Catherine se esforzó por no sentir pánico. Trató de protegerse de los golpes, o al menos de esquivarlos, pero al final el miedo se apoderó de ella e intentó huir. El la asió del brazo y la obligó a retroceder, y entonces ya no tuvo bastante con sus puños. Agarró una piedra con mano frenética y terminó de perder por completo el dominio sobre sí mismo.
Al rato, contempló el rostro magullado de la joven. Trató de oír su respiración, pero sólo escuchó su propio jadear. En su mente surgieron dos pensamientos totalmente opuestos. Por un lado pensaba: «Tienes que enterrarla, tienes que abrir una fosa y meterla en ella». Pero por el otro decía, sollozando como un niño: «No puedo soportarlo. No podría tocarla». Y entonces se apoderó de él el abatimiento que suele suceder a una explosión de ira, y huyó corriendo de aquel lugar abandonando la maleta, el látigo y la cajita de roble con el dinero. Erró por las tinieblas, tratando de hallar un alivio a su profundo pesar.
Jamás le hicieron la menor pregunta. Después de unos días de profunda depresión, durante los cuales su esposa lo cuidó tiernamente, volvió a ocuparse de sus negocios, y nunca más permitió que la locura amorosa se apoderase de él. «Aquel que no es capaz de aprovechar las enseñanzas de la experiencia, es un loco», se decía. A partir de entonces, sintió una especie de temeroso respeto por si mismo, ya que siempre había ignorado que en él latiese el impulso de matar.
Si no mató a Catherine, fue solamente por pura casualidad. Cada golpe que le asestó lo había dado con la intención de aniquilarla. La joven permaneció mucho tiempo sin sentido, y luego estuvo también mucho tiempo en un estado de seminconsciencia. Se dio cuenta de que tenía un brazo roto, y de que le era preciso buscar ayuda si quería vivir. El instinto de conservación le dio fuerzas para arrastrarse por la oscura carretera, en busca de socorro. Atravesó el pórtico de una casa y cayó desvanecida sobre los escalones del umbral. Los gallos cantaban en el gallinero y el alba apuntaba débilmente por el este.
Cuando dos hombres viven juntos suelen dominar su rabia incipiente bajo una apariencia de falsa cortesía. Dos hombres solos siempre están a punto de enzarzarse en una pelea, y ellos lo saben. Adam Trask no llevaba mucho tiempo en casa cuando empezaron a surgir las tiranteces. Ambos hermanos se veían demasiado y no lo suficiente con otras personas.
Durante algunos meses, estuvieron muy ocupados ordenando los bienes de Cyrus, e invirtiendo el dinero para que les diese un buen rédito. Hicieron juntos un viaje a Washington para visitar la tumba de su padre, un panteón de mármol coronado por una estrella de hierro con un anagrama y una anilla para fijar el asta de la bandera en la festividad militar conmemorativa del 30 de mayo. Los dos hermanos permanecieron un buen rato junto a la tumba y, cuando se marcharon, ni mencionaron a su padre.
Si Cyrus había sido deshonesto, supo encubrirlo muy bien. Nadie les hizo la menor pregunta acerca del dinero. Pero Charles no podía apartar de su mente aquella idea.
De regreso a la granja, Adam le preguntó:
—¿Por qué no te encargas algunos trajes nuevos? Ahora eres rico. Obras como si temieses gastar un centavo.
—Así es —respondió Charles.
—¿Y por qué?
—Quizá tengamos que devolverlo.
—¿Sigues con eso? Si algo no estuviese en regla, ¿crees que a estas alturas no nos habríamos enterado ya?
—No lo sé —dijo Charles—. Preferiría no hablar de ello.
Pero aquella noche, él mismo volvió a sacar el tema.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo.
—¿Te refieres al dinero?
—Si, a eso me refiero. Cuando uno tiene tanto dinero, suele tener también mucho papeleo.
—¿Qué quieres decir?
—Si, hombre, papeles, libros de cuentas, facturas, cifras, notas… Pero, después de revolver todas las cosas que dejó nuestro padre, no hemos encontrado nada de eso.
—Vete a saber si lo quemó.
—Es posible —admitió Charles.
Los hermanos vivían de acuerdo con la rutina establecida por Charles, la cual no variaba nunca. Charles se despertaba al dar las cuatro y media, con tanta exactitud como si el péndulo de bronce del reloj le hubiese dado un golpe. En realidad estaba ya despierto un segundo antes de esa hora. Había abierto ya los ojos y pestañeado un instante antes de oír la sonora campanada. Permanecía durante unos momentos echado en las tinieblas, con los ojos abiertos y rascándose la barriga. Luego, se volvía hacia la mesita de noche y su mano caía exactamente sobre la caja de cerillas que había sobre ella. Con movimientos parsimoniosos, sacaba una y la frotaba en el borde de la caja. El azufre se encendía con una llamita azulada antes de prender en el palito de madera. Entonces, Charles encendía la vela que había junto a él.
Echaba la manta a un lado y se levantaba. Llevaba una ropa interior larga de color gris, que le formaba rodilleras y que pendía en torno a sus tobillos. Se dirigía bostezando a la puerta, la abría y llamaba a su hermano:
—Son las cuatro y media, Adam. Es hora de levantarse.
Adam respondía con voz velada por el embozo y soñolienta: —¿No puedes olvidarte alguna vez?
—Es hora de levantarse. —Charles embutió sus piernas en los pantalones y se apretó el cinturón—. No te levantes, si quieres —le dijo—. Eres un hombre rico. Puedes quedarte en la cama todo el día.
—Tú también eres rico. Pero, a pesar de eso, sigues con tu manía de levantarte con los gallos.
—Si quieres, no te levantes —repitió Charles—. Pero ya que estás en una granja, es mejor que vivas como un granjero.
Adam dijo con voz plañidera:
—Lo que significa que, si compramos más tierra, tendremos que trabajar más.
—No digas tonterías —dijo Charles—. Vuélvete a la cama si ése es tu deseo.
—Te apuesto a que no podrías dormir aunque te metieses otra vez en la cama —prosiguió Adam—. ¿Sabes qué creo? Que te levantas porque quieres, no porque debas.
Charles bajó a la cocina y encendió la lámpara.
—No se puede estar en la cama y al propio tiempo gobernar una granja —dijo, mientras hacía caer las cenizas a través de la rejilla de la estufa, ponía algunos pedazos de papel sobre las brasas y soplaba hasta que las llamas prendían.
Adam lo contemplaba a través de la puerta abierta.
—¿No sería más fácil si utilizaras una cerilla? —le preguntó con sarcasmo.
Charles se volvió con semblante hosco.
—Ocúpate de tus asuntos y deja de meterte conmigo.
—Está bien —repuso Adam—. Lo haré. Tal vez mis asuntos estén lejos de aquí.
—Eso a mí no me importa. Puedes irte cuando quieras.
La querella era estúpida, pero Adam ya no podía evitarla.
Siguió hablando a pesar suyo, profiriendo palabras punzantes y sarcásticas.
—Sí, tienes toda la razón al decirme que puedo irme cuando quiera —dijo—. Esta casa es tan mía como tuya.
—Entonces, ¿por qué no trabajas un poco?
—¡Oh, Señor! —exclamó Adam—. ¡Cuántas sandeces estamos diciendo! Es mejor que lo dejemos.
—No soy yo quien empezó —contestó Charles.
Puso en dos escudillas las gachas calientes, y las depositó sobre la mesa.
Los hermanos se sentaron a desayunar. Charles se preparó una rebanada de pan con mantequilla y mermelada. Se preparó una segunda rebanada y, al untar la mantequilla, la manchó con un poco de mermelada.
