar unas copas.
Pero la insinuación cayó en saco roto. Adam subía ya los escalones de tres en tres.
La atención de Adam se vio atraída por el rancho Bordoni, situado a pocos kilómetros al sur de King City, y casi a mitad de camino entre esta ciudad y San Lucas.
Los Bordoni conservaban trescientas sesenta hectáreas de una antigua concesión de diez mil que la Corona española había otorgado al bisabuelo de la señora Bordoni. Los Bordoni eran suizos, pero la señora Bordoni era hija y heredera de una familia española que se estableció en el valle Salinas en época muy temprana. Y como suele ocurrir con la mayoría de las viejas familias, la tierra fue mermando poco a poco. Parte de ella se perdió en el juego, otra, chupada por los impuestos, y lo demás, troceada como una tarta para poder comprar algunos lujos; un caballo, un diamante o una mujer bonita. Las trescientas sesenta hectáreas restantes formaban el núcleo de la concesión originaria de Sánchez, y eran también las mejores. Se extendían a ambas orillas del río y ascendían por las laderas del monte en ambas vertientes, porque en este punto el valle se estrecha para después abrirse más adelante. La primitiva casa de Sánchez todavía era habitable. Construida de adobe, se alzaba en un pequeño rellano en la ladera, formando un valle en miniatura, regado por un precioso y constante manantial de agua dulce; por eso Sánchez escogió este lugar para establecerse. Corpulentos robles daban sombra al valle, y la tierra poseía una riqueza y un verdor excepcionales en esta parte de la comarca. Los muros de la achaparrada mansión tenían más de un metro de espesor, y las vigas redondas habían sido sujetadas con tiras de cuero mojadas, que al secarse se contrajeron y unieron fuertemente las vigas sobre sus soportes. Las tiras de cuero se volvieron tan duras como el hierro y casi tan duraderas. El único inconveniente de este sistema es que las ratas roerán las tiras si se les permite hacerlo.
La vieja casa parecía haber brotado de la tierra y era realmente encantadora. Bordoni la empleaba como establo para las vacas. Era un suizo, un inmigrante, dominado por la pasión nacional de la limpieza. No le gustaban las gruesas paredes de barro y se construyó una casa de madera a cierta distancia, mientras sus vacas asomaban la cabeza por las profundas ventanas de la vieja casa de Sánchez.
Los Bordoni no tenían hijos, y cuando la esposa murió ya en la madurez, se apoderó del viudo una profunda nostalgia por sus pastos alpinos. Sintió deseos de vender el rancho y de volver a su país. Adam Trask no quiso comprarlo con prisas, y Bordoni por su parte le pedía un precio muy elevado, utilizando el viejo sistema de aparentar que lo mismo le daba vender como que no. Pero Bordoni sabía que Adam acabaría comprándose las tierras mucho antes de que éste se decidiese a hacerlo.
Adam quería escoger un lugar del que ni él ni su futuro hijo tuviesen que moverse jamás. Temía comprar unas tierras y luego ver otras que le gustasen más, pero la posesión de Sánchez lo atraía cada vez con mayor fuerza. Después de su unión con Cathy, la vida se extendía larga y placentera ante él. Pero no dejaba de tomar todas las precauciones posibles. Recorrió todos los rincones de la comarca en coche, a caballo y a pie. Hizo calas en el terreno para comprobar, palpar y oler la tierra del subsuelo. Hizo preguntas acerca de las pequeñas plantas silvestres de los campos, de la orilla del río y de los montes. En lugares húmedos, se arrodilló para examinar los rastros de la caza sobre el fango, ya fuesen jaguares o ciervos, coyotes o gatos monteses, mofetas o mapaches, comadrejas o conejos, entremezclados con las huellas de codornices. Se deslizó entre los sauces, los sicómoros y los zarzales repletos de moras negras en el lecho del río, golpeó los troncos de los robles corpulentos y enanos, los laureles y los madroños.
Bordoni lo observaba de reojo, y le servía vasos de vino tinto procedente de su pequeña viña de la ladera del monte. A Bordoni le gustaba emborracharse un poco todas las tardes. Y a Adam, que nunca había probado el vino, comenzó a gustarle.
Una y otra vez preguntaba a Cathy qué opinión le merecía aquel lugar. ¿Le gustaba? ¿Se sentiría feliz allí? Pero ni siquiera escuchaba sus respuestas evasivas; estaba convencido de que ella compartía su entusiasmo. En el vestíbulo del hotel de King City, Adam hablaba con los hombres reunidos en torno a la estufa y leía los periódicos que le enviaban de San Francisco.
—Es el agua lo que me preocupa —dijo una noche—. Me pregunto a qué profundidad hay que llegar para abrir un pozo.
Un ranchero cruzó sus huesudas piernas.
—Tendría usted que ir a ver a Sam Hamilton —le contestó—. Sabe más acerca del agua que todos los demás juntos. Es zahorí y además abre pozos. Él se lo dirá. Ha abierto casi la mitad de los pozos de esta parte del valle.
Su compañero sonrió y dijo:
—Sam tiene una razón muy comprensible para sentir tanto interés por el agua. En sus tierras no hay ni una maldita gota.
—¿Dónde podré encontrarlo? —preguntó Adam.
