Al este del Edén (27 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Deseaba también tener una despensa abundantemente provista. Lee, su cocinero chino de larga coleta, hizo un viaje especial a Pájaro para comprar las cacerolas y marmitas, peroles, cubos, jarras y la vajilla y cristalería necesarias para el servicio de la casa. Se estaba construyendo una nueva pocilga bastante alejada de la casa y a sotavento, y contiguos a ella, unos gallineros y una perrera donde se alojarían los canes que tenían que mantener a raya a los coyotes. Todo aquello requería su tiempo, y Adam sabía que no podía tener prisa. Los obreros trabajaban con parsimonia y lentitud. Las obras llevaban su tiempo, y Adam quería que estuviesen bien hechas. Inspeccionaba la menor ensambladura y estudiaba las muestras de pintura sobre una paleta. En un rincón de su cuarto se amontonaban los catálogos de maquinaria, herramientas, semillas y árboles frutales. Ahora se alegraba de que su padre le hubiera dejado una fortuna. En su mente, una sombra se cernía sobre sus recuerdos de Connecticut. Quizá la dura y brillante luz del oeste acabaría por borrar todo vestigio del lugar de su nacimiento. Cuando volvía a pensar en la casa paterna, en la granja, en su pueblo, en el rostro de su padre, todo le parecía medio sumido en las tinieblas. Y alejó de sí aquellos recuerdos.

Temporalmente instaló a Cathy en la blanca y limpia casa de Bordoni, donde quería que esperase la terminación de las obras y el nacimiento de su hijo. No había la menor duda de que el niño nacería mucho antes de que la casa estuviese lista. Pero Adam no tenía prisa.

—Quiero que sea sólida —indicaba una y otra vez a los operarios—. Quiero que dure. Emplead clavos de cobre y maderas duras; no quiero nada que pueda pudrirse o enmohecerse.

No sólo era él quien sentía tal preocupación por el futuro. Todo el valle, todo el oeste, compartía este sentimiento. Era una época en la que el pasado perdió su dulzura y su savia. Había que andar mucho antes de encontrar a un hombre, y éste siempre sería muy viejo, que añorase los dorados años del pasado. Los hombres se sentían asentados y cómodos en el presente, a pesar de lo duro y estéril, pero constituía un escalón hacia un futuro fantástico. Era raro no encontrar a dos o tres hombres en un bar, o a una docena correteando por el campo tras el venado, y que no apareciese como tema de sus conversaciones el futuro del valle, impresionante en su grandeza, y no como una simple conjetura, sino como una absoluta certeza.

—Ya llegará, ¿quién sabe? Quizá lo veamos —solían decir.

Y las gentes descubrían una felicidad en el futuro proporcional a su penuria actual. Por ejemplo, un hombre podía bajar a su familia, desde un rancho en las montañas, en un carromato, una especie de enorme cajón clavado encima de unos travesaños de roble con ruedas, que saltaba y traqueteaba sobre las pedregosas colinas. Sobre la paja que había en el interior del armatoste, su esposa aseguraba a sus hijos para evitar que, con el traqueteo de las ruedas al saltar sobre las piedras, se partiesen los dientes o se mordiesen la lengua. Y el padre azuzaba los caballos y pensaba: «Cuando abran carreteras será fantástico. Podremos ir montados en un birlocho, contentos y felices, y estaremos en King City en tres horas ¡Qué más se puede desear en este mundo?».

O tomemos a un hombre que está contemplando su robledal, de madera tan dura como el carbón, y que calienta más, la mejor madera para combustión del mundo. Puede que en el bolsillo lleve un periódico con un anuncio que diga: CUERDA DE LEÑA DE ROBLE A DIEZ DÓLARES POR CUERDA, EN LOS ÁNGELES. «¡Qué diablos!», piensa el hombre. «Cuando se tienda un ramal del ferrocarril por aquí, podré talarlos, partirlos y llevarlos junto a la vía por un dólar y medio la cuerda. Lleguemos incluso a suponer que el Southern Pacific me impondrá un recargo de tres cincuenta por el transporte. Pero, aun en ese caso, me quedan cinco dólares por cuerda, y sólo en este pequeño robledal hay tres mil cuerdas, lo que viene a ser unos quince mil dólares limpios.»

