—Seguro que te refieres a la época en que me escribiste para comunicarme que tenlas intención de casarte.
—Así es. No creo que ninguno de los jóvenes de la localidad se librase de la fiebre del matrimonio —dijo Charles sonriendo.
—¡Qué le ocurrió a ella?
—Pues te lo puedes figurar. Su presencia molestaba demasiado a las mujeres del pueblo. Un día se reunieron con ella. Y al día siguiente se había ido. Decían que llevaba ropa interior de seda; demasiado presumida. El consejo escolar llegó a un acuerdo con ella cuando terminó el curso. Tenía los pies diminutos y le encantaba enseñar los tobillos.
—¿La conociste personalmente?
—No; me limitaba a ir a la iglesia, a pesar de que era difícil entrar en ella. Nunca se había visto una chica tan guapa en un villorrio como éste, y ello no es conveniente, porque saca a las gentes de quicio y acarrea complicaciones.
—¿Te acuerdas de la chica de Samuel? Era preciosa. ¿Qué le ocurrió? —preguntó Adam.
—Pues lo mismo. Era demasiado llamativa y también terminó marchándose. He oído decir que trabaja como modista en Filadelfia, y que cobra diez dólares por cada vestido.
—Quizá también nosotros deberíamos marchamos —comentó Adam.
—¿Todavía piensas en California? —preguntó Charles.
—Sí.
Charles perdió del todo la paciencia.
—¡Vete de una vez! —chilló. Quiero que te marches. Te compraré tu parte y todo lo que tú quieras, pero vete, hijo de puta —y se detuvo—. Bueno, creo que no quería decir esto último. Pero la verdad es que me sacas de mis casillas.
—Me iré —aseguró Adam.
A los tres meses, Charles recibió una postal de la bahía de Río de Janeiro, a cuyo dorso Adam había escrito con una pluma vieja que había emborronado toda la postal: Mientras que aquí es verano, allí es invierno. ¿Por qué no vienes?»
Seis meses después, recibió otra postal, esta vez de Buenos Aires: —Querido Charles: Hay que ver qué ciudad tan grande. Hablan español y francés. Te enviaré un libro…
Pero el libro no llegó. Charles lo esperó durante todo el invierno y parte de la primavera. Y al final, fue el propio Adam quien llegó. Estaba muy moreno y su vestimenta tenía cierto aire extranjero.
—¿Cómo estás? —le preguntó Charles.
—Muy bien. ¿Recibiste el libro?
—No.
—¡Qué puede haberle ocurrido? Tenía grabados.
—¿Piensas quedarte?
—Supongo. Tengo muchas cosas que contarte sobre América del Sur. —No me interesa en lo más mínimo —dijo Charles.
—¡Santo Dios, eres intratable! —respondió Adam.
—Sé exactamente lo que va a pasar. Te quedarás alrededor de un año, y luego empezarás a impacientarte y a ponerme nervioso. Entonces nos enfadaremos y luego nos trataremos con una exagerada cortesía, lo que será aún peor. Por último, estallaremos, y te irás otra vez; después regresarás y todo volverá a empezar.
—¿No quieres que me quede? —le preguntó Adam.
—Pues sí, ¡qué diablos! —replicó Charles—. Cuando no estás aquí, te echo de menos. Pero preveo lo que va a pasar.
Y, efectivamente, así fue. Durante un tiempo se dedicaron a recordar el pasado y a hablar de las veces que habían estado separados, para caer por último en sus interminables y hoscos silencios, en las largas horas de monótono trabajo y en la cortesía exagerada, con la que alternaban sus accesos de ira. Los días pasaban con gris uniformidad y se hacían eternos.
Una noche, Adam dijo:
—No sé si sabes que voy a cumplir los treinta y siete. Estoy en la mitad de la vida.
—Ya empezamos —contestó Charles—. Ahora saldrás con que aquí estás perdiendo el tiempo. Mira, Adam, ¿no podríamos evitar la discusión esta vez?
