Al este del Edén (60 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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»Resulta que mi padre, joven a la sazón, acababa de casarse y se sentía muy unido a su esposa por un profundo y cálido afecto, que se veía completamente correspondido. A pesar de ello, no tuvieron más remedio que despedirse con buenos modales en presencia de los jefes de la familia. He pensado a menudo que las buenas maneras son acaso un paliativo para los profundos dolores.

»Los hombres se hacinaban como ganado en el oscuro vientre de los barcos, donde permanecían hasta que alcanzaban San Francisco, seis semanas después. Y puede usted imaginar cómo se viajaría en aquellas sentinas. No obstante, como había que entregar la mercancía en medianas condiciones de trabajo, se procuraba no maltratarlos. Y mi pueblo, además, ha aprendido a través de los años a vivir amontonado, a mantenerse limpio y a comer en condiciones verdaderamente intolerables.

»Llevaban una semana en el mar, cuando mi padre descubrió a mi madre, que se había vestido de hombre y había trenzado su cabello, convirtiéndolo en una coleta. Como había estado siempre muy quieta y silenciosa, consiguió pasar inadvertida y, desde luego, por aquellos días no había revisiones médicas ni vacunas. Ella consiguió poner su esterilla junto a la de mi padre. No hablaron lo más mínimo y se limitaban a susurrarse de vez en cuando algunas palabras al oído en medio de la oscuridad. Mi padre estaba enfadado por lo que consideraba una desobediencia, pero, por otra parte, se alegraba de ello.

»Y el resultado fue que los condenaron durante cinco años a trabajos forzados; ni siquiera les cruzó por la mente la idea de escaparse, una vez estuvieron en América, porque eran personas honorables, y, además, habían firmado un contrato.

Lee hizo una pausa.

—Pensaba que podía contárselo en cuatro palabras —dijo—. Pero usted desconocía los antecedentes. Voy a buscar un vaso de agua. ¿Quiere usted también?

—Sí —contestó Adam—. Pero hay algo que no comprendo. ¿Cómo es posible que una mujer hiciese ese trabajo?

—Enseguida vuelvo —dijo Lee, y se fue a la cocina, de donde regresó con dos vasos de latón llenos de agua, que dejó sobre la mesa—. ¿Qué es lo que quiere saber?

—Cómo podía hacer tu madre el trabajo de un hombre?

Lee sonrió.

—Mi padre decía que era una mujer fuerte, y creo que una mujer fuerte puede serlo más que un hombre, particularmente si está dominada por el amor. Creo que una mujer enamorada es casi indestructible.

En el rostro de Adam se dibujó una mueca dubitativa.

—Ya lo verá usted algún día, ya lo verá —vaticinó Lee.

—No es que lo ponga en duda —replicó Adam—. ¿Cómo podría saberlo con una sola experiencia? Sigue, sigue.

—Había una cosa que mi madre no susurró al oído de mi padre durante aquella terrible travesía. Y como muchos estaban completamente mareados, nadie se extrañó de que ella también lo estuviese.

—¡No irás a decirme que estaba embarazada! —exclamó Adam.

—Sí, estaba embarazada —confirmó Lee—. Pero no quería causarle más preocupaciones a mi pobre padre.

—¿Lo sabía cuando se embarcó?

—No, todavía no. Manifesté mi presencia en este mundo en el momento más inoportuno. Veo que esto va convirtiéndose en un historia más larga de lo que pensaba.

—Puedes interrumpirla cuando quieras —dijo Adam.

—No, ya no. En San Francisco, la masa de músculo y hueso era embarcada en vagones de ganado, y las locomotoras resoplaban arrastrándolos a través de las montañas. Tenían que excavar las laderas de las colinas y abrir túneles bajo los altos picos. A mi madre la amontonaron con otros en un vagón, y mi padre no volvió a verla hasta que llegaron a su campamento, situado en un prado de la alta montaña. Era muy bonito, con hierba verde y flores y rodeado de picos nevados. Y sólo entonces mi madre se lo dijo.

