Al este del Edén (69 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Su caballo, que estaba despierto junto a la valla, acudió a su silbido y empezó a mordisquear la hierba mientras él lo ensillaba.

Eran las tres de la madrugada cuando depositó las cartas en la estafeta de King City. Luego montó y dirigió su caballo hacia el sur, en dirección a las yermas colinas entre las que se asentaba la vieja mansión de los Hamilton.

Era todo un caballero.

C
UARTA
PARTE
Capítulo 34

Un niño preguntaría: «¿De qué trata la historia del mundo?». Y un adulto preguntaría: «¿Hacia dónde va el mundo?». ¿Cuál será su fin, y, mientras estamos en él, qué pasa?

Creo que hay una sola historia en el mundo que ha conseguido espantarnos e inspirarnos de tal modo, que vivimos en una película de episodios a lo Pearl White, en la que se suceden alternativamente la reflexión y el asombro. Los humanos están atrapados —en sus vidas, en sus pensamientos, en sus anhelos y ambiciones, en su avaricia y crueldad, y también en su bondad y generosidad— en una red entretejida de bien y de mal. Yo creo que ésta es nuestra única historia y que tiene lugar en todos los niveles del sentimiento y de la inteligencia. La virtud y el vicio forman la urdimbre y la trama de nuestra primera codicia, y serán también la factoría de la última, y ello a pesar de los cambios que podamos imponer en las tierras, ríos y montañas, en la economía y en las costumbres. No hay otra historia. Un hombre, después de barrer el polvo y las astillas de su vida, tiene que enfrentarse tan sólo con estas duras y escuetas preguntas: ¿Fue mi vida mala o buena? ¿He hecho bien o mal?

Herodoto, en sus Historias, nos cuenta la anécdota de cómo Creso, el más rico y poderoso rey de su tiempo, hizo a Solón, el ateniense, una pregunta capital. No se la hubiera hecho si no se hubiese sentido preocupado ante la posible respuesta. «¿Quién es», preguntó, «la persona más afortunada del mundo?» Debía de estar atormentado por la duda y ávido de adquirir una confirmación y de ser tranquilizado. Solón le habló de tres personas afortunadas de la Antigüedad, y Creso apenas le escuchó, tan ansioso estaba por oír su nombre. Y cuando Solón no lo mencionó, Creso se vio obligado a decir: «¿No me consideras afortunado?».

Solón no vaciló en responder: «¿Cómo puedo saberlo? Todavía no estás muerto».

Y esa respuesta debió de haber obsesionado a Creso terriblemente cuando se abatió sobre él la desgracia, robándole su riqueza y su reino.

Y cuando lo quemaban en la hoguera, posiblemente se acordó de ella, y acaso deseó no haberla formulado, o no haber oído la respuesta.

Y en nuestra época, cuando un hombre muere, aunque haya poseído riquezas, influencia, poder y todos los atributos que despiertan la envidia ajena, y después de que los vivos se hayan apoderado de las propiedades del muerto, de su distinción, de sus obras y monumentos, la pregunta sigue en pie: ¿Fue su vida buena o mala? Lo cual no es más que otra forma de formular la pregunta de Creso. Las envidias han desparecido, y la única vara de medir es: «¿Fue amado u odiado? ¿Su muerte ha supuesto una pérdida o una alegría?».

Recuerdo muy claramente las muertes de tres hombres. Uno de ellos había sido el hombre más rico del siglo, que después de haberse abierto camino con sus garras hasta la riqueza, pisoteando almas y cuerpos, pasó muchos años tratando de readquirir el amor que había dejado perder, y gracias a ello realizó un gran servicio al mundo, y acaso consiguió contrarrestar el daño que había hecho al principio. Yo me hallaba a bordo de un buque cuando este hombre murió. La noticia se colocó en el tablón de anuncios del barco, y casi todos la recibieron con placer. Algunos incluso llegaron a decir: «Gracias a Dios que ese hijo de pena ha muerto».

