—No se le ocurra meter una chuleta de mastodonte en la nevera —repuso Lee.
Si Adam hubiese concebido miles de ideas, como solía hacer Sam Hamilton, todas se hubieran disipado, pero él sólo tenia una. El mastodonte no se apartaba de su mente. Sus tacitas llenas de fruta, de budín, de trocitos de carne, tanto cocida como cruda, continuaron en la nevera. Compró todos los libros que pudo encontrar acerca de las bacterias, y mandó buscar las revistas que publicaban artículos de divulgación científica. Y como suele ocurrir con el hombre que sólo tiene una idea, llegó a obsesionarse con ella.
Salinas poseía una pequeña fábrica de hielo y artículos de refrigeración; no era muy grande pero bastaba para proveer de neveras a algunas viviendas y atender las demandas de los puestos de helados. El coche tirado por caballos y cargado de hielo hacía todos los días la misma ruta.
Adam comenzó a visitar la fábrica de hielo, y pronto consiguió que le dejasen poner sus tacitas en las cámaras de congelación. Hubiera dado cualquier cosa por que Sam Hamilton aún viviese, para poder hablar con él acerca de los procesos de la congelación. Sam hubiera comprendido el asunto enseguida.
Adam volvía de la fábrica de hielo una tarde lluviosa, pensando en Sam Hamilton, cuando vio a Will Hamilton penetrar en el bar Abbot House. Entró tras él y se apoyó en la barra del bar, a su lado.
—Por qué no viene usted a cenar con nosotros?
—Me gustaría —respondió Will—. Estoy a punto de cerrar un trato. Si consigo ultimar este asunto a tiempo, puede usted estar seguro de que iré. ¿Hay algo nuevo?
—Hombre, no sé. Estoy dándole vueltas a un asunto, y me gustaría conocer su opinión.
Casi todas las proposiciones de negocios de la comarca llegaban tarde o temprano a oídos de Will Hamilton. De no haberse acordado que Adam era un hombre rico, se hubiera excusado. Una idea era una cosa, pero si venía respaldada por dinero contante y sonante, era otra muy diferente.
—¿Aceptaría usted una oferta razonable por su rancho? —le preguntó.
—Verá usted, a los chicos, particularmente a Cal, les gusta el sitio. Por ahora no pienso desprenderme de él.
—Pero yo podría administrárselo.
—Ya está arrendado, y eso cubre los impuestos. Prefiero seguir con él.
—Si no puedo estar en su casa a la hora de cenar, iré después —aseguró Will.
Will Hamilton era un hombre de negocios muy práctico. Nadie sabía exactamente en cuántos negocios sustanciosos había intervenido, pero se sabía que era un hombre listo, y bastante rico. El trato que estaba a punto de cerrar no era más que una excusa. Formaba parte de su política de parecer siempre ocupado, y atareado.
Cenó solo en el Abbot House. Después de esperar un tiempo prudencial, dobló la esquina de la Avenida Central, y tiró de la campanilla de la puerta de la casa de Adam Trask.
Los chicos se habían acostado. Lee estaba sentado junto a un cesto de costura, zurciendo las largas medias que los mellizos se ponían para ir a la escuela. Adam estaba leyendo el
Scientific American
. Franqueó la entrada a Will y le trajo una silla. Lee fue a buscar una cafetera, y volvió a ocuparse en su labor de zurcido.
Will se acomodó en la silla, sacó un grueso cigarro negro y lo encendió, esperando a que Adam iniciara la conversación.
—Buen tiempo, para variar. ¿Y cómo está su madre? —preguntó Adam.
—Muy bien. Cada día parece más joven. Sus chicos ya deben de estar muy crecidos.
—Sí, lo están. Cal intervendrá en una función que hacen en su colegio. Parece un actor de verdad. Aron ha resultado muy buen estudiante, pero Cal dice que prefiere dedicarse a las labores agrícolas.