»Empezaron a trabajar. Los músculos de una mujer se endurecen tanto como los de un hombre, y mi madre tenía además una voluntad férrea. Hacía el trabajo de pico y pala que se le exigía, lo cual debió de ser terrible. Pero a medida que se aproximaba el momento de dar a luz, el pánico empezó a apoderarse de ellos.

—Pero ¿por qué hacían eso? —preguntó Adam—. ¿Por qué no se dirigían al capataz y le decían que era una mujer y que, además, estaba embarazada? Seguro que la hubieran atendido adecuadamente.

—No lo crea —objetó Lee—. Todavía no le he contado bastante, y por eso mi historia se alarga tanto. Mis padres sabían muy bien lo que tenían que hacer. Aquel ganado humano se importaba solamente con una única finalidad: trabajar. Cuando habían hecho su trabajo, a los que no habían muerto se les embarcaba de nuevo y se les reexpedía al punto de origen, de donde se traían únicamente hombres, no mujeres. El país no queda que se reprodujesen. Un hombre, una mujer y un niño agrupados suelen enraizarse, establecerse en la tierra sobre la cual viven y donde no tardan en levantar un hogar. Y entonces es dificilísimo desarraigarles. Pero un hatajo de hombres nerviosos, fuertes, inquietos, medio muertos de deseos de ver a una mujer, sí, ésos van a cualquier parte, y sobre todo a su casa. Y mi madre era la única mujer entre toda aquella banda de hombres semisalvajes y casi enloquecidos. Cuanto más trabajaban y comían, más inquietos se volvían; sus capataces no los consideraban como personas, sino como animales que podían llegar a ser peligrosos si no se les controlaba. Ahí tiene usted por qué mi madre no pidió ayuda. La hubieran echado del campamento, o acaso la hubieran matado y enterrado como a una vaca enferma. Fusilaron a quince hombres por mostrarse excesivamente díscolos.

»No, ellos mantenían el orden de la única manera que nuestra pobre especie ha aprendido a hacerlo. Pensamos que tiene que haber métodos mejores, pero jamás los aprendemos, y siempre volvemos al látigo, a la cuerda y al rifle. Desearía no haber empezado a contarle esta historia.

—¡Por qué no? —preguntó Adam.

—Todavía veo el rostro de mi padre cuando me lo contaba, y una antigua herida se abre, en carne viva y llena de dolor. Mientras me lo contaba, mi padre tenía que interrumpirse para tratar de dominar su pena y sus sentimientos, y cuando proseguía, hablaba con firmeza y empleaba palabras duras y cortantes, como si quisiera hundírselas en la carne.

»Consiguieron mantenerse juntos los dos, diciendo que ella era el sobrino de mi padre. Fueron pasando meses, y, afortunadamente para ellos, mi madre engordó muy poco, y seguía trabajando, tanto si sentía dolores como si no. Mi padre la ayudaba todo lo que podía y se excusaba diciendo: "Mi sobrino es muy joven y sus huesos son muy frágiles". No habían trazado ningún plan, y no sabían qué hacer.

»Y entonces, a mi padre se le ocurrió un plan. Se escaparían por las altas montañas, hasta encontrar un prado cercano a las cumbres, y allí, a la orilla de un lago, harían una madriguera para que ella diese a luz, y cuando mi madre se encontrase bien y hubiese nacido el niño, mi padre regresada para recibir su castigo, lo cual significaría que tendría que firmar un nuevo contrato por otros cinco años, para expiar el delito de su sobrino. A pesar de lo lamentable que resultaba aquella escapatoria, no tenían otra opción, así es que les parecía una magnífica idea. Para que el plan saliese bien se necesitaban dos condiciones: calcular con todo cuidado el tiempo y disponer de bastante alimento.

»Mis padres… —Lee se detuvo de nuevo, sonriendo por haber empleado aquella palabra, tan agradable para él que lo reconforto—. Mis queridos padres empezaron a hacer sus preparativos. Todos los días economizaban una parte de su ración de arroz y la ocultaban bajo la esterilla donde dormían. Mi padre halló un trozo de cuerda y se construyó un anzuelo con un pedazo de alambre, porque en los lagos de las montañas se podía pescar truchas. Dejó de fumar para economizar los fósforos que le entregaban. Y mi madre recogió todos los pedazos de tela, por andrajosos que fuesen, y deshilachó los bordes de sus vestidos para obtener hilos con los que coser los harapos y formar una bolsa con ellos, que serían mis pañales. Me gustaría haberla conocido.

—A mí también —manifestó Adam—.!Se lo contaste alguna vez a Sam Hamilton?

—No, no se lo conté, y ojalá lo hubiera hecho. Le encantaba todo aquello que ensalzase el alma humana, pues para él constituía una especie de triunfo personal.

—Espero que consiguieran escapar —dijo Adam.

—Sé cómo se siente. A mí me pasaba lo mismo, pues cuando mi padre me lo contaba, le decía: "Llegue a aquel lago, lleve a mi madre allí; no permita que ocurra otra vez, otra vez no. Cuénteme cómo llegaron al lago y construyeron una casa de ramas de abeto». Pero mi padre era muy chino, y me contestaba: ((Hay más belleza en la verdad, aunque sea una verdad terrible. Los narradores de historias de las ciudades falsean de tal manera la vida, que la hacen aparecer dulce a los ojos de los perezosos, de los estúpidos y de los débiles, y eso sólo contribuye a reforzar sus flaquezas, sin enseñarles nada, ni hacerles el menor bien, ni engrandecer su corazón».

—Prosigue —dijo Adam con impaciencia.

Lee se levantó, se aproximó a la ventana y terminó de contar su historia, mirando a las estrellas que titilaban a través del viento de marzo.

—Un peñasco rodó por la ladera del monte y le rompió una pierna a mi padre. Se la entablillaron y le dieron un trabajo de inválido, consistente en enderezar clavos usados, con un martillo, sobre una roca. Y tanto si se sentía bien como mal, eso no importaba, mi madre empezaba a trabajar a primeras horas de la mañana, hasta que los hombres, medio enloquecidos, se enteraron, y enloquecieron por completo. Un hambre avivaba a otra hambre, un crimen se fundía con el anterior, y los pequeños crímenes cometidos contra aquellos hombres famélicos se convirtieron en la llama de un único y gigantesco crimen de locos.

»Mi padre oyó el grito de "!Una mujer!", y se dio cuenta de lo que pasaba. Trató de correr, pero su pierna volvió a romperse, y tuvo que arrastrarse por la escabrosa pendiente hasta la carretera, donde aquello ocurría.

»Cuando llegó allí, la tristeza cubría la faz de la tierra, y los hombres de Cantón se escabullían tratando de ocultarse y de olvidar que el ser humano puede llegar a ser así. Mi padre llegó hasta donde ella yacía tendida sobre un montón de grava. Ni siquiera tenía ojos para ver, pero sus labios aún se movían, y pudo darle sus últimas instrucciones. Mi padre me arrancó con sus propias uñas de la carne desgarrada de mi madre. Aquella tarde ella murió sobre un montón de cascajos.

Adam respiraba afanosamente. Lee continuó con el mismo sonsonete:

—Antes de odiar a esos hombres, déjeme contarle lo que mi padre consideraba el final de la historia: que ningún niño recibió jamás tantos cuidados como yo. El campamento entero se convirtió en mi madre. Es hermoso…, terrible y hermoso. Y ahora, buenas noches. No puedo seguir hablando.

