Al este del Edén (22 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—¿Qué quiere?

—¿Tú que crees? Apártate un poco.

—¿Dónde está Adam?

—Se ha bebido mi somnífero por equivocación. Hazme un sitio.

Él respiró fatigosamente.

—Es que ya he estado con otra.

—Eres un muchacho guapo y fuerte. Apártate un poco.

—¿Y tu brazo roto?

—Eso es cuenta mía. No te preocupes.

De pronto, Charles se echó a reír.

—¡El pobre imbécil! —exclamó, y apartó la manta para recibirla.

S
EGUNDA
PARTE
Capítulo 12

Ustedes habrán visto que en el transcurso de este libro hemos alcanzado aquella frontera que se conoció con el nombre de «1900». Otros cien años habían pasado y yacían apilados en un revoltijo, y lo que había ocurrido en aquel tiempo aparecía completamente enturbiado por la manera en que la gente deseaba que fuese: más rico y lleno de significado a medida que más se retrocedía en el pasado. En algunos álbumes de recuerdos, esta época aparece como la mejor que jamás hubo en el mundo; los viejos y alegres días, dulces y sencillos, como si el tiempo fuese joven e impetuoso. Los hombres viejos, ya en el invierno de su vida, que no sabían adónde les conduciría el nuevo siglo, miraban hacia el futuro con disgusto. Porque el mundo experimentaba un cambio, y la dulzura había desaparecido, así como la virtud. El dolor se había introducido en un mundo lleno de corrupción, y no existían ya los buenos modales, el bienestar y la belleza. Las damas ya no eran damas, y la palabra de un caballero no merecía ya confianza.

Era una época en que la gente se había encerrado en sí misma. Y la libertad del hombre iba camino de desaparecer. E incluso la infancia ya no era buena, no como lo era antes. Lo único que entonces interesaba era encontrar una buena piedra, no redonda exactamente, sino achatada y con los cantos suavizados por el roce del agua, para emplearla en una honda hecha con el cuero de un zapato viejo. ¿Dónde habían ido a parar todas las buenas piedras, lo mismo que la sencillez?

La mente solía divagar un poco, porque ¿cómo es posible recordar los sentimientos de placer, de dolor o de sofocante emoción? Sólo se puede recordar que se han tenido. Un anciano puede evocar, con lágrimas en los ojos, la suave piel de una jovencita, pero ese mismo hombre tratará de olvidar el ácido desasosiego de una melancolía tan corrosiva que obliga a un muchacho a enterrar su rostro entre la verde avena, golpear el suelo con sus puños y sollozar: «¡Oh, Dios; oh, Dios!». Y ese mismo hombre podría decir, y decía: «¿Por qué diablos estará echado en la hierba ese muchacho? Seguro que pillará un resfriado».

¡Oh, las fresas no tienen el gusto de antaño y las piernas de las mujeres han perdido firmeza!

Y muchos hombres se posaban, como gallinas incubando, en el nido de la muerte.

La historia se ocultaba bajo las glándulas de un millón de historiadores. «Tenemos que salir de este siglo tumultuoso», decían algunos, «de este siglo engañoso y criminal lleno de algaradas y de muertes secretas, de luchas por la adquisición de tierras, que se consiguen sin reparar en los medios.»

Pensad en el pasado y acordaos de nuestra pequeña nación asomada al borde de los océanos, desgarrada por luchas, demasiado grandes para ella. Seguid recordando hasta ver cómo los ingleses nos agarraban de nuevo. Los derrotamos, pero eso no nos sirvió de gran cosa. Todo lo que teníamos era una Casa Blanca incendiada, y diez mil viudas cobrando una pensión.

Más tarde, nuestros soldados fueron a México, y aquello fue una especie de dolorosa merienda campestre. Nadie sabe por qué se acude a una de esas meriendas a pasarlo mal, cuando es tan fácil y agradable comer en casa. La Guerra Mexicana tuvo, sin embargo, cosas buenas: conquistamos muchas tierras del oeste, que casi nos hizo doblar de tamaño, y además constituyó un gran entretenimiento para los generales; así, cuando el triste suicidio se asentó entre nosotros, los jefes ya conocían las técnicas adecuadas para convertirlo en una cosa horrible.

Y luego, las discusiones:

¿Es lícito tener esclavos?

Bien, si se les compra de buena fe, ¿por qué no?

A ese paso pronto van a decir que no es lícito poseer un caballo. ¿Quién quiere arrebatarme mi propiedad?

Y así seguíamos, como un hombre que se araña su propio rostro, y cuya sangre gotea por su propia barba.

Bien, todo eso terminó; nos levantamos lentamente de la tierra ensangrentada, y emprendimos el camino hacia el oeste.

Vinieron entonces el pleno auge, la euforia, la quiebra y la depresión.

Aparecieron los grandes ladrones públicos que limpiaron los bolsillos de todo aquel que lo tenía.

¡Al diablo este podrido siglo!

¡Abandonémoslo pronto y cerremos la puerta tras él!!Cerrémoslo como si fuese un libro, y sigamos leyendo!

