Al este del Edén (63 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Aron ni se apartó ni respondió. Sólo se retiró un poco para observar el rostro de Cal.

—¿Tengo monos en la cara? —preguntó Cal.

—No sé cómo te las arreglas para hacerlo —respondió Aron.

—¿Qué quieres decir? ¿Para hacer qué?

—Todas esas tretas bajas y rastreras —contestó Aron.

—¿Qué quieres decir con eso de rastreras?

—Si, me refiero a lo del conejo y a lo que acabas de decir ahora. Y a Abra también le hiciste algo. No sé qué sería, pero fuiste tú quien la obligó a tirar la caja.

—Vaya —dijo Cal—. ¡Cómo te gustaría saberlo!

Pero se sentía inquieto.

—No quiero saberlo —respondió Aron con calma—. Lo único que querría saber es por qué lo haces. Siempre estás tramando algo. Y me pregunto por qué. ¿Qué sacas con ello?

Cal sintió una especie de dolorosa punzada en el corazón. Todos sus astutos planes le parecieron de pronto bajos y mezquinos. Comprendió que su hermano acababa de descubrirlo, y al propio tiempo experimentó el ardiente deseo de que Aron le quisiese. Se sintió perdido y hambriento, y sin saber qué hacer.

Aron abrió la portezuela del Ford, descendió y salió del cobertizo. Durante unos momentos, Cal hizo girar el volante, tratando de imaginarse que corría a toda velocidad por la carretera. Pero aquello ya no le producía placer, y pronto siguió los pasos de Aron hacia la casa.

2

Después de cenar, y mientras Lee lavaba los platos, Adam dijo:

—Creo que ya es hora de iros a la cama, chicos. Hemos tenido un día muy agitado.

Aron dirigió una rápida mirada a Cal, y se sacó lentamente del bolsillo el silbato de pata de ciervo.

—Ya no lo quiero —dijo Cal.

—Ahora es tuyo —replicó Aron.

—Buena, pues no lo quiero. No, no lo quiero.

Aron dejó el silbato sobre la mesa.

—Aquí te lo dejo —dijo.

Adam intervino.

—Vamos a ver, ¿qué es esa discusión? He dicho que a la cama.

Cal asumió su expresión de niño inocente.

—¿Por qué? —preguntó. Todavía es muy pronto para irnos a la cama.

—No os he dicho toda la verdad —contestó su padre—. Es que quiero hablar a solas con Lee. Y como ya está demasiado oscuro para que salgáis, es mejor que vayáis a acostaros, o por lo menos, a vuestro cuarto. ¿Comprendido?

Los dos muchachos respondieron al unísono:

—Sí, señor —y siguieron a Lee por el vestíbulo, hasta su dormitorio, que se hallaba en la parte trasera de la casa.

Cuando se hubieron puesto los camisones, volvieron para darle las buenas noches a su padre.

Lee regresó al salón y cerró la puerta que daba al vestíbulo. Tomó el silbato de pata de ciervo de encima de la mesa, lo examinó y volvió a dejarlo allí.

—Me gustaría saber qué ha pasado —dijo.

¿A qué te refieres, Lee?

—Verá usted, antes de cenar hicieron alguna apuesta, y después de la cena, Aron la perdió y tuvo que pagarla. ¿De qué hablábamos entonces?

—Sólo recuerdo que les dije que se fuesen a la cama.

—Bien, tal vez lo sabremos más tarde —repuso Lee.

—Me parece que das demasiada importancia a esas niñerías. Probablemente, no signifique nada.

—Sí, algo significa —replicó Lee, y añadió: Señor Trask, ¿de verdad cree que los pensamientos de la gente se vuelven de pronto importantes a una edad determinada? ¿Es que ahora sus sentimientos son más finos, o sus ideas más claras que cuando tenía diez años? ¿Es que ve mejor, oye mejor, o tiene el gusto más aguzado?