—Tengo que ir a verle para que me haga algunos ángulos. Acompáñeme, si quiere. Le gustará el señor Hamilton. Es un hombre magnífico.
—Es una especie de genio cómico —dijo su compañero.
Adam se montó en el carro de Louis Lippo y ambos se dirigieron al rancho de Hamilton. Los flejes de hierro repiqueteaban en el pescante y una pata de venado, envuelta en arpillera húmeda para mantenerla fresca, saltaba y brincaba colgada de un gancho. Era costumbre en aquella época llevar algún regalo sustancial de alimento cuando se visitaba a alguien, porque había que quedarse a comer, a menos que se quisiera hacer una afrenta a la casa. Pero unos cuantos invitados podían desbaratar el presupuesto de una semana, si no se preocupaban de reponer lo que consumían. Un pernil o un solomillo constituían una aportación suficiente. Louis llevaba el venado, y Adam contribuía con una botella de whisky.
—Permítame darle un consejo —dijo Louis—. Al señor Hamilton le gustará el whisky, pero en lo que se refiere a la señora, no le hará la menor gracia. Si yo fuese usted, lo dejaría debajo del asiento, y cuando vayamos a la herrería, entonces lo saca. Eso es lo que hacemos siempre.
—¿No permite a su marido tomar un trago?
—Un sorbo de pajarillo de vez en cuando —fue la respuesta—. Pero sus opiniones son inalterables. Es mejor que esconda la botella debajo del asiento.
Dejaron la carretera del valle y penetraron en un camino que pasaba por entre las colinas gastadas y llenas de surcos, metiéndose por una intrincada red de roderas ahondadas por las lluvias invernales. Los caballos tiraban con esfuerzo y el coche se bamboleaba y traqueteaba. Aquel año no había sido muy bueno en las colinas, y habiendo llegado ya junio, la tierra estaba seca y asomaban las piedras entre los pastos esmirriados y requemados. La avena silvestre apenas se dejaba ver por encima del suelo, como si supiese que, si no sembraban enseguida, ya no podrían hacerlo.
—No es una zona muy agradable —comentó Adam.
—¿Agradable? Mire usted, señor Trask, es una tierra capaz de acabar con las fuerzas de un hombre y de aniquilarlo por completo. ¡Agradable! El señor Hamilton tiene una propiedad bastante considerable y podría haberse muerto de hambre en ella con todos sus hijos. El rancho no da lo suficiente para alimentarlos a todos, y él se ve obligado a hacer toda clase de trabajos; por suerte para él, sus hijos ya empiezan a ganarse el pan por sí mismos. Es una familia magnífica.
Adam observó una línea oscura de mezquites que asomaban por un barranco.
—¿Qué le impulsó a establecerse en un lugar como éste?
A Louis Lippo, como a la mayoría de la gente, le encantaba dar su propia versión de los hechos, especialmente si se trataba de un forastero y no había ningún lugareño presente para llevarle la contraria.
—Yo se lo diré —dijo—. Míreme a mí, por ejemplo. Mi padre era italiano. Vino aquí después de la guerra, pero trajo algo de dinero. El lugar donde yo vivo no es muy grande, pero es hermoso; fue mi padre quien lo compró, escogiéndolo cuidadosamente. Y ahora, mírese usted. Ignoro cuál es su situación económica, y no me importa saberlo, pero dicen que trata de comprar la vieja propiedad de Sánchez, aunque Bordoni no ha dejado traslucir nada. Usted debe de estar en una posición muy desahogada, o de lo contrario jamás me hubiera hecho esa pregunta.
—Sí, no estoy del todo mal —dijo Adam modestamente.
—Se lo voy a explicar todo desde el principio —dijo Louis—. Cuando los Hamilton llegaron al valle, no tenían donde caerse muertos. Tuvieron que conformarse con lo único que quedaba: tierras del gobierno que nadie quería. Diez hectáreas de este terreno no pueden mantener a una vaca, ni aun en los buenos años, y dicen que en los años malos lo abandonan incluso los coyotes. Hay gente que dice que no puede comprender cómo se las apañaban los Hamilton para subsistir. Pero la verdad es que el señor Hamilton se puso a trabajar enseguida, y gracias a eso sobrevivieron. Trabajó como jornalero hasta que tuvo terminada su máquina trilladora.
—Pues ha debido de tener mucho éxito. He oído hablar de él por todas partes.
—Ya lo creo. Ha criado nueve hijos. Apostaría que no ha ahorrado ni cinco centavos. ¿Cómo hubiera podido?
Un lado del carricoche se elevó, pasó por encima de una gran piedra redonda, y volvió a caer. Los caballos estaban sudorosos y cansados.
—Me gustará hablar con él —afirmó Adam.
—Tiene usted que saber, señor, que ha criado una familia muy buena; sus hijos son todos excelentes muchachos, y los ha educado muy bien. Trabajan mucho, si exceptuamos, quizás, a Joe. Es el menor, y hablan de enviarlo al colegio. Pero los demás son muy laboriosos. El señor Hamilton puede sentirse orgulloso de ellos. La casa está al otro lado de esta escarpadura. No olvide lo que le he dicho, y no saque ese whisky, o de lo contrario ella le haría una acogida glacial.
La tierra reseca latía bajo el sol, y las cigarras emitían su monótono canto.
—Es una tierra realmente abandonada de la mano de Dios —observó Louis.