Había otros que se dedicaban a profetizar, con rayos de esperanza iluminando sus frentes, sobre las acequias que algún día distribuirían el agua por todo el valle «¿quién sabe?, puede que lleguemos a verla», o sobre los profundos pozos, provistos de motores de vapor, que harían subir el agua de las mismas entrañas del mundo: «¿Os imagináis? ¡Pensad sólo en lo que produciría esta tierra si llegara a tener agua suficiente! Sería un vergel».

Otro hombre, pero éste estaba chiflado, decía que algún día habría un medio, acaso el hielo, o acaso cualquier otra cosa, para llevar un melocotón como éste que tengo en la mano así de fresco hasta Filadelfia.

En los pueblos hablaban de alcantarillas y de retretes interiores, que algunos ya poseían; de arcos voltaicos para las esquinas —en Salinas ya los había—, y de teléfonos. No había ningún límite, ninguna frontera ante este futuro. Todo sería de tal manera que los hombres no sabrían dónde guardar su felicidad. La alegría inundaba el valle, como el río Salinas en el mes de marzo de un año en que la crecida alcanzaba casi el metro.

Contemplaban el valle llano, reseco y polvoriento, y los pueblos feos que habían crecido como hongos, y hasta les encontraban cierto encanto —¿quién sabe?, puede que lleguemos a verlo—. Esta es una de las razones que impiden que nos riamos de Samuel Hamilton. El permitía que su mente vagase de un modo más delicioso que las de los demás, y ello no pareció tan estúpido cuando se supo lo que estaban haciendo en San José. Cuando Samuel se fue al otro mundo, se preguntaba si la gente sería feliz cuando todo esto llegase.

¿Feliz? Ahora él ya está en el otro mundo. Déjennos hacer y les mostraremos la felicidad.

Y Samuel recordaba haber oído hablar de un primo de su madre, en Irlanda, un caballero rico y apuesto, pero que a pesar de ello se pegó un tiro, tendido en un lecho de seda junto a la mujer más hermosa del mundo, que además lo amaba.

—Existe una capacidad de apetito —decía Samuel— que ni un pastel tan grande como el mundo y el cielo sería capaz de satisfacer.

Adam Trask reservaba para el futuro algunas de sus mayores alegrías, pero en el presente también hallaba satisfacciones. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta cuando vio a Cathy sentada al sol, muy tranquila, con la tripa bastante abultada, y con una tez tan transparente que le hacía pensar en los ángeles de las estampas de la Escuela Dominical. Luego, una leve brisa movía su cabello resplandeciente, o bien ella levantaba los ojos, y Adam sentía una sensación tan deliciosa en su pecho, que estaba cercana al dolor.

Si Adam descansaba sobre sus tierras como un gato suave y ahíto, Cathy también tenía algo de felina. Poseía la cualidad inhumana de abandonar lo que no podía obtener y de esperar aquello que podía conseguir. Y ello le reportaba grandes ventajas. Su embarazo fue un accidente. Cuando su intento de aborto resultó fallido y el doctor la amenazó, abandonó aquel método. Eso no quiere decir que se reconciliase con el embarazo. Lo soportó como se soporta una enfermedad. Su matrimonio con Adam fue lo mismo. Se sentía acorralada y tomó el mejor camino para escapar. Ella tampoco había querido ir a California, pero por el momento no tenía otra opción. Igual que un tierno infante, había aprendido a ganar aprovechando el ímpetu de su antagonista. Le era imposible vencer a un hombre, pero muy fácil controlarlo. Muy pocas personas en este mundo se hubieran dado cuenta de que Cathy no deseaba estar donde estaba y en aquellas condiciones. Se acomodó a su situación y esperó el cambio que sabía que llegaría algún día. Cathy poseía la única cualidad necesaria para ser un gran criminal con éxito: no confiaba en nadie, ni hacía confidencias. Era absolutamente hermética. Es probable que ni siquiera echase un vistazo a la reciente propiedad de Adam o a la casa en construcción, o que descabalara en su mente los ambiciosos planes de su marido, porque no tenía intención de vivir allí una vez que su embarazo hubiese pasado y la trampa se hubiese abierto. Pero siempre respondía adecuadamente a las preguntas de su marido; hacer lo contrario hubiera sido malgastar palabras y energía, algo extraño a un buen gato.