3

Adam abrió un cajón tras otro, examinó los estantes y alzó las tapas de las cajas de toda la casa, hasta que por último se vio obligado a llamar a Lee y preguntarle:

—¿Dónde están la tinta y la pluma?

—No hay —respondió Lee—. No ha escrito usted una sola palabra durante muchos años. Le dejaré la mía si quiere.

Fue a su habitación y volvió con una botella achatada de tinta, una pluma, un cuaderno y un sobre, y lo depositó todo encima de la mesa.

—¿Cómo sabes que quiero escribir una carta? —le preguntó Adam.

—Va a intentar escribir a su hermano, ¿no es eso?

—Así es.

—Le costará hacerlo, después de tanto tiempo —afirmó Lee.

Efectivamente, le costó mucho. Adam mordisqueaba y roía el mango de la pluma, mientras hacía muecas que denotaban su esfuerzo mental. Escribía algunas frases sobre una hoja, y luego la arrancaba para empezar a escribir en la siguiente. Adam se rascó la cabeza con el mango.

—Lee, en caso de que me fuera de viaje al este, ¿querrías quedarte con los chicos hasta mi regreso?

—Es más fácil que escribir —dijo Lee—. Claro que me quedaré.

—No. Voy a escribirle.

—¿Por qué no le dice a su hermano que venga?

—Buena idea, Lee. No se me había ocurrido.

—Además, le proporciona una excusa para escribirle, una buena excusa.

Las palabras brotaron ya sin dificultad y Adam terminó la carta. Tras corregirla, volvió a escribirla en otra hoja con letra bien clara, y la releyó muy lentamente antes de meterla en el sobre.

«Querido hermano Charles:

»Te sorprenderá recibir noticias mías después de tanto tiempo. He pensado muchas veces en escribirte, pero nunca encontraba el momento.

»Espero que esta carta te encontrará bien yen buen estado. Seguro que a estas alturas ya tienes cinco o diez hijos. ¡Ja, ja! Yo tengo dos, y resulta que son mellizos. Su madre no está aquí. La vida de campo no le sentaba bien. Ahora vive en una ciudad cercana y la veo de vez en cuando.

»Tengo un rancho muy hermoso, pero me avergüenza confesar que no me ocupo mucho de él. Quizá lo haga a partir de ahora. Ya sabes que siempre tengo buenos propósitos. Durante algunos años me he sentido bastante mal, aunque ahora estoy bien.

»Y tú, ¿cómo estás y cómo te van las cosas? Me gustaría verte. ¿Por qué no vienes a visitamos? Es un sitio muy bonito, e incluso podrías encontrar algún lugar para establecerte. Los inviernos aquí no son fríos, lo cual es muy importante para unos viejos como nosotros. ¡Ja, ja!

»Bien, Charles, supongo que pensarás en ello y me comunicarás tu decisión. El viaje te haría bien. Ya sabes que me gustaría verte. Tengo muchas cosas que contarte que no puedo explicarte por escrito.

»Bueno, Charles, escríbeme pronto y comunícame las noticias de casa. Supongo que habrán ocurrido muchas cosas. A medida que uno se hace viejo, las únicas noticias que nos llegan son casi las concernientes a la muerte de personas que conocíamos. Así es el mundo. Escríbeme pronto y dime si vendrás a verme. Tu hermano.

»Adam.»

Se sentó con la carta en la mano, y evocó el sombrío rostro de su hermano con su frente marcada por una cicatriz. Podía ver el brillo de sus ojos castaños y cómo sus labios se contraían, mostrando los dientes, para dar paso el animal ciego y destructor que se arrojaba sobre él. Sacudió la cabeza para apartar esa imagen de su mente, y se esforzó por recordar el rostro de su hermano cuando sonreía. Incluso intentó evocar su frente antes de tener esa cicatriz, pero las imágenes se le aparecían difusas. Tomó de nuevo la pluma y escribió debajo de la firma:

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