Nuevo capítulo, vida nueva. Cuando hayamos enterrado este siglo hediondo tendremos por fin las manos limpias. Frente a nosotros se abre un hermoso camino. No hay podredumbre en estos nuevos y limpios cien años. No hay en ellos aquella escoria hacinada, y cualquier hijo de puta que robe segundos de esta nueva baraja de años será crucificado boca abajo sobre una letrina.

¡Oh, pero las fresas nunca tendrán el sabor de antes y las piernas de las mujeres habrán perdido su firmeza!

Capítulo 13
1

A veces una especie de gloria ilumina la mente del hombre; le ocurre a casi todo el mundo. Se la puede sentir creciendo o preparándose, como una mecha que arde hacia la dinamita. Es una sensación en el estómago, un deleite de los nervios, de los antebrazos. La piel saborea el aire, y cada profunda aspiración tiene un dulce regusto. Su comienzo produce el mismo placer que un gran bostezo; centellea en el cerebro y todo el mundo brilla con luz propia. Se puede haber vivido durante toda la vida de una manera gris, contemplando la tierra y los árboles oscuros y sombríos. Los acontecimientos, incluso los más importantes, se han deslizado inexpresivos y pálidos. Y de repente, surge la gloria; y entonces se encuentra dulce el canto de los grillos, y el perfume de la tierra se alza como una canción hasta el olfato, y la luz que forma motas bajo un árbol es una bendición para los ojos. Entonces, el hombre abre su corazón, pero no por ello se siente inferior. Y me atrevería a afirmar que la importancia de un hombre en el mundo puede medirse por la calidad y el número de sus momentos de gloria. Es un hecho aislado, pero que nos une al mundo. Es la fuente de toda creación, y lo que nos diferencia de los demás.

No sé lo que ocurrirá en los años venideros. En el mundo tienen lugar cambios monstruosos, y aparecen unas fuerzas que moldean un futuro cuyo rostro no conocemos. Algunas de estas fuerzas nos parecen malas, quizá no en sí mismas, sino porque tienden a eliminar otras cosas que consideramos buenas. Es cierto que dos hombres pueden levantar una piedra mayor que la que puede levantar un hombre solo. Un equipo puede construir automóviles más deprisa y mejor que un hombre solo, y el pan proveniente de una gran fábrica es más barato y más uniforme. Cuando nuestra comida, ropa y vivienda sean producidas en serie, el método de la fabricación en masa se aposentará en nuestros cerebros y eliminará cualquier otra forma de pensar. En nuestra época, la producción en masa o colectiva se ha introducido en la economía, en la política e incluso en la religión, hasta el punto de que algunas naciones han sustituido la idea de Dios por la idea colectiva. Este es el peligro de nuestra época. Hay una gran tensión en el mundo, una tensión creciente al borde de la ruptura, y los hombres se sienten desgraciados y confusos.

En una época como ésta, me parece bueno y natural hacerme las siguientes preguntas: ¿En qué creo? ¿Por qué debo luchar, y contra qué debo luchar?

Nuestra especie es la única capaz de crear, y posee solamente un instrumento de creación: la mente individual de cada hombre. Nunca dos hombres crearon algo. No existen buenas colaboraciones cuando se trata de música, arte, poesía, matemáticas o filosofía. Después que ha tenido lugar el milagro de la creación, el grupo puede adaptarlo y extenderlo, pero nunca inventarlo. Lo valioso siempre está oculto en la mente solitaria de un hombre.

Y ahora, las fuerzas reunidas en torno al concepto de grupo han declarado una guerra exterminadora a esa entidad tan rara y preciosa, es decir, a la inteligencia humana. Por el menosprecio, por el hambre, por las represiones, por las imposiciones forzosas y los aturdidos martillazos del acondicionamiento, el espíritu libre y andariego se encuentra perseguido, aherrojado, embotado y emponzoñado. Es una triste carrera hacia el suicidio la que parece haber emprendido nuestra especie.

Pero yo creo que la mente libre e investigadora del individuo es la cosa más valiosa del mundo. Y por eso lucharé a favor de la libertad de pensamiento, para que pueda seguir la dirección que desee, sin imposiciones ni ataduras. Y lucharé contra cualquier idea, religión o gobierno que limite o destruya al individuo. Así soy y así seré. Comprendo que un sistema construido sobre un molde determinado trate de destruir el espíritu libre, porque éste representa una amenaza para su supervivencia. Por supuesto que lo comprendo, pero lo detesto, y lucharé contra ello para preservar lo único que nos diferencia de las bestias incapaces de crear. Si la gloria puede ser aniquilada, estamos perdidos.

2

Adam Trask creció en un mundo gris; y las cortinas de su vida semejaban polvorientas telarañas, y sus días no eran más que un lento desfile de tristezas y amargas decepciones, hasta que al final, y gracias a Cathy, le llegó la gloria.

Pero no importa que Cathy fuese lo que yo he denominado un monstruo. Quizá no podemos entender a Cathy, pero por otra parte, somos capaces de muchas cosas en todos los sentidos, de grandes virtudes y de grandes pecados. ¿Y quién no ha sondeado en su mente las aguas turbulentas?