—Mira, querida, qué situación tan espléndida tiene la casa, con las ventanas orientadas hacia el valle. Tal vez parecerá una locura, pero me esfuerzo por imaginarme lo que el viejo Sánchez hizo cien años atrás. ¿Cómo sería entonces el valle? Debió de planearlo todo muy cuidadosamente. ¿Qué te parece? ¿Tenía cañerías? Pues sí, las tenía, de pino rojo, construidas de troncos perforados o ahuecados al fuego. Con ellos hacía venir el agua del manantial. Al cavar por ahí, han aparecido algunos trozos.

—Es muy notable —comentó ella—. Debió de ser un hombre inteligente.

—Me gustaría saber más cosas de él. Por la situación que escogió para la casa, por los árboles que plantó, por la forma y proporciones de su mansión, debió de tener algo de artista.

—Era español, ¿no es verdad? He oído decir que los españoles son buenos artistas. Recuerdo que en la escuela me hablaron de un pintor; pero no, éste era griego.

—Me gustaría saber dónde podría averiguar algo acerca del viejo Sánchez.

—Alguien lo sabrá.

—Todo lo planeó y construyó él, y ese Bordoni guardaba las vacas en su casa. ¿Sabes, Cathy, qué es lo que más me gustaría saber?

—¿Qué, Adam?

—Pues si tenía una Cathy, y cómo era.

Ella sonrió y apartó la mirada.

—¡Qué cosas dices!

—¡Debió de tenerla! Debió de tenerla. Yo nunca tuve energía ni interés por nada, ni…, bueno, ni tampoco un gran deseo de vivir, antes de conocerte.

—Adam, haces que me sonroje. Ten cuidado, hombre. No me empujes, que me haces daño.

—Lo siento, soy tan zafio.

—No, no lo eres. Lo que pasa es que no piensas. ¿Crees que tendría que estar haciendo calceta o cosiendo? ¡Estoy tan bien sentada sin hacer nada!

—Compraremos todo lo que nos haga falta. Tú siéntate y descansa. Supongo que, en cierto sentido, trabajas más que ninguno de los que están aquí. Pero el premio…, el premio es maravilloso.

—Adam, me temo que la cicatriz de mi frente no desaparecerá.

—El doctor dijo que lo haría a su debido tiempo.

—Sí, a veces parece como si se desvaneciese, pero luego vuelve a aparecer. ¿No te parece que hoy está más oscura que nunca?

—Pues no, la verdad.

Pero si lo estaba. Parecía una enorme mancha, hecha con el pulgar, con la piel muy arrugada. Él acercó su dedo y ella echó la cabeza hacia atrás.

—No me toques —dijo—. Es muy sensible al tacto. Se vuelve roja cuando se la toca.

—Ya desaparecerá. Requiere cierto tiempo, eso es todo.

Ella sonrió cuando él se volvió, pero cuando observó que se alejaba, sus ojos se tomaron inexpresivos y su mirada vagó en el vacío. Constantemente cambiaba de posición. El niño se movía. Por último, relajó todos sus músculos y descansó, esperando.