El segundo hombre era uno más listo que el diablo, y desprovisto del sentimiento de la dignidad humana. Por el contrario, se hallaba muy familiarizado con todas las debilidades y maldades del hombre, y empleaba sus especiales conocimientos para descarriar a los hombres, para comprarlos, corromperlos, amenazarlos y seducirlos, hasta que con tales artes consiguió encumbrarse a una posición de gran poder. Ocultaba sus verdaderos motivos bajo el manto de la virtud, y me he preguntado muchas veces si acaso sabía que no hay ninguna dádiva que pueda volver a comprar el afecto de un hombre, una vez que se le ha despojado de su amor propio. Un hombre sobornado solamente siente odio por quien lo ha comprado. Cuando este hombre murió, la nación entera se deshizo en alabanzas, pero bajo ellas se ocultaba la alegría que todos experimentaban por su muerte.

El tercero era un hombre que acaso cometió muchos errores en el desempeño de su obra, pero cuya verdadera vida se dedicó a ensalzar y a dignificar a los hombres, a inculcarles valor y hacerlos buenos en una época en que se sentían míseros, espantados y rodeados por las fuerzas del mal desencadenadas por el mundo, que trataban de aprovecharse de su temor. Aquel hombre era odiado por unos pocos. Cuando murió, la gente rompió en llanto por las calles diciendo plañideramente: «¿Qué haremos ahora? ¿Cómo podremos seguir viviendo sin él?».

En medio de la duda, estoy seguro de que por debajo de las capas superficiales y exteriores de fragilidad, los hombres desean ser buenos y quieren ser amados. Verdad es que muchos de sus vicios no constituyen más que atajos que intentan abrir para llegar al amor. Cuando un hombre llega a las puertas de la muerte, no importa cuáles puedan haber sido sus talentos, su influencia y su genio, que si muere sin amor, su vida entera le parecerá un fracaso, y su muerte, un frío horror. Me parece que si estamos obligados a escoger entre dos líneas de pensamiento o de acción, sería bueno que pensásemos en nuestra muerte, y que, por lo tanto, nos esforzásemos en vivir de tal manera que nuestra muerte no le produjese ningún placer al mundo.

Sólo tenemos una historia. Todas las novelas, la poesía entera, están edificadas sobre la lucha interminable entre el bien y el mal que tiene lugar en nuestro interior. Y también pienso que el mal debe engendrarse a sí mismo constantemente, mientras que el bien, la virtud, son inmortales. El vicio muestra siempre un rostro juvenil, mientras que la virtud es más venerable que ninguna otra cosa en el mundo.

Capítulo 35
1

Lee ayudó a Adam y a los chicos a trasladarse a Salinas, lo cual significa que lo hizo todo: preparó los equipajes, los acompañó hasta el tren, cargó el asiento posterior del Ford con toda clase de bultos y, al llegar a Salinas, deshizo el equipaje y acompañó a la familia hasta la casita de Dessie, donde los dejó instalados. Después de hacer todo lo posible para que estuvieran cómodos, y unas cuantas cosas más por completo innecesarias, y cuya única finalidad era retrasar su partida, una noche, con toda formalidad, fue al encuentro de Adam después de que los mellizos se acostaran. Quizás Adam se dio cuenta de cuáles eran las intenciones de Lee, al advertir su aire frío y ceremonioso.

—Está bien —se resignó Adam—. Sabía que este momento llegaría. Cuéntame.

Aquel recibimiento echó por tierra el discurso que Lee se sabía de memoria, y que comenzaba diciendo: «Durante muchos años le he servido con toda fidelidad y desinterés, pero ahora me parece…»

—Lo he aplazado hasta donde me ha sido posible —dijo en su lugar—. Tenía preparado un discurso. ¿Quiere usted oírlo?

—¡Sientes realmente deseos de pronunciarlo?