—Puede que tengas razón —contestó Adam.

—Creo que ésa es una de las mayores falacias —argumentó Lee—. Me refiero a la que afirma que el tiempo nos da sabiduría, cuando en realidad lo único que nos da son años y tristezas.

—Y memoria.

—Sí, y memoria. Sin ella, el tiempo no podría herirnos con sus armas. ¿De qué quería usted hablarme?

Adam sacó la carta del bolsillo y la puso encima de la mesa.

—Quiero que leas esta carta con la mayor atención, y que después hablemos de ella.

Lee sacó sus gafas y se las puso sobre la nariz. Abrió la carta, la colocó bajo la lámpara y la leyó.

—¿Y bien? —preguntó Adam.

—¿Hay muchas oportunidades aquí para un abogado?

—¿Qué quieres decir? Ah, ya veo. Estás de broma, ¿no es eso?

—No —respondió Lee—. No bromeo. En mi oscura pero cortés manera oriental, le indicaba que preferiría conocer su opinión antes de exponerle la mía.

—Preferiría que hablases claro.

—Está bien —admitió Lee—. Dejaré de lado mis maneras orientales. Me estoy volviendo viejo y gruñón, y también impaciente. ¿No ha oído usted hablar de los criados chinos que cuando se hacen viejos siguen siendo fieles, pero se vuelven mezquinos?

—No quisiera herir tus sentimientos.

—No lo hace. Usted quiere que hablemos de esta carta. Hable usted primero, y después de oír sus palabras sabré si puedo ofrecerle una opinión honesta, o si es mejor que reafirme la suya.

—No lo entiendo —manifestó Adam con gesto desolado.

—Verá, usted conocía a su hermano. Si usted no lo entiende, ¿cómo quiere que lo entienda yo, que nunca lo conocí?

Adam se levantó, abrió la puerta del vestíbulo, pero no vio la sombra que se escurrió tras ella. Fue a su habitación, y volvió con un retrato, marrón y descolorido, que puso en la mesa frente a Lee.

—Este era mi hermano Charles —dijo, y volviendo a la puerta del vestíbulo, la cerró.

Lee examinó la brillante placa de metal bajo la lámpara, moviendo la imagen de un lado a otro para evitar los reflejos.

—Es muy vieja —afirmó Adam—. Es de antes de que yo ingresara en el ejército.

Lee se acercó para examinar la imagen.

—Es difícil hacerse una idea. Pero por su expresión, diría que su hermano tenía muy buen humor.

—Al contrario —objetó Adam—. No reía jamás.

—No me refería exactamente a eso. Cuando leí las cláusulas del testamento de su hermano, me causó la impresión de que debió de haber sido un hombre dotado de un sentido del juego particularmente brutal. ¿Le quería a usted?

—No lo sé —respondió Adam—. A veces me daba esa impresión. Pero una vez trató de matarme.

—Si, el amor y el crimen se reflejan en su rostro —observó Lee—. Y ambos hicieron de él un tacaño, y un tacaño es un hombre atemorizado, que se oculta en una fortaleza de dinero. ¿Conoció él a su esposa?

—Sí.

—¿Sintió afecto por ella?

—La odiaba.

Lee suspiró.

—En realidad, no importa. No es su problema, ¿verdad? —no, no lo es.

—Desearía usted que el problema saliese a la luz para que pudiese examinarlo?

—Eso es lo que pretendo.

—Entonces, sigamos adelante.

—Tengo la impresión de que mi mente no funciona con la debida claridad.

—¿Quiere que yo descubra las cartas por usted? En ocasiones, resulta más fácil a quien no tiene nada que ver en el asunto.

—Eso es lo que quiero.

—Muy bien, pues. —de pronto, Lee soltó un gruñido, y una mirada de asombro apareció en sus ojos, y apoyó su redondo mentón en su mano pequeña y delgada—. ¡Por los cuernos sagrados! —exclamó. No había pensado en eso.

Adam se agitaba con impaciencia.

—Desearía que cambiases de táctica —dijo con algo de irritación—. Haces que me sienta como un idiota.

Lee sacó una pipa del bolsillo, formada por un largo y delgado cañón de ébano y una pequeña cazoleta de metal en forma de taza. Llenó aquella especie de dedal con un tabaco de hebras tan finas que parecían cabellos. Encendió luego la pipa, aspiró cuatro profundas bocanadas y se quitó la pipa de la boca.

—¿Es opio eso? —preguntó Adam.

—No —respondió Lee—. Es una marca barata de tabaco chino, que sabe a rayos.

—Entonces, ¿por qué lo fumas?

—No lo sé —replicó Lee—. Creo que me recuerda algo, algo que yo asocio con la claridad. No es muy complicado —añadió Lee, entornando los párpados—. Muy bien, pues… voy a tratar de deshilachar sus pensamientos como si fuesen tallarines de huevo, y los dejaré que se sequen al sol. La mujer en cuestión es todavía su esposa y está viva. Según el testamento, ella va a heredar algo así como cincuenta mil dólares, lo cual es una suma muy considerable, y con la que se puede hacer una buena cantidad de bien o de mal. ¿Hubiera querido su hermano dejarle esa suma de haber sabido dónde se encuentra y a qué se dedica? Los tribunales siempre se esfuerzan por interpretar los deseos del testador.

—Mi hermano no hubiera querido eso —aseguró Adam, pero al instante se acordó de las chicas del primer piso de la taberna y de las periódicas visitas de Charles.

—Tal vez tendrá que pensar usted por su hermano —manifestó Lee—. Lo que hace su esposa no es ni bueno ni malo. Los santos pueden surgir de cualquier terreno. Puede que hiciera algo bueno con ese dinero. No hay mejor trampolín que una mala conciencia para saltar a la filantropía.

Adam se estremeció:

—Ella me contó lo que haría si tuviese dinero. Era algo que se aproximaba más al crimen que a la caridad.

—¿Entonces a usted le parece que no debería recibir ese dinero?

—Dijo que destruiría la reputación de muchos hombres prestigiosos de Salinas, y además dispone de los medios para hacerlo.

—Ya comprendo —asintió Lee—. Me alegra poder contemplar este caso con objetividad. La reputación de esos señores, por lo que se ve, debe de tener sus puntos flacos. ¿Así es que moralmente usted se opondría a que ella entrase en posesión de esa suma?

—Sí.

—Analicemos esto. Ella no tiene nombre; no tiene pasado. Una prostituta surge repentinamente de la tierra. No estaría en disposición de reclamar ese dinero, en el caso de que se enterase de su existencia, si usted no quisiera ayudarla.

—Supongo que no. Si, ya veo que ella nunca podrá reclamarlo si no puede contar con mi ayuda.

Lee sacó la pipa de su boca, hizo caer la ceniza con ayuda de una agujita de latón y llenó de nuevo la cazoleta. Mientras echaba sus cuatro bocanadas, levantó los párpados y observó a Adam.

—Es un problema moral muy delicado —comentó. Con su permiso, voy a ofrecerlo a la consideración de mis honorables parientes, sin usar nombres, desde luego. Ellos lo examinarán de la misma manera que un niño lo hace con un perro para buscarle garrapatas, y estoy seguro de que llegarán a resultados muy interesantes —dejó la pipa sobre la mesa—. Porque usted no tiene otra alternativa, ¿no es así?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Adam.

—¿La tiene? ¿Se conoce usted mucho menos de lo que yo le conozco?

—No sé qué hacer —dijo Adam—. Tendré que pensar mucho en ello.

—Me parece que he estado perdiendo el tiempo —se lamentó Lee con enojo—. ¿Se miente usted a sí mismo, o sólo lo hace conmigo?

—¡No me hables así! —le gritó Adam.

—¿Por qué no? Siempre me ha disgustado la mentira. Su destino está trazado, y lo que usted hará, escrito, escrito hasta su último aliento. Voy a decirle, de todas maneras, lo que pienso. Yo soy muy complicado. Siento arena bajo mi piel. Busco siempre el desagradable olor de los viejos libros y el dulce aroma de los buenos pensamientos. Enfrentado con dos posibles actitudes morales, usted actuará según la educación que ha recibido. Lo que usted llama pensar no podría cambiarlo. El hecho de que su esposa sea una puta de Salinas, no lo cambiaría ni un ápice.

Adam se puso en pie, con semblante encolerizado.

—Te pones muy insolente ahora que has decidido marcharte —exclamó. Te repito que todavía no sé qué tengo que hacer con el dinero.

Lee suspiró profundamente. Enderezó su cuerpecillo, apoyando las manos en las rodillas. Caminó cansadamente hacia la puerta de entrada y la abrió. Luego se volvió, y sonrió a Adam.

—¡Estupideces! —dijo con suave afecto y salió cerrando la puerta.

3

Cal se deslizó sin hacer mido por el oscuro vestíbulo y entró cautelosamente en la habitación donde dormía con su hermano. Vio la cabeza de Aron, apoyada en la almohada de la cama, pero no pudo distinguir si dormía. Procurando no hacer ruido, se deslizó a su lado, y entrelazando los dedos tras su cabeza, contempló las miríadas de manchitas coloreadas que veía danzar en las tinieblas. De vez en cuando, la cortinilla de la ventana se inflaba suavemente, y cuando la brisa nocturna caía, el lienzo pendía golpeando en silencio la ventana.

Una melancolía gris y espesa se apoderó de él. Deseó con todo su corazón que Aron no se hubiese apartado de él cuando estaban en el cobertizo de los carruajes. Movió los labios en las tinieblas y, a pesar de que no proferían sonido alguno, a él le pareció oír las palabras que pronunciaba.

—¡Oh, Señor! —musitó. ¡Haz que sea como Aron! No me dejes ser bajo y ruin. No quiero serlo. Si haces que todos me quieran, te daré todo lo de este mundo, y si no puedo dártelo, iré a buscarlo donde sea. No quiero ser bajo ni ruin. No quiero sentirme solo. En el nombre del Padre, amén.

Lágrimas ardientes se deslizaban lentamente por sus mejillas. Sentía los músculos envarados y se esforzaba por no emitir ningún sollozo o suspiro.

Aron susurró en la oscuridad, sin levantar la cabeza de la almohada:

—Estás muy frío. Te habrás resfriado. —extendiendo la mano, asió el brazo de Cal y sintió el latido de la sangre. Preguntó quedamente: ¿Tenía dinero el tío Charles?

—No —dijo Cal.

—Has estado mucho tiempo escuchando. ¿De qué quería hablar padre?

Cal permanecía quieto, tratando de contener su aliento.

—¿No quieres decírmelo? —preguntó Aarón. No me importa si no quieres hacerlo.

—Te lo diré —susurró Cal, volviéndose de espaldas a su hermano—.

Papá tiene intención de enviar una guirnalda a mamá. Una guirnalda muy grande de claveles.

Aron se incorporó en la cama y preguntó excitado:

—¿Ah, sí? ¿Y cómo hará para mandarla?

—Por tren. No hables tan alto.

Aron bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.

—Pero ¿cómo se las compondrán para que se conserven frescos?

—Con hielo —contestó Cal—. Los colocarán entre hielo.

—Pero se necesitará mucho hielo, ¿no? —preguntó Aron.

—Una barbaridad —respondió Cal—. Duérmete ya.

Aron permaneció silencioso, y luego añadió:

—Espero que las flores lleguen en buen estado, y que no se marchiten.

—Estate tranquilo —dijo Cal, pero mentalmente suplicaba: «No permitas que yo sea bajo y ruin».

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