—¡Qué quieres decir?
—Quiero decir que, si estamos en buena forma, nos pelearemos durante tres o cuatro semanas, y al final te marcharás de nuevo. Si ya estás impaciente, ¿por qué no te vas ya y evitas todas esas discusiones desagradables?
Adam rió y la tensión disminuyó al instante.
—Tengo un hermanito muy listo —dijo—. Tienes razón, cuando sienta ganas de irme, lo haré sin pelea. Sí, es una idea que me gusta. Te estás enriqueciendo mucho, ¿no es verdad, Charles?
—Voy bien, pero eso no quiere decir que sea rico.
—¿Me negarás que has comprado cuatro casas y la taberna del pueblo?
—Eso no es verdad.
—Sí lo es; Charles, has convertido esta granja en la mejor de estos contornos. ¿Por qué no nos construimos otra casa, con bañera, agua corriente y retrete? Ya no somos pobres. ¿Sabes lo que dicen por ahí? Que eres el hombre más rico de la comarca.
—Maldita la falta que nos hace una casa nueva —dijo Charles con semblante ceñudo—. Quítate esa idea de la cabeza.
—Estaría muy bien que pudiésemos utilizar el retrete sin necesidad de salir al exterior.
—Quítate esas tonterías de la cabeza.
Adam se estaba divirtiendo.
—Tal vez me construya una casita detrás del bosque. ¿Qué te parece? Así no estaríamos peleándonos siempre.
—No quiero que construyas nada ahí.
—Te recuerdo que la mitad de todo esto es mío.
—Te compraré tu parte.
—Pero ¿y si no quiero venderla?
Los ojos de Charles echaban chispas.
—Pues pegaré fuego a tu maldita casa.
—Creo que serías capaz de hacerlo —respondió Adam, poniéndose serio de pronto—. Sí, creo que lo harías. Pero ¿qué utilidad tendría? Charles dijo lentamente:
—He pensado mucho en ello, y he estado esperando a que sacaras el tema. Creo que nunca te construirás otra casa.
—¿Qué quieres decir?
—¿Recuerdas cuando me pediste que girase aquellos cien dólares?
—Naturalmente. Me salvaste la vida. ¿Por qué me lo preguntas?
—Nunca me los devolviste.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
Adam miró la vieja mesa ante la cual se había sentado Cyrus, golpeándose la pata de palo con un bastoncillo. Y la vieja lámpara de petróleo que pendía sobre el centro de la mesa, esparciendo por la estancia la luz amarillenta y vacilante que se desprendía de su redonda mecha.
—Te los devolveré mañana por la mañana —afirmó Adam con calma.
—Te he concedido todo el tiempo que has querido para pagarme.
—Así es, Charles. Tenía que haberme acordado. —Hizo una pausa, como si pareciese meditar, y, por último, dijo—: Tú no sabes por qué necesitaba el dinero.
Jamás te lo pregunté.
—Y yo nunca te lo dije. Acaso sentía vergüenza. Has de saber, Charles, que yo era un preso. Me escapé de la cárcel.
Charles se había quedado boquiabierto.
—¿Qué demonios estás diciendo?
—Lo que oyes. Era un vagabundo; y me detuvieron por vago y me condenaron a trabajos forzados… Por las noches nos ponían grilletes en los pies. Me liberaron a los seis meses, pero me detuvieron de nuevo enseguida. Gracias a ese sistema, consiguen mano de obra barata para construir las carreteras. Tres días antes de cumplirse mi segunda condena de seis meses, me escapé; me dirigí hacia Georgia, robé algunas ropas en una tienda y te puse el telegrama que ya conoces.
—No te creo —dijo Charles—. Aunque tú no sueles decir mentiras. Claro que te creo. ¿Por qué no me lo contaste?