Tal vez todos tenemos en el fondo de nuestro ser un estanque donde el mal y las malas acciones germinan y crecen con fuerza. Sin embargo, ese pantano está cercado, y la nidada chapotea intentando encaramarse, pero siempre vuelve a caer. ¿No podría ocurrir que en las oscuras charcas del espíritu de algunos hombres lo malo se haga lo suficientemente fuerte para serpentear por encima de la valla y deslizarse con toda libertad? Y en ese caso, ¿no sería ese hombre nuestro monstruo, y no estaríamos relacionados con él en nuestras aguas ocultas? Sería absurdo que no comprendiésemos lo mismo a los ángeles que a los demonios, ya que fuimos nosotros quienes los inventamos.

Hubiera sido Cathy lo que fuese, la verdad es que ella hizo surgir la gloria en Adam. Su espíritu levantó el vuelo y lo liberó del temor, de la amargura y de los recuerdos rancios. La gloria ilumina el mundo y lo cambia de la misma manera que una bengala modifica el aspecto de un campo de batalla. Quizás Adam era incapaz de ver a Cathy, tan iluminada aparecía ésta ante sus ojos. En su mente resplandecía la imagen de belleza y ternura, una joven dulce y virtuosa, más preciosa que todo lo imaginable, discreta y encantadora; y Cathy era para su esposo la joven de esa imagen, y nada de lo que la Cathy real dijese o hiciese podía empañar aquella Cathy ideal.

Ella dijo que no quería ir a California, pero él no la escuchó, porque su Cathy lo tomó del brazo y lo incitó a acompañarla. Tan resplandeciente era su gloria, que no advirtió el sombrío dolor de su hermano, ni el brillo de sus ojos. Vendió su parte de la granja a Charles por menos de lo que valía, y con eso y la mitad del dinero paterno se sintió libre y rico.

Los dos hermanos se habían convertido en unos extraños. Se estrecharon las manos en la estación, y luego Charles contempló la partida del tren mientras se frotaba la cicatriz. Se dirigió a la taberna, bebió cuatro whiskys a toda prisa, y subió luego al piso superior. Pagó a la muchacha, pero no pudo cumplir con ella. Lloró en sus brazos hasta que ella lo echó. Regresó enfurecido a la granja, y se puso a trabajar sin descanso hasta conseguir engrandecerla y extender sus límites. No se tomaba el menor receso, ningún esparcimiento; se enriqueció sin placer y fue respetado sin tener amigos.

Adam se detuvo en Nueva York el tiempo suficiente para comprar algunos vestidos para él y para Cathy, antes de subir al tren que los llevó a través de todo el continente. Es muy fácil comprender cómo fueron a parar al valle Salinas.

En aquellos días, los ferrocarriles, que crecían y luchaban entre ellos tratando de expandirse y de obtener el control, usaban todos los medios a su alcance para incrementar su tráfico. Las compañías no sólo publicaban anuncios en los periódicos, sino que editaban folletos y guías, describiendo y ensalzando las bellezas y la riqueza del oeste. Ningún reclamo era demasiado extravagante; la riqueza era ilimitada. La Southern Pacific Railroad, bajo la dirección del enérgico y duro Leland Stanford, había comenzado a dominar la costa del Pacífico, no sólo en lo relativo a los transportes, sino también en el terreno político. Sus raíles se extendían por los valles. Surgían nuevas ciudades, se inauguraban nuevos barrios, que pronto se poblaban, porque la compañía tenía que crear usuarios para conseguir su clientela.

El largo valle Salinas formaba parte de la explotación. Adam había visto y estudiado un bello folleto en colores, que presentaba el valle como una región a la que el cielo trataba de imitar sin el menor éxito. Después de leer esa publicidad, todo aquel que no deseara ir a establecerse en el valle Salinas estaba loco.

Adam no se apresuró en comprar tierras. Adquirió un traje nuevo y se paseó por todas partes, visitando a los que habían llegado antes, y hablando con ellos del terreno y del agua, del clima y de las cosechas, de los precios y de las oportunidades. Adam no era un especulador. Había ido allí para establecerse, para fundar un hogar, una familia, y quizás una dinastía.

Paseaba lleno de gozo de granja en granja, hacía planes y soñaba. Solía gustar a los lugareños y se alegraban de que hubiese ido a vivir allí, porque reconocían en él a un hombre con fortuna.

Sólo tenía una preocupación: Cathy. No se sentía bien. Le acompañaba por toda la comarca, pero siempre estaba indiferente. Una mañana, se quejó de que se hallaba enferma, y se quedó en la habitación del hotel de King City, mientras Adam salía a pasear por el campo. El volvió alrededor de las cinco de la tarde y la encontró medio muerta a causa de una hemorragia. Afortunadamente, Adam halló al doctor Tilson cenando y lo arrancó de su bistec. El doctor, tras un rápido examen, le puso un paño caliente y se volvió hacia Adam:

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