—No —respondió Lee—. En absoluto. Y es una lástima, porque es un discurso precioso.

—¡Cuándo piensas irte? —preguntó Adam.

—Tan pronto como sea posible. Tengo miedo de que mi resolución se debilite si no la realizo. ¿Quiere usted que me quede hasta encontrar sustituto?

—No es necesario —contestó Adam—. Ya sabes que hago las cosas muy despacio, y, por lo tanto, podría transcurrir un cierto tiempo. Podría incluso suceder que nunca me decidiese a hacerlo.

—Entonces, me iré mañana.

—Será un disgusto tremendo para los chicos —afirmó Adam—. No sé cómo lo tomarán. Tal vez sería mejor que te fueses sin decir una palabra, y más tarde yo se lo contaría.

—He observado que los niños siempre consiguen sorprendernos —repuso Lee.

Y así fue. A la mañana siguiente, durante el desayuno, Adam les dio la noticia:

—Muchachos, Lee nos deja.

—¡Ah, sí? —dijo Cal—. Esta noche hay partido de baloncesto. La entrada cuesta diez centavos. ¿Nos deja ir?

—Si. Pero ¿no habéis oído lo que he dicho?

—Claro —respondió Aarón. Ha dicho usted que Lee nos deja.

—Pero es que no volverá.

—¿Adónde va? —preguntó Cal.

—A San Francisco.

—¡Oh! —exclamó Aarón. Hay un hombre en la calle Mayor. Tiene una pequeña estufa y fríe salchichas y hace bocadillos con ellas. Cuestan un níquel. Y te deja poner toda la mostaza que quieras.

Lee estaba de pie ante la puerta de la cocina, mirando a Adam y sonriendo.

Cuando los mellizos cogieron los libros para ir al colegio, Lee se despidió de ellos.

—¡Adiós, muchachos! —les dijo.

—¡Adiós! —le respondieron.

Y salieron corriendo de la casa.

Adam tenía los ojos fijos en su taza de café, y dijo, a modo de excusa:

—¡Qué pequeños brutos! Ahí tienes tu recompensa por haberlos cuidado durante más de diez años.

—Prefiero que sea así —respondió Lee—. Si fingieran pena, mentirían. Y yo no quiero que sean unos hipócritas. Puede que alguna vez piensen en mí cuando estén a solas. No quiero verles tristes. Espero no ser tan mezquino y estrecho de espíritu como para sentir satisfacción porque me echan de menos —depositó cincuenta centavos sobre la mesa, delante de Adam—. Cuando esta noche vayan al partido de baloncesto, deles esto de mi parte, y dígales que se compren con ellos los bocadillos de salchicha. Mi regalo de despedida resultará acaso veneno, por lo que he visto.

Adam examinó el cesto cilíndrico que Lee había llevado al comedor.

—¡Es éste todo tu equipaje, Lee?

—Esto es todo, si exceptuamos los libros; los he metido en cajas y los he dejado en el sótano. Si a usted no le importa, los mandaré a buscar o vendré yo mismo a por ellos una vez que esté instalado.

—No faltaba más. Te echaré de menos, Lee, tanto si ello te agrada como si no. ¿Sigues pensando en montar la librería?

—Esa es mi intención.

—Supongo que ya tendremos noticias tuyas.

—No lo sé. Todavía no he pensado en ello. Dicen que un corte limpio cura más deprisa. No hay para mí nada más triste que los recuerdos sujetos por el pegamento de los sellos de correo. Si no se puede ver, oír o tocar a un hombre, es mejor dejarlo marchar.

Adam se levantó de la mesa.

—Te acompañaré hasta la estación.

—¡No! —exclamó Lee con voz aguda—. No, no quiero. Adiós, señor Trask. Adiós, Adam.

Salió tan deprisa de la casa que el adiós de Adam le llegó cuando estaba ya al pie de la escalinata de entrada. Y cuando Adam exclamó: «No olvides escribirnos», sus palabras se mezclaron con el golpe de la puerta del jardín al cerrarse.