—Quizá porque me daba vergüenza. Pero lo peor es no haberte devuelto ese dinero.
—Olvídalo —contestó Charles—. Ni siquiera sé por qué lo mencioné.
—Por Dios, no. Te lo devolveré mañana.
—Hay que ver —dijo Charles—. ¡Mi hermano cumpliendo trabajos forzados! ¡Vaya un pájaro que estás hecho!
—Pues no sé por qué te alegras tanto.
—Porque de alguna manera me enorgullece —respondió Charles—. ¡Mi hermano, un presidiario! Dime, Adam: ¿por qué esperaste hasta tres días antes de terminar la condena?
Adam sonrió.
—Por dos o tres razones —dijo—. Temía que si la terminaba me engancharían de nuevo. Además, me figuré que si esperaba hasta el último momento, ellos no sospecharían que quisiera escapar.
—Es bastante lógico —admitió Charles—. Pero has dicho que había además otra razón.
—Y supongo que la más importante —respondió Adam—. Pero también la más difícil de explicar. Estaba convencido de que debía al estado una condena de seis meses; ésa fue la sentencia. No me pareció bien estafar al estado. Sólo les escamoteé tres días.
Charles soltó una carcajada.
—Eres un loco hijo de puta —dijo con afecto—. Pero dijiste que robaste en una tienda.
—Les devolví el dinero con un diez por ciento de interés —respondió Adam.
Charles se inclinó hacia su hermano:
—Háblame de los demás condenados, Adam.
—Con mucho gusto, Charles, con mucho gusto.
Charles demostró más respeto por Adam desde el momento en que supo que había estado preso. Sintió por su hermano aquel afecto que únicamente se puede experimentar por alguien que no sea perfecto y, por consiguiente, no constituya un blanco adecuado para el odio. Adam le sacó bastante provecho a la situación y llegó, incluso, a tentar a Charles:
—¿Ya has pensado, Charles, que tenemos bastante dinero para hacer lo que nos venga en gana?
—De acuerdo; ¿y qué nos apetece?
—Podríamos, por ejemplo, ir a Europa, visitar París…
—¿Qué es eso?
—¿Qué es qué?
—Me ha parecido oír a alguien en la entrada.
—Probablemente un gato.
—Probablemente. Un día de éstos mataré a alguno.
—Charles, podríamos ir a Egipto y pasear por las pirámides —continuó Adam.
—Y también podríamos quedarnos aquí e invertir nuestro dinero. Y podríamos empezar a ir a trabajar y aprovechar el día. ¡Esos malditos gatos!
Charles se dirigió a la puerta, la abrió y exclamó:
—¡Fuera de aquí!
Luego se quedó callado y con la vista fija en los peldaños. Entonces Adam se aproximó a él.
Una masa informe y sucia, envuelta en embarrados harapos, se esforzaba por subir la escalinata. Una mano despellejada se asía trémulamente a los peldaños. Se veía un rostro ennegrecido, de labios partidos y con unos ojos tumefactos y violáceos. La frente mostraba una enorme herida, de la que manaba sangre que empapaba el desgreñado cabello.
Adam bajó por la escalera y se arrodilló junto a la figura.
—Échame un mano —dijo a su hermano—. Vamos, metámosla dentro. Cógela por aquí. ¡No! Cuidado con ese brazo; parece que está roto.
La joven se desmayó mientras la trasladaban.
—Pongámosla en mi cama —propuso Adam—. Ahora, lo mejor que puedes hacer es ir a buscar al médico.
—¿No crees que seria mejor llevárnosla en el carro?
—¿Moverla? De ningún modo. ¿Es que estás loco?
—Puede que no tanto como tú. Piensa un momento.
—Pero, por el amor de Dios, ¿qué quieres que piense?
—Dos hombres que viven solos, y con una cosa así en su casa. Adam se sobresaltó.
—No querrás decir…
—Si, eso quiero decir. Creo que haríamos mejor en llevárnosla. Dentro de dos horas todo el mundo lo sabrá. ¿Sabes quién es y cómo ha llegado hasta aquí? ¿Sabes lo que le ha pasado, acaso? Adam, estamos contrayendo una gran responsabilidad.
Adam respondió fríamente:
—Si no vas tú, iré yo y te dejaré aquí con ella.
—Está bien, iré, pero me parece que te equivocas. Esto nos traerá consecuencias desagradables.
—Estoy dispuesto a cargar con ellas —aseguró Adam—. Y ahora, vete.
Cuando Charles se marchó, Adam fue a la cocina y vertió agua caliente de la tetera en una jofaina. De vuelta a su dormitorio, empapó un pañuelo en el agua y limpió el rostro de la joven manchado de sangre seca y fango. Ella recuperó el conocimiento y lo miró con sus ojos azules. La mente de Adam regresó al pasado: ocurrió en aquella misma habitación y sobre la misma cama. Su madrastra se inclinaba sobre él con un trapo húmedo en la mano, y le pareció volver a sentir el dolor mortecino que producía el agua al introducirse por las heridas. Y durante todo el tiempo su madrastra repetía algo que ahora no podía recordar, a pesar de advertir aún claramente el sonido de su voz.
—Pronto se pondrá usted bien —dijo a la joven—. Hemos ido a buscar al médico. No puede tardar.
Ella movió ligeramente los labios.
—No intente hablar —le aconsejó Adam—. Es mejor que no se esfuerce.
Mientras la enjugaba suavemente con el trapo húmedo se sintió poseído por un intenso calor.
—Puede usted quedarse aquí —dijo a la joven—. Puede permanecer aquí todo el tiempo que quiera. Yo la cuidaré.
Escurrió el trapo, secó su cabello enmarañado y lo despegó de las heridas del cráneo.
Oía el sonido de su propia voz, mientras estaba ocupado en esta tarea, como si fuese la voz de un extraño.
—¿Le duele aquí? Sus pobres ojos… Le pondré unas compresas. Pronto estará bien. La herida de su frente tiene muy mal aspecto. Me temo que le quedará una cicatriz. ¿Puede usted decirme cómo se llama? No, no se esfuerce. Tenemos mucho tiempo, mucho tiempo. ¿Ha oído eso? Será el carruaje del doctor. Ha venido deprisa, ¿eh? —se dirigió a la puerta de la cocina—. Por aquí, doctor. Está aquí.
La joven estaba muy mal herida. Si en aquella época hubiese habido rayos X, el médico hubiera descubierto muchas más lesiones de las que encontró, que fueron bastantes. Tenía un brazo y tres costillas rotas, la mandíbula y el cráneo fracturados y le faltaban los dientes del lado izquierdo. En algunos lugares tenía arrancado el cuero cabelludo, y en la frente una herida que penetraba hasta el hueso. Esto es todo lo que el médico pudo ver y descubrir. Le entablilló el brazo y le aseguró las costillas, dándole también unos puntos en las heridas del cráneo. Con ayuda de una pipeta y de un mechero de alcohol, dobló un tubo de vidrio para meterlo por el hueco de un diente arrancado, con el fin de que la joven pudiese beber e ingerir alimentos líquidos sin tener que mover la mandíbula fracturada. Le puso una inyección de morfina, muy cargada, dejó junto a ella un bote de píldoras de opio, se lavó las manos y se puso el abrigo. Antes de abandonar la habitación, su paciente había vuelto a caer en un profundo sopor.
En la cocina, el médico se sentó ante la mesa y sorbió el café caliente que Charles le ofreció.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó.
—¡Vaya usted a saber! —dijo Charles, con expresión truculenta—. La hemos encontrado en la entrada. Si quiere usted comprobarlo, salga a ver las señales que ha dejado sobre la carretera al arrastrarse por ella.