Al este del Edén (66 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—¡Estoy aquí, estoy aquí! —aunque sabía que no podía oírla por encima del rechinar de las ruedas del tren, cuando el coche pasó junto a él.

Bajó por la escalerilla y lo vio mirando desesperadamente en dirección opuesta. Ella sonrió y se le aproximó por la espalda.

—Perdone usted, señor —le dijo quedamente—. ¿Está por aquí un tal señor Tom Hamilton?

El giró en redondo, lanzó un grito de alegría, y levantándola del suelo en un abrazo de oso, empezó a bailar con ella. Luego la sostuvo con una sola mano y le dio unas palmaditas en las nalgas con la mano libre. Después, frotó su áspero bigote contra las mejillas de la joven. Separando la cara, le pasó el brazo por los hombros y la miró. Los dos echaron la cabeza para atrás y rompieron en carcajadas.

El jefe de estación se asomó por la ventanilla y apoyó los codos, protegidos con manguitos negros, en el alféizar. Volviendo la cabeza, le dijo al telegrafista:

—¡Hay que ver esos Hamilton! ¡Míralos!

Tom y Dessie, con las manos unidas sólo por las puntas de los dedos, estaban danzando una elegante pavana, mientras él cantaba «Doodldoodldoo», y ella «Deedledeedledee», y terminaron por abrazarse de nuevo.

Tom la miró.

—¿No serás por casualidad Dessie Hamilton? Me parece que te recuerdo. Pero has cambiado bastante. ¿Dónde están tus coletas?

Les llevó mucho tiempo encontrar el talón del equipaje de Dessie, después Tom no supo en qué bolsillo lo había metido, y cuando finalmente lo encontró y fue a recoger el equipaje, regresó con unos bultos que no eran de su hermana. Al final, consiguió amontonar todas las maletas de la joven en la trasera de su carromato. Los dos caballos bayos apisonaban la tierra dura con impaciencia, y erguían sus cabezas, haciendo saltar las varas brillantes y chirriar la doble cruz. Los arneses estaban pulidos y el latón refulgía como el oro. En mitad del látigo había un lazo encarnado, y los caballos lucían cintas rojas también en la crin y en la cola.

Tom ayudó a Dessie a encaramarse al asiento, y simuló mirarle los tobillos a hurtadillas. Luego agitó las riendas, y aflojó los bocados. Desenvolvió el látigo que tenía enrollado en el mango, y los caballos giraron tan bruscamente, que la rueda chirrió contra la guarda.

—¿No te gustaría que diésemos una vuelta por King City? —le preguntó Tom—. Es una ciudad muy bonita.

—No —respondió ella—. Ya la conozco.

Entonces él giró a la izquierda, en dirección al sur, y dejó que los caballos tomasen un buen trote.

—¿Dónde está Will? —preguntó Dessie.

—No lo sé —respondió él gruñendo.

—¿Te dijo algo?

—Si. Me dijo que no debías venir.

—A mí me dijo lo mismo —observó Dessie—. También ha obligado a George a escribirme.

—¿Por qué no puedes venir si ése es tu deseo? —preguntó Tom enfurecido—. ¿A él qué le importa?

Ella le tocó el brazo.

—Cree que estás loco. Dice que escribes versos.

El rostro de Tom se ensombreció.

—Debió de entrar en casa cuando yo no estaba. ¿Qué es lo que quiere? No tiene derecho a escudriñar mis papeles.

—No te enfades, no te enfades —dijo Dessie—. Will es tu hermano. No lo olvides.

—¿Qué diría él si yo escudriñase sus papeles? —preguntó Tom.

—No podrías hacerlo —contestó Dessie secamente—. Los tiene en la caja fuerte. Pero no estropeemos el día por una rabieta.

—Está bien —accedió él—. Pero me pone furioso. Claro, como no quiero vivir su clase de vida, me considera loco, loco de remate. Dessie cambió de tema, de manera algo forzada.

—Últimamente lo he pasado bastante mal, Tom —admitió. Mamá también quería venir. ¿La has visto llorar alguna vez, Tom?

—No, al menos no lo recuerdo. No es una mujer que suela llorar por cualquier cosa.

—Pues lo hizo. No fue mucho, aunque para ella sí. Se sofocó un poco, emitió dos sollozos, tuvo que sonarse, limpiar sus anteojos, y luego cerró la boca tan fuertemente como la tapa de un reloj.

—Dessie, no sabes el bien que me hace tenerte aquí conmigo. Es algo magnífico que me hace sentir como si me hubiese repuesto de una enfermedad —aseguró Tom.

Los caballos trotaban por la carretera vecinal.

—Adam Trask se ha comprado un Ford —le dijo Tom—. O quizá, debería decir que Will se lo ha vendido.

—No lo sabía —respondió Dessie—. Quiere comprarme la casa y me ofrece un buen precio por ella. —rió.— La tasé a un precio muy alto y estaba dispuesta a rebajarlo durante las negociaciones, pero el señor Trask aceptó sin regatear, lo que me puso en un aprieto.

—¿Y qué hiciste, Dessie?

—Tuve que explicarle que había puesto un precio muy alto porque esperaba que me lo discutiera, pero a él no le importó.

—Te ruego que nunca le cuentes eso a Will —le dijo Tom, porque haría que te encierren.

—¡Pero la casa valía mucho menos de lo que yo pedía por ella!

—Te repito lo que te he dicho sobre Will. ¿Para qué quiere Adam tu casa?

—Piensa trasladarse a vivir allí. Quiere que sus hijos vayan a la escuela en Salinas.

—¿Y qué hará con el rancho?

—No lo sé. No me lo dijo.

—Me pregunto qué hubiera ocurrido si padre hubiera tenido un rancho como ése en lugar de nuestra vieja, seca y polvorienta propiedad —comentó Tom.

—No es un sitio tan malo.

—Sí, sirve para cualquier cosa, menos para vivir en él.

—¿Has conocido alguna familia de mejor humor que la nuestra? —le preguntó Dessie muy seria.

—No, la verdad. Pero eso se aplica a la familia, no a la tierra.

—¿Te acuerdas, Tom, de cuando llevaste a Jennie y a Belle Williams al baile de Peach Tree en el sofá?

—¡Mamá nunca me permitió olvidarlo! Dime, ¿qué te parecería si les pidiésemos a Jennie y a Belle que viniesen a hacernos una visita?

—Yo creo que vendrían —respondió Dessie—. Podemos decírselo.

Cuando abandonaron la carretera vecinal, ella dijo:

—Guardaba un recuerdo diferente de esta tierra.

—¿Estaba más seca?

—Sí, creo que sí. Hay mucha hierba, Tom.

—Voy a comprar veinte cabezas de ganado para que se la coman.

—Debes de ser rico.

—No lo creas, y un año tan bueno como éste hará bajar mucho el precio de la carne de buey. Me gustaría saber lo que haría Will en mi caso. Es un hombre que sabe desenvolverse en malas épocas, porque me dijo que siempre se saca provecho de la escasez. Will es muy listo.

La carretera, llena de baches y roderas, seguía con el mismo aspecto, sólo que las roderas eran más profundas y las piedras parecían más abundantes.

—¿Qué es ese letrero que cuelga de esos mezquites? —preguntó Dessie. Al pasar junto a él, lo agarró y vio que rezaba: BIENVENIDA A CASA.

—¡Eso lo has hecho tú, Tom!

—¿Yo? No. Alguien habrá andado por aquí.

Cada cincuenta metros aparecía un nuevo letrero sujeto en algún arbusto, o colgado de las ramas de un madroño, o clavado al tronco de un castaño de Indias, y en todos se leía: BIENVENIDA A CASA. Dessie chillaba de alegría cada vez que descubría uno.

Coronaron la loma que dominaba el vallecito donde se encontraba la vieja residencia de los Hamilton, y Tom detuvo el carruaje para permitir que Dessie disfrutase de la vista. En la ladera del monte opuesto, y escritas con lechada sobre las piedras, se leían unas enormes letras que decían: BIENVENIDA A CASA, DESSIE. Ella apoyó la cabeza en la solapa de su hermano, y rió y lloró al mismo tiempo.

Tom miró con firmeza frente a sí.

—¿Quién habrá hecho esto? —se preguntó. Veo que ya no se puede dejar la casa sola.

3

Al amanecer, Dessie se despertó con un agudo dolor que la asaltaba a intervalos. El dolor la atenazaba angustiosamente; parecía extenderse por su costado y su abdomen; empezaba como un ligero pellizco y luego se convertía en una sensación punzante que se transformaba en dolor intenso e insoportable, como si una poderosa garra se hubiese clavado en su flanco. Cuando el dolor menguaba, sentía en aquel lugar una ardiente comezón. Aquello no se prolongaba mucho, pero mientras duraba, todo desaparecía a su alrededor, y ella se plegaba sobre sí misma, atenta sólo a la terrible lucha que se libraba en su cuerpo.

Cuando sólo le quedaban unas ligeras molestias, se percató de que el alba plateada se asomaba por las ventanas. Aspiró la brisa matinal que agitaba las cortinillas, aportándole el olor de la hierba, de las raíces y de la tierra húmeda. Después, llegaron a sus oídos los ecos de los gorriones parloteando entre ellos; una vaca que mugía y que regañaba monótonamente a una ternera hambrienta que la acosaba; el graznido de falsa excitación de un arrendajo azul; el grito de advertencia de una codorniz en guardia, y el susurro de respuesta de la hembra, oculta por allí cerca entre la alta hierba. El gallinero hervía de excitación a causa de un huevo, y una enorme gallina Rhode Island roja, que pesaba dos kilos, protestaba hipócritamente ante el horror que representaba verse clavada salazmente al suelo por la ruina flaca y huesuda de un gallo al que hubiera podido tumbar de un solo aletazo.

El arrullo de los palomos le despertó muchos recuerdos. Dessie se acordó de su padre, sentado a la cabecera de la mesa, diciendo: «Le dije a Rabitt que pensaba criar palomos, y ¿sabéis lo que me contestó? Mientras no sean blancos… ¿Por qué no blancos?, le pregunté, y él respondió: Traen muy mala suerte. Suelen acarrear tristeza e incluso la muerte. Es mejor que los tenga grises. Me gustan los blancos. Es mejor que sean grises, me repitió él. Y tan cierto como que ahora es de día, he de criar palomos blancos».

Y Liza le reprendía con mucha paciencia: «¿Por qué eres tan tozudo, Samuel? Los grises son tan sabrosos como los blancos, y además son mayores». «No voy a permitir que esos estúpidos cuentos de hadas me obliguen a hacer lo que no quiero», respondía Samuel.

Y Liza contestaba entonces con su terrible simplicidad: «Es tu tozudez en llevar la contraria la que te obliga. ¡Eres más terco que una mula, sí, que una mula!». «Alguien tiene que serlo», respondía hoscamente. «De lo contrario, nunca se podría burlar al destino y hacerlo avanzar, y la humanidad seguiría encaramada en las ramas más altas de los árboles.»

Y desde luego, crió palomos blancos y esperó con truculencia a que llegasen las tristezas y la muerte, hasta que demostró la falsedad de aquel aserto. Y los tataranietos de aquellos palomos eran los pichoncitos talludos que esa mañana se arrullaban y emprendían el vuelo para describir círculos en una nívea franja en torno al cobertizo de los carruajes.

Dessie, sumida en sus recuerdos, oía voces en torno a ella, y la casa entera se poblaba. Pensaba en la tristeza y en la muerte, y luego en la muerte y en la tristeza, y en su estómago se revolvían los pensamientos y el malestar. Si tienes paciencia, todo llega a su debido tiempo.

Oía cómo resoplaba el aire al ser expulsado de los enormes fuelles de la forja, y el isócrono golpear del martillo sobre el yunque. Oía a Liza abrir la puerta del horno, y el golpe sordo de la hogaza amasada al caer sobre la tabla espolvoreada con harina. Luego aparecía Joe, buscando sus zapatos en los sitios más extraños, hasta que al final los encontraba donde los había dejado, o sea, debajo de la cama.

Oía también la dulce voz de Mollie, que leía en tono muy alto un pasaje de la Biblia en la cocina, según hacia todas las mañanas, y a Una corrigiéndola con su voz plena y engolada, aunque fría.

Y Tom había cortado la lengua de Mollie con su cortaplumas, y casi llegó a desmayarse al pensar en el valor que había tenido.

—¡Oh, querido Tom! —se dijo, moviendo apenas los labios.

La cobardía de Tom era tan desmesurada como su valor, como debe ser en los grandes hombres. Su ternura contrarrestaba su violencia y su alma constituía el campo de batalla, lleno de hoyos, donde luchaban sus propias fuerzas. Ahora se sentía muy confuso, pero Dessie podía llevarlo de la brida a donde quisiera, de la misma manera que un mozo conduce a un caballo purasangre ante la barrera para mostrar su estampa y su forma.

Dessie se encontraba sumida en el dolor y también el sueño, mientras la mañana se iba iluminando al otro lado de la ventana. Se acordaba de que Mollie tenía que encabezar el Gran Desfile del 4 de Julio, en compañía nada menos que de Harry Forbes, senador del Estado. Y Dessie todavía no había acabado de bordar los galones en el traje de Mollie. Hizo un esfuerzo por levantarse. Había muchos galones por coser, y ella estaba todavía medio adormecida.

—¡Enseguida lo hago, Mollie! Estará listo en dos minutos —gritó.

Se levantó de la cama, se echó un batín sobre los hombros y recorrió con los pies descalzos la casa atestada de miembros de la familia Hamilton. No estaban en el vestíbulo, así es que debían hallarse en los dormitorios. En ellos encontró las camas recién hechas, y supuso que estallan en la cocina, pero cuando llegó allí, habían desaparecido. Tristeza y muerte. La ola retrocedió y la dejó completamente despierta en la cruda realidad.

La casa estaba muy limpia, fregada e inmaculada, con las cortinas lavadas y las ventanas pulidas, pero se notaba que lo había hecho un hombre. Las cortinas planchadas no tenían los pliegues muy rectos, en las ventanas había regueros y, cuando quitó un libro de encima de la mesa, apareció un rectángulo oscuro en el lugar que había ocupado.

La estufa estaba encendida, y por los bordes de la tapa se veía una luz anaranjada, y se oía el trueno apagado de las llamas arrastradas por el tiro abierto. El reloj de la cocina movía su péndulo detrás de su cubierta de cristal, y su tictac parecía el golpear de un martillito de madera sobre una caja vacía, también de madera.

Del exterior llegó un silbido tan salvaje y ronco como el de un caramillo, y su diapasón era alto y extraño. El silbido modulaba una salvaje melodía. Luego sonaron en el pórtico los pasos de Tom, y éste entró transportando un haz de madera de roble tan grande que le impedía ver. Acercándose al cajón de la leña dejó caer los maderos en una cascada.

—Veo que ya estás levantada —saludó. Silbaba para despertarte en el caso de que aún durmieses. —Tenía el rostro resplandeciente de alegría—. Hace una mañana maravillosa, y hay que aprovecharla.

—Hablas como papá —dijo Dessie, y unió sus risas a las de él.

La alegría de Tom se convirtió en un tono de desafío.

—Si —dijo altivamente—. Y te prometo que haré que volvamos a los viejos tiempos. He estado arrastrándome por aquí lastimosamente como una serpiente con el espinazo roto. No es extraño que Will pensase que estaba chiflado. Pero ahora que has vuelto tú, ya verás. Voy a respirar la vida a pleno pulmón otra vez. ¿Me oyes? Esta casa vivirá de nuevo.

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