—¡Maldita sea! ¿No podrías limpiar el cuchillo? Mira cómo has dejado la mantequilla —le reprochó Adam.
Charles dejó el cuchillo y el pan en el plato y colocó las manos sobre la mesa.
—Será mejor que te marches —dijo.
Adam se levantó.
—Preferiría vivir en una pocilga —respondió, y salió de la casa.
Charles tardó ocho meses en ver de nuevo a su hermano. Volvía de trabajar cuando encontró a Adam mojándose la cara y el cabello con el agua del cubo de la cocina.
—Hola —saludó Charles—. ¿Cómo estás?
—Muy bien —contestó Adam.
—¿Dónde has estado?
—En Boston.
—¿Y en ningún otro sitio?
—No. Sólo he estado recorriendo la ciudad.
Los hermanos reanudaron su antigua vida, pero sortearon cuidadosamente cualquier motivo de fricción. En cierta forma, se protegían el uno al otro, y así evitaban querellas mutuas. Charles, que era el que se levantaba más temprano, preparaba el desayuno, y después despertaba a Adam. Este se ocupaba de la limpieza de la casa, y hasta organizó una especie de contabilidad de la granja. Vivieron de esta circunspecta manera durante dos años, antes de que perdiesen los estribos de nuevo.
Una noche de invierno, Adam levantó la mirada de su libro de cuentas.
—Se está muy bien en California —dijo—. Sobre todo en invierno. Allí se puede plantar de todo.
—Así es, en efecto. Pero, una vez que haya dado fruto, ¿qué harás con ello?
—¿Qué te parece trigo? Hay grandes cosechas de trigo en California.
—El tizón lo echaría a perder —aseguró Charles.
—¿Por qué estás tan seguro? Mira, Charles, todo crece tan deprisa en California que, según dicen, después de plantar lo que sea tienes que apartarte enseguida para que no te golpee al madurar.
—¿Por qué demonios no te vas allí? —contestó Charles—. Compraré tu parte en cuanto me lo pidas.
Adam no dijo nada más, pero por la mañana, mientras se peinaba ante el pequeño espejo, volvió de nuevo a la carga.
—En realidad, dicen que el invierno no existe en California —dijo—. Todo el año es como primavera.
—El invierno me gusta —replicó Charles.
Adam se aproximó a la estufa.
—No te enfades —le dijo.
—Pues deja de pincharme. ¿Cuántos huevos quieres?
—Cuatro —contestó Adam.
Charles puso siete huevos sobre la estufa y encendió cuidadosamente el fuego con pequeñas astillas, hasta que dio una buena llama. Luego acercó la sartén. Su malhumor lo abandonó mientras freía el tocino.
—Adam —le dijo—. No sé si te has dado cuenta, pero no sabes hablar de otra cosa que no sea California. ¿Es que piensas ir realmente? Adam sonrió.
—También a mí me gustaría saberlo —respondió—. Pero no lo sé. Es como cuando me levanto por la mañana; no quiero hacerlo, pero tampoco quiero quedarme en la cama.
—Creo que exageras —observó Charles.
Adam prosiguió:
—Cuando estaba en el ejército, todas las mañanas me despertaba aquel maldito toque de corneta. Y juré ante Dios que, cuando saliese, dormiría a pierna suelta hasta el mediodía. Pero resulta que aquí tengo que levantarme media hora antes de la diana. ¿Quieres decirme, Charles, qué utilidad tiene que trabajemos de ese modo?
—No se puede estar en la cama y al mismo tiempo dirigir una granja —le aclaró Charles, dando la vuelta al tocino.
—Lo que deberíamos hacer es buscar algunos jornaleros que nos ayudaran a llevar la granja, y encontrar una esposa; pero según van las cosas, no creo que la tengamos nunca. Ni siquiera nos queda tiempo para buscarla. En lugar de eso, ya estamos planeando añadir las tierras de Clark a las nuestras, caso de que el precio resulte conveniente. ¿Para qué?