Lee se aproximó al lugar donde ella estaba sentada en el sillón, bajo el roble más corpulento.

—¿La señola quiele té?

—No…, sí, tráelo.

Escrutó con una penetrante mirada el rostro del chino, pero no pudo atravesar el castaño oscuro de sus ojos. Aquel hombre la ponía nerviosa. Cathy había podido siempre penetrar en la mente de cualquier hombre y discernir sus impulsos y sus deseos. Pero el cerebro de Lee la repelía y la hacía rebotar como si fuese de goma. El rostro del chino era enjuto y de facciones agradables. Su frente ancha, firme y sensible, y sus labios plegados en una perpetua sonrisa. Su coleta larga, negra y trenzada, atada al extremo con una pequeña cinta de seda negra, colgaba sobre su hombro, y se movía rítmicamente sobre su pecho. Cuando hacía trabajos pesados, se enrollaba la coleta sobre la cabeza. Llevaba unos estrechos pantalones de algodón, unas zapatillas negras sin tacón y una túnica china recamada. Con mucha frecuencia metía las manos en sus mangas, como si temiese exhibirlas, según la costumbre china de la época.

—Ahola tlaigo la mesita —dijo; se inclinó ligeramente y se marchó.

Cathy lo siguió con la mirada y frunció el ceño. No es que tuviese miedo de Lee, pero le incomodaba su presencia. Sin embargo, era un sirviente bueno y respetuoso; el mejor. ¿Qué daño podía causarle?

2

El verano avanzaba y el río Salinas se ocultó bajo tierra o formó charcos verduscos bajo las escarpadas orillas. El ganado pasaba el día amodorrado a la sombra de los sauces, y sólo se movía por la noche para ir a pastar un poco. La hierba adquirió un tono amarillento. El viento, que inevitablemente soplaba todas las tardes valle abajo, levantaba nubes de polvo que formaban una especie de niebla y se elevaban en el cielo, casi hasta alcanzar la cumbre de las montañas. El rastrojo de la avena silvestre surgía como negras cabecitas allí donde la tierra era aventada. Por toda la superficie incesantemente barrida, las pajuelas y las ramitas revoloteaban hasta que algún árbol las detenía, y el viento arrastraba, incluso con violencia, pequeños guijarros.

Fue entonces cuando se pudo comprender por qué el viejo Sánchez había edificado su casa en aquella pequeña cañada: estaba al abrigo del viento y del polvo, y el manantial, si bien disminuía de caudal, todavía vertía un hilillo de agua clara y fresca. Pero Adam, contemplando aquellas tierras secas y ensombrecidas por el polvo, sintió el pánico que el hombre del este siempre experimenta, al principio, en California. En Connecticut, si en verano pasan dos semanas sin llover, se dice que el tiempo está seco, y si son cuatro, ya se considera una sequía. Si el campo no está verde, se considera agonizante. Pero en California no suele llover entre finales de mayo y primeros de noviembre. Al hombre del este, aunque se le haya advertido, le parece que la tierra está enferma en aquellos meses de sequía.

Adam envió a Lee con una nota a casa de Hamilton, pidiéndole a Samuel que fuese a visitarlo para hablar de la abertura de algunos pozos en su propiedad.

Samuel estaba sentado a la sombra viendo cómo su hijo Tom diseñaba y construía una revolucionaria trampa para mapaches, cuando apareció Lee en el coche de los Trask. El chino metió sus manos en las mangas. Samuel leyó la nota.

—Tom —dijo a su hijo, ¿te ves capaz de gobernar la finca mientras voy un momento a hablar de agua con un hombre reseco?

—¿Por qué no me deja ir con usted? Puede necesitar alguna ayuda.

—¿Para hablar? Para eso no me haces falta. No empezaremos a excavar hasta dentro de algún tiempo, si no me equivoco. Cuando se trata de pozos, hay que hablar antes mucho: quinientas o seiscientas palabras por cada palada de tierra.

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