2

Aquella noche, después del partido de baloncesto, Cal y Aron tenían cada uno cinco bocadillos de salchicha, lo cual resultó muy oportuno, porque Adam se olvidó de preparar la cena. Al volver a casa, los mellizos se pusieron a hablar de Lee por primera vez.

—¿Por qué se habrá ido? —preguntó Cal.

—Ya había dicho que se iría.

—¿Qué crees que hará sin nosotros?

—No lo sé. Te apuesto a que vuelve —contestó Aron.

—¿Qué quieres decir? Papá ha dicho que pensaba montar una librería. Tiene gracia. Una librería china.

—Volverá —aseguró Aarón. Se sentirá muy solo sin nosotros. Ya verás. —Te apuesto cinco centavos a que no vuelve.

—¿Antes de cuándo?

—A que nunca vuelve.

—Apostados —respondió Aron.

Aron no pudo recoger el importe de la apuesta durante casi un mes, pero sí seis días después.

Lee llegó en el tren de las diez cuarenta, y abrió la puerta con su propia llave. Había luz en el comedor, pero Lee encontró a Adam en la cocina, rascando la gruesa costra negra de la sartén con la punta de un abrelatas.

Lee dejó su cesta en el suelo.

—Si la deja usted en remojo toda la noche, mañana saldrá por sí sola.

—¿Lo crees así? He quemado todo lo que he puesto en ella. Hay una cacerola de remolachas ahí afuera, en el patio. Olían tan mal que las he tenido que sacar de la casa. Las remolachas quemadas son espantosas, Lee —exclamó, y añadió luego—: ¿Sucede algo?

Lee tomó de sus manos la negra sartén, la metió en el fregadero y la llenó de agua.

—Si tuviésemos cocina de gas, podríamos preparar una taza de café en unos pocos minutos. Pero tendré que encender el fuego.

—La estufa no funciona —le advirtió Adam.

Lee levantó una tapa.

—¿Ya ha quitado usted la ceniza?

—¿La ceniza?

—Vaya usted al comedor —dijo Lee—. Prepararé café.

Adam esperó impaciente en el comedor, pero obedeció las órdenes de Lee. Por último, el chino apareció con dos tazas de café, que dejó sobre la mesa.

—Lo he preparado en una cacerolita —le explicó. Es mucho más rápido. —se inclinó sobre el cesto cilíndrico y desató el cordón que lo mantenía cerrado. Sacó de su interior la botella de piedra—. Absenta china —dijo—. Tenemos ng-ka-py acaso para diez años más. Me he olvidado de preguntarle si me ha encontrado un sustituto.

—Te estás yendo por las ramas —observó Adam.

—Ya lo sé. Y sé también que lo mejor sería decirlo sencillamente y acabar de una vez.

—Has perdido tu dinero jugando al fantán.

—No. Ojalá fuese así. No, todavía tengo mi dinero. Este maldito corcho está roto, tendré que meterlo en la botella. —vertió un chorrito de negro licor en su café. Nunca lo bebo así —dijo—. Está bueno, ¿verdad?

—Sabe a manzanas podridas —contestó Adam.

—Sí, pero recuerde que Sam Hamilton decía que se trataba de unas buenas manzanas podridas.

—¿Cuándo piensas decirme de una vez lo que te ha ocurrido? —preguntó Adam.

—No me ha ocurrido nada —respondió Lee—. Me sentía solo. Eso es todo. ¿No es bastante?

—¿Y tu librería?

—No me interesa. Me parece que ya lo sabía antes de subir al tren, pero he necesitado todo este tiempo para estar seguro de ello.

—Pero eso quiere decir que tu último sueño se ha desvanecido.

—Buen viaje —dijo Lee, quien parecía estar al borde de la histeria—.
Señal Tlask, el cliado chino clee que se va a ponel bolacho.

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