—No es mala idea, si se tiene aptitud para ello. Hay muchas posibilidades en el campo para los que miran al futuro.
Will estaba algo perplejo. Se preguntaba si no sería posible que se hubiese exagerado algo hablando del dinero de Adam. ¿Iría a pedirle un préstamo? Will calculó rápidamente cuánto dinero le dada el banco si solicitaba un préstamo sobre el rancho de Trask y cuánto le daría a Adam. Ambas cifras eran distintas, al igual que los intereses. Pero Adam no parecía decidirse a formular su proposición. Will comenzó a impacientarse.
—No puedo quedarme mucho —le apremió. Tengo una cita de negocios esta misma noche.
—Tome otra taza de café —le propuso Adam.
—No, gracias. Me desvela. ¿Deseaba usted verme para algo?
—Pensaba en su padre —respondió Adam, y por eso se me ocurrió que me agradada hablar con un Hamilton.
Will se sintió aliviado.
—Era un conversador formidable.
—No sé cómo se las arreglaba, pero después de hablar con él, uno se sentía mejor —aseguró Adam.
Lee levantó la mirada del huevo de zurcir.
—Acaso el mejor conversador del mundo es aquel que ayuda a hablar a los demás.
—Hombre, resulta divertido oírle a usted hablar de esa forma —comentó Will—. Hubiera jurado que usted siempre hablaba en
pidgin.
—Solía hacerlo —contestó Lee—. Aunque supongo que era por vanidad —sonrió a Adam, y se dirigió a Will—: ¿No se ha enterado usted de que en un lugar de Siberia han desenterrado un mastodonte de entre los hielos? Estuvo allí durante cien mil años, y la carne aún estaba fresca.
—¿Un mastodonte?
—Sí, una especie de elefante que ha desaparecido de la faz de la tierra desde hace mucho tiempo.
—¿Y la carne estaba todavía buena?
—Tan buena como una chuleta de cerdo —afirmó Lee, introduciendo el huevo de madera bajo la deshilachada rodilla de una media negra.
—Es muy interesante —declaró Will.
Adam rió.
—Lee todavía no me ha limpiado la nariz, pero ya llegará —vaticinó. Creo que uso demasiados circunloquios. La cuestión es que estoy cansado de no hacer nada y me gustaría emplear mi tiempo en algo.
—¿Por qué no cultiva usted sus tierras?
—No, eso no me interesa. Verá usted, Will, yo no soy como uno que busca empleo. Lo que yo quiero es trabajar. No me interesa un empleo.
Will abandonó su reserva.
—Bien, ¿qué puedo hacer por usted?
—Desearía darle a conocer una idea que he tenido, porque me interesa su opinión, ya que es usted un hombre de negocios.
—Desde luego —respondió Will—. Puede contar conmigo.
—He estado estudiando la refrigeración —le explicó Adam—. Se me ocurrió una idea y no puedo librarme de ella. Cuando me voy a dormir, me sigue obsesionando. Nada antes me había dado tantos quebraderos de cabeza. Pero se trata de una idea muy grande, aunque acaso puedan hacérsele muchas objeciones.
Will separó sus piernas, que tenía cruzadas, y tiró de los pantalones en los lugares donde éstos le apretaban.
—Adelante, le escucho —dijo—. ¿Un cigarro?
Adam no oyó el ofrecimiento ni entendió la indirecta.
—El país está cambiando —observó. La gente ya no vive como antes. ¿Sabe usted dónde está el mercado más importante de naranjas durante el invierno?
—No, ¿dónde?
—En Nueva York. Lo he leído. ¿Y no cree usted que, en las regiones frías del país, a la gente le gustaría poder disponer en invierno de artículos que el frío hace desaparecer, como guisantes, lechugas y coliflores? En gran parte del país estos productos no se encuentran durante meses y meses. Pero aquí, en el valle Salinas, podemos cultivarlos durante todo el año.
—Pero aquí no es allí —replicó Will—. ¿Y cuál es su idea?
—Verá, Lee me hizo comprar una gran nevera y yo empecé a interesarme en su funcionamiento. Puse en ella diferentes especies de vegetales, preparados de diferentes maneras. Ya sabe usted, Will, que si se machaca hielo muy fino y se pone entre él una lechuga envuelta en papel encerado, se conservará tierna durante semanas, al cabo de las cuales aparecerá fresca y apetitosa.
—Prosiga —dijo Will cautelosamente.
—Usted sabe que los ferrocarriles emplean vagones especiales para fruta. Fui a echarles un vistazo y me parecieron bastante buenos. ¿Sabía que podríamos enviar lechugas a la costa oriental en pleno invierno?
—¿Adónde quiere usted ir a parar? —preguntó Will.
—Estoy pensando en comprar la fábrica de hielo de Salinas e intentar enviar algunas cosas.
—Eso costaría mucho dinero.
—Yo lo tengo —respondió Adam.
Will Hamilton se tiró del labio con gesto de enojo.
—No sé por qué me meto en jaleos —contestó—. Sé lo que pasará.
—¿Qué quiere decir?
—Mire. Cuando alguien viene a pedirme consejo y opinión acerca de una idea, en realidad lo que quiere es que esté de acuerdo con él. Y si deseo conservar la amistad de esa persona, le digo que su idea es muy buena y que siga adelante. Pero yo siento afecto por usted, y además es un amigo de la familia, así es que me voy a mantener al margen —le expuso Will.
Lee interrumpió su labor, depositó la cesta en el suelo y se cambió de gafas.
—¿Qué es lo que le molesta? —protestó Adam.
—Yo provengo de una condenada familia de inventores —respondió Will—. Tomábamos ideas en lugar del desayuno. Y muchas veces eso era lo único que desayunábamos. Teníamos tantas, que nos olvidábamos de ganar el dinero necesario para ir a la compra. Cuando conseguíamos levantar un poco la cabeza, mi padre o Tom patentaban algo. Yo soy el único de la familia, si se exceptúa a mi madre, que no tenía ideas, y soy también el único que ha conseguido hacer algo de dinero. Tom tenía muchas ideas sobre la ayuda que debía prestarse al prójimo, algunas de las cuales estaban muy próximas al socialismo. Y si usted me sale ahora con que no le interesan los beneficios que puede obtener, me veré obligado a arrojarle esta cafetera a la cabeza.
—Francamente, no me importan mucho.
—Alto ahí, Adam. Ya le he dicho lo que pensaba. Si quiere despilfarrar cuarenta o cincuenta mil dólares en un santiamén, siga adelante con su idea. Pero lo mejor que puede hacer es abandonarla. Eche tierra sobre ella.
—¿Pero por qué le parece mal?
—Por todo. Los del este no están acostumbrados a comer verduras en invierno. No las comprarían. Le meterían los vagones en un apartadero y usted perdería la carga. El mercado está controlado. ¡Oh, Dios! Me saca de quicio que los niños quieran meterse en negocios porque se les ha ocurrido una idea.
Adam suspiró.
—Casi está usted llamando a Sam Hamilton criminal —dijo.
—Era mi padre y yo le quería, pero ojalá hubiese dejado sus malditas ideas a un lado, —Will miró a Adam y vio que los ojos de éste mostraban el mayor asombro, y de repente se sintió avergonzado. Movió lentamente la cabeza—. No tengo intención de menospreciar a los míos —aseguró—. Creo que éramos muy buena gente. Pero la advertencia que le he hecho sigue en pie. Deje en paz la refrigeración.
Adam se volvió lentamente hacia Lee:
—¿Nos queda algo de aquel pastel de limón que hemos tomado para cenar? —le preguntó.
—Creo que no —contestó Lee—. Me parece que he oído a los ratones por la cocina. Temo que habrá merengue en las almohadas de los chicos. Usted ha comprado medio cuarto de whisky.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no lo tomamos?
—Me he alterado demasiado —dijo Will, tratando de reír para sí mismo—. Un traguito me iría bien. —Su rostro estaba excesivamente purpúreo, y hablaba con voz ahogada—. Estoy demasiado gordo —añadió.
Después de dos copitas, se sintió mejor. Arrellanándose en su asiento, sermoneó a Adam.
—Hay cosas que nunca cambian de valor —le explicó—. Si usted desea invertir dinero en algo, mire a su alrededor. La guerra de Europa durará aún mucho. Y cuando hay guerra, hay hambre. Puede que no ocurra, pero no me sorprendería que nosotros interviniésemos en la guerra. No tengo mucha confianza en ese Wilson, es todo teoría y frases altisonantes. Y si nos metemos en el fregado, muchos se enriquecerán precisamente especulando con los alimentos imperecederos. Tome usted, por ejemplo, el arroz, el maíz, el trigo y las habas, que no necesitan hielo, sino que se conservan sin él y las gentes pueden comerlos y alimentarse con ellos. Me atrevería a asegurar que, si usted se dedicase a plantar habas en sus condenadas tierras y las exportase, sus chicos ya no tendrían que preocuparse por el futuro. Las habas están ahora a tres centavos, pero si nos metiésemos en la guerra, no me sorprendería que subiesen a diez. Y usted puede almacenarlas secas el tiempo que quiera, a la espera de lanzarlas al mercado. Si desea obtener algún provecho, plante habas.
Will salió de la casa muy satisfecho de sí mismo. La vergüenza que había experimentado se había esfumado, y estaba convencido de que había dada beneficiosos consejos.
Después de que Will se hubo marchado, Lee trajo un tercio del pastel de limón, que cortó en dos trozos.
—Está demasiado gordo —afirmó Lee, a modo de explicación. Adam pareció meditar.
—Yo sólo le he dicho que quería hacer algo —observó.
—¿Y qué hay de la fábrica de hielo?
—Me parece que voy a comprarla.
—También debería plantar algunas habas —le recomendó Lee.
Cuando el año estaba ya muy avanzado, Adam hizo su gran experimento, que produjo sensación en aquel año ya de por sí tan sensacional, tanto por lo que se refería a los hechos locales como a los internacionales. Cuando lo tuvo todo a punto, los hombres de negocios hablaron de él en términos elogiosos, asegurando que era un hombre previsor, moderno y con gran visión de futuro. La partida de seis vagones de lechuga acomodada entre el hielo constituyó todo un acontecimiento social, al que asistió la Cámara de Comercio en pleno. Los vagones estaban adornados con grandes cartelones que decían: «Lechugas del valle Salinas». Pero nadie sentía el menor deseo de invertir su dinero en el proyecto.
Adam demostró una energía que ni él mismo sospechaba poseer. Era un trabajo muy pesado recoger la lechuga, recortarla, encajonarla entre hielo triturado y cargarla en los seis vagones. No existía equipo adecuado para aquella labor. Todo tenía que ser improvisado, y había que alquilar muchas manos a las que era preciso enseñar a hacer aquel trabajo. Todo el mundo daba consejos, pero nadie ayudaba. Se calculó que Adam había gastado una fortuna en poner en práctica su idea, pero nadie conocía la cantidad exacta, ni siquiera el propio Adam. El único que lo sabía era Lee.
La idea parecía buena. La lechuga iba consignada a los comisionistas en Nueva York, a muy buen precio. Cuando el tren hubo partido, todo el mundo se volvió a su casa a esperar y ver lo que pasaría. Si resultaba un éxito, había muchos que estarían dispuestos a invertir dinero en el negocio. Incluso Will Hamilton se preguntaba si acaso no había estado equivocado en su consejo.