—Es una finca muy buena —replicó Charles—. Las dos juntas formarán una de las mejores granjas de la comarca. Pero ¿qué estás diciendo? ¿Ahora se te ocurre casarte?
—No. Por eso te lo menciono. Dentro de algunos años, tendremos la mejor granja de la comarca, y seremos dos solterones viejos y solitarios que trabajaremos hasta reventar. Luego, uno de los dos se morirá y la granja pasará a manos del otro solterón, que también acabará muriendo un día u otro.
—¿De qué diablos estás hablando? —le preguntó Charles—. Nunca estás contento con nada. Me pones nervioso. Vamos a ver, ¿qué te ronda por la cabeza?
—No bromeo —dijo Adam—. Y no estoy en absoluto satisfecho. Trabajo demasiado duro para lo que consigo a cambio, sobre todo teniendo en cuenta que no tengo por qué trabajar.
—En ese caso, ¿por qué no lo dejas? —le gritó Charles—. ¿Por qué no te vas de una vez? No veo que haya carceleros que te lo impidan. Vete a una isla del Pacífico y túmbate en una hamaca bajo un cocotero, si eso es lo que quieres.
—No te enfades —dijo Adam mansamente—. Te repito que es como levantarse. No quiero quedarme aquí, pero tampoco quiero irme.
—Ya me estoy cansando —contestó Charles.
—Piénsalo bien, Charles. ¿Te gusta vivir aquí?
—Claro.
—¿Y piensas vivir aquí el resto de tu vida?
—Naturalmente.
—Ojalá para mí todo fuese tan fácil. ¿Qué crees que me pasa?
—Pues creo que has agarrado una perra. Vete esta noche a la taberna y te curarás.
—Acaso tengas razón —respondió Adam—. Pero nunca me ha satisfecho mucho una prostituta.
—Es lo mismo que cualquier otra —dijo Charles—. Cierras los ojos y no encuentras la menor diferencia.
—Algunos de los soldados del regimiento solían andar con mujeres indias. Yo tuve una durante un tiempo.
Charles le miró lleno de interés.
—Los huesos de nuestro padre se revolverían en la tumba si supiese que andabas con mujeres indias. ¿Cómo era?
—Bastante bonita. Me lavaba la ropa, la remendaba y me hacía la comida.
—Quiero decir en lo otro. ¿Cómo era?
—Buena. Muy buena. Y muy dulce, dulce y cariñosa.
—Pues tuviste mucha suerte de que no te apuñalase mientras dormías.
—No hubiera sido capaz. Era demasiado dulce.
—La expresión de tus ojos es muy particular. Apostaría a que estabas enamorado de ella.
—Supongo que sí —contestó Adam.
—¿Y qué le pasó?
—Contrajo la viruela.
—¿No te buscaste otra?
La mirada de Adam denotaba dolor.
—Los amontonábamos como si fuesen troncos, en pilas de doscientos, con los brazos y las piernas muy juntos. Poníamos mucha leña encima, la rociábamos con petróleo y la encendíamos —explicó.
—He oído decir que no pueden con la viruela.
—Mueren como ratas —respondió Adam—. Se te está quemando el tocino.
Charles se volvió rápidamente hacia la estufa.
—Está algo chamuscado —dijo, pero yo lo prefiero así.
Sacó el tocino con ayuda de un tenedor y lo puso en una fuente.
Luego echó los huevos sobre la grasa caliente, y comenzaron a saltar y a requemarse sus bordes.
—Conocí a una maestra de escuela —dijo Charles—. Era la chica más bonita que te puedas imaginar, con unos piececitos diminutos. Se compraba todos los vestidos en Nueva York. Era muy rubia, pero lo mejor eran sus pies. Solía cantar en el coro, y la iglesia se llenaba de fieles. De esto hace ya mucho tiempo.