Al este del Edén (74 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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El viejo Tom Watson encontró a Cal una noche y le preguntó:

—¿Por qué estás siempre rondando de noche?

—No molesto a nadie —contestó Cal, poniéndose a la defensiva.

—Ya lo sé. Pero tendrías que estar en casa, acostado.

—No tengo sueño —respondió Cal, y esta respuesta le pareció absolutamente desprovista de sentido al viejo Tom, quien era incapaz de recordar una época de su vida en que no hubiese tenido sueño.

El muchacho solía ir a contemplar el juego de fantán en el Barrio Chino, pero nunca tomaba parte en él. Aquello era un misterio, pero había muchas cosas sencillas que también eran misterios para Tom Watson, así que el anciano prefirió no ahondar en aquella cuestión.

Durante sus paseos, Cal recordaba con frecuencia la conversación entre Lee y Adam que había escuchado en el rancho. Anhelaba descubrir la verdad. Y ésta se le fue presentando lentamente gracias a una alusión oída en la calle y algunas palabras burlonas pronunciadas junto al estanque. Si hubiese sido Aron el que las hubiese escuchado, no hubiera reparado en ellas, pero Cal sí. Sabía que su madre no estaba muerta. Sabía también, tanto por la primera conversación como por los rumores que llegaban a sus oídos, que a Aron no le gustaría descubrir la verdad.

Una noche, Cal tropezó con Rabbit Holman, quien había venido de San Ardo para correrse la borrachera con que se regalaba cada medio año. Rabbit saludó efusivamente a Cal, como suelen hacerlo los campesinos cuando se encuentran con un conocido en un lugar extraño. Sentados en la avenida situada detrás de Abbot House y con la botella en la mano, Rabbit le dio a Cal todas las noticias que consiguió recordar. Le dijo que había vendido una parcela de tierra a muy buen precio, y que había bajado a Salinas para celebrarlo, lo cual quería decir que pensaba recorrer todos los burdeles de la población. Tenía la intención de pasar por todas las casas y enseñarles a esas putas lo que era un hombre de verdad.

Cal estaba sentado en silencio a su lado, escuchándole. Cuando ya casi no quedaba whisky en la botella, Cal se marchó un momento y consiguió convencer a Louis Schneider para que les vendiera otra. Y Rabbit, dejando el recipiente vacío, echó mano del nuevo.

—Tiene gracia —observó—. Creía que sólo tenía una botella. Bueno es una equivocación muy agradable.

Cuando ya llevaba trasegada otra media botella, Rabbit ya no se acordaba no sólo de quién era Cal, sino de la edad que éste tenía. Lo único que recordaba era que su compañero era su viejo y querido amigo.

—Te diré qué haremos, George —dijo Rabbit—. Déjame que cargue un poco más la pluma, y tú y yo nos iremos a un sitio. No me salgas ahora con que no te lo puedes permitir. La casa invita. ¿Ya te he dicho que he vendido dieciséis hectáreas? No valían nada.

Y añadió:

—Harry, te voy a decir lo que vamos a hacer. Nada de ir a las casas baratas. Iremos a casa de Kate. Es cara, cuesta diez pavos, pero ¡qué diablos! Las funciones que se montan allí… ¿Nunca has visto un circo, Harry? Bueno, tienes que verlo para creerlo. Kate sabe muy bien lo que se trae entre manos. ¿No recuerdas quién es Kate, George? Es la esposa de Adam Trask, la madre de sus malditos mellizos. ¡Jesús! Nunca olvidaré cuando se escapó después de pegarle un tiro. Le dio en el hombro y después se largó. Como esposa, no valía nada, pero como zorra no tiene rival. Tiene gracia, suele decirse que las putas acaban siendo excelentes esposas, ¡como que no les queda nada por probar! Ayúdame a levantarme, por favor, Harry. ¿Qué te estaba diciendo?

—Hablabas del circo —respondió Cal suavemente.

—Ah, sí. Sí, cuando veas el circo de Kate se te saltarán los ojos, ¿No sabes lo que hacen?

Cal caminaba unos pasos detrás de Rabbit para que éste no pudiese verlo. Rabbit le contó lo que hacían. No fue aquello lo que asqueó a Cal. Le pareció simplemente estúpido. Eran los hombres que iban a mirar lo que hacían. Al ver la expresión del rostro de Rabbit a la luz de las farolas, Cal se imaginó la de los rostros de los hombres en el circo.

Atravesaron el jardín lleno de maleza y subieron hasta el despintado porche. Aunque Cal era alto para su edad, caminaba de puntillas. El guardián de la puerta no los examinó con mucha atención. La semioscuridad que reinaba en la estancia, con la luz tenue de sus lámparas bajas, juntamente con la presencia de los hombres que esperaban nerviosos, contribuyó a hacerlo pasar inadvertido.

3

A Cal siempre le había gustado acumular las cosas escabrosas que veía y oía a modo de una especie de almacén repleto de materiales que, semejantes a oscuras herramientas, estuviesen al alcance de su mano siempre que los necesitase; pero después de la visita a casa de Kate, sintió una desesperada necesidad de ayuda.

Una noche Lee se hallaba escribiendo a máquina, cuando oyó que llamaban suavemente a su puerta, y Cal entró. El muchacho se sentó al borde de la cama, y Lee acomodó su cuerpecillo en el sillón. Le divertía el hecho de que un sillón le produjese tanto placer. Lee entrecruzó los dedos sobre el estómago, como si llevase mangas chinas, y esperó pacientemente. Cal tenía la mirada perdida en un lugar cualquiera sobre la cabeza de Lee.

El muchacho habló con voz suave y rápida.

—Ya sé dónde está mi madre y lo que hace. La vi.

¿La mente de Lee levantó una convulsiva plegaria en demanda de ayuda y guía.

—¿Qué quieres saber? —le preguntó con voz queda.

—Todavía no lo sé. Estoy intentando aclararme. ¿Me dirás la verdad?

—Desde luego.

Las preguntas que se arremolinaban en el cerebro de Cal eran tan turbadoras que le costó escoger la primera.

—¿Lo sabe mi padre?

—Sí.

—¿Por qué decía que estaba muerta?

—Para ahorraros ese dolor.

Cal pareció recapacitar.

—¿Qué le hizo mi padre para obligarla a marcharse?

—Él la amaba en cuerpo y alma. Le dio todo lo que se puede imaginar.

—¿Es cierto que ella disparó contra él?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque él no quería que se fuese.

—¿Le hizo daño alguna vez?

—No, que yo sepa. Él era incapaz de hacerle daño.

—Lee, ¿por qué hizo ella eso?

—No lo sé.

—¿No lo sabes o no quieres decirlo?

—No lo sé.

Cal guardó silencio durante tanto rato, que Lee fue escurriendo suavemente los dedos hasta asirse las muñecas. Cuando Cal habló de nuevo, experimentó una sensación de alivio. El tono del muchacho era diferente. En su voz tibia había un acento de súplica.

—Tú la conociste, Lee. ¿Cómo era?

Lee suspiró y sus manos se aflojaron.

—Sólo puedo decirte lo que pienso, pero puedo equivocarme.

—Bueno, ¿qué piensas?

—Cal —dijo—, he dedicado muchas horas a pensar en ello y todavía no lo entiendo. Ella es un misterio. Me parece como si no fuese como las demás personas. Le falta algo. Acaso sea la bondad, o acaso la conciencia. Sólo se puede entender a las demás personas si se es capaz de compartir sus sentimientos. Y yo no comprendo los sentimientos de esa mujer. Cada vez que me pongo a pensar en ella, me encuentro abocado a las tinieblas. Ignoro lo que quería o lo que buscaba. Rebosaba odio, pero no sé por qué o contra quién. Es un misterio. Y su odio no era sano. No era cólera. Era un ser sin corazón. No sé si hago bien en hablarte así.

—Necesito saberlo.

—¿Por qué? ¿No eras más feliz cuando lo ignorabas?

—Si. Pero ahora ya no puedo volverme atrás.

—Tienes razón —convino Lee—. Cuando se pierde la inocencia ya no se puede volver atrás, a menos que uno sea un hipócrita o un loco. Pero ya no te puedo decir más, por la sencilla razón de que no sé nada más.

—En ese caso, háblame de mi padre —le exhortó Cal.

—Eso sí puedo hacerlo —respondió Lee, pero se interrumpió—. ¿No nos estará oyendo alguien? Será mejor que hablemos en voz baja.

—Háblame de él —insistió Cal.

—Creo que tu padre posee, amplificadas, las cualidades de las que estaba desprovista su esposa. Creo que su conciencia y su bondad son tan grandes, que casi constituyen defectos en él, que le echan la zancadilla y le obstaculizan el camino.

—¿Qué hizo cuando ella le abandonó?

—Murió —dijo Lee—. Seguía caminando, pero estaba muerto. Y sólo últimamente parece que ha vuelto a la vida.

Lee observó una extraña y nueva expresión en el rostro de Cal, quien tenía los ojos muy abiertos, y sus labios, por lo general contraídos y fruncidos, colgaban inertes. En su rostro, y por vez primera, Lee creyó entrever las facciones de Aron, a pesar del distinto color de la tez. Los hombros de Cal temblaban ligeramente, como un músculo que ha estado sometido demasiado tiempo a un esfuerzo.

—¿Qué te pasa, Cal? —preguntó Lee.

—Quiero a mi padre —contestó Cal.

—Yo también le quiero —corroboró Lee—. Me parece que no hubiera sido capaz de quedarme tanto tiempo de no haberle querido. No es muy listo en el sentido mundano, pero es un buen hombre. Acaso el mejor hombre que jamás he conocido.

Cal se puso en pie de pronto.

—Buenas noches, Lee —se despidió.

—Espera un momento. ¿Se lo has dicho a alguien?

—A nadie.

—No le digas nada a Aron, aunque ya sé que no lo harás.

—Pero ¿y si se entera?

—Entonces, tu obligación será ayudarlo a resistir el golpe. No te vayas todavía. Una vez que abandones esta habitación, puede que no seamos capaces de hablar de este tema de nuevo. Puedes guardarme algún rencor porque yo sé que tú conoces la verdad. Dime: ¿odias a tu madre?

—Sí —respondió Cal.

—Lo esperaba —admitió Lee—. No creo que tu padre la haya odiado jamás. Sólo ha sentido pena por lo sucedido.

Cal se dirigió lenta y suavemente hacia la puerta, con las manos hundidas por completo en los bolsillos.

—Es como lo que decías acerca de nuestra capacidad de comprender los sentimientos de las demás personas. Yo la odio porque sé el motivo que la indujo a irse. Y lo sé porque ella revive en mí.

Hablaba con la cabeza inclinada y con la voz quebrada por la emoción. Lee se puso en pie de un salto.

—¡Alto ahí! —le ordenó con aspereza—. Escúchame, procura que no te vuelva a oír eso. Desde luego, en tu interior existen también esos malos sentimientos, como en todo el mundo. Pero tú tienes además los otros. ¡Levanta la cabeza! ¡Mírame!

Cal levantó la cabeza y preguntó con voz cansina:

—¿Qué quieres?

—También tienes los otros, te repito. ¡Escúchame! No te harías esas preguntas si no los poseyeses. No te atrevas a tomar el camino más cómodo. Te resultaría demasiado fácil excusarte apelando a la sangre que corre por tus venas. ¡Que no te lo vuelva a oír! Ahora, escúchame con atención, porque quiero que lo recuerdes. Hagas lo que hagas, serás siempre tú quien lo haga, no tu madre.

—¿De verdad lo crees, Lee?

—Sí, lo creo, y será mejor que tú también lo creas, o de lo contrario te partiré todos los huesos.

Después de que Cal se hubo marchado, Lee volvió a acomodarse en su sillón, mientras pensaba plañideramente: «Me pregunto dónde habré dejado mi serenidad oriental».

4

Para Cal, el descubrimiento de la existencia de su madre fue más una confirmación que una novedad. Hacía mucho tiempo que conocía, aunque sin detalles, dónde se encontraba el negro nubarrón. Y su reacción fue doble. Por un lado, al saberlo experimentó un sentimiento de poder casi agradable, y por otro, eso le permitía evaluar acciones y expresiones, interpretar vagas alusiones, e incluso bucear en el pasado y reorganizarlo. Pero todo aquello no compensaba el dolor que le causó el descubrimiento.

Su cuerpo se estaba preparando para entrar en la madurez, pero al mismo tiempo acusaba las sacudidas de los inconstantes vientos de la adolescencia. Tan pronto se sentía consagrado, puro y devoto, como se revolcaba en el cieno, para luego arrastrarse bajo el peso de la vergüenza, y levantarse más tarde sintiéndose nuevamente ungido.

Su descubrimiento aguzó todas sus emociones. Le parecía que era un caso único, y que nadie había recibido una herencia como la suya. Le costaba creer las palabras de Lee, o concebir que a los demás muchachos les pudiese ocurrir una cosa semejante.

El recuerdo del circo de Kate lo perseguía sin cesar. Tan pronto su imagen inflamaba su mente y su cuerpo con el fuego de la pubertad, como sentía náuseas, repulsión y asco.

Observó con mayor atención a su padre, y creyó advertir más tristeza y desengaño en Adam de los que quizás existían. Y se despertó en Cal un amor apasionado por su progenitor, y un deseo de protegerlo y de ayudarlo a sobrellevar sus sufrimientos. En el espíritu hipersensible de Cal, aquellos sufrimientos eran insoportables. Un día se precipitó en el cuarto de baño, mientras Adam se bañaba, y vio la fea cicatriz causada por la bala en el hombro de su padre. Sin darse cuenta, le preguntó:

—¿De qué es esa cicatriz, padre?

Adam levantó la mano, tratando de ocultar la cicatriz, y contestó:

—Es una vieja herida, Cal. La recibí en las campañas contra los indios. Ya te lo explicaré algún día.

Cal pudo ver a través del rostro de su padre cómo éste había retrocedido en el pasado en busca de una mentira. Cal no odiaba la mentira, sino lo que la provocaba. Él mentía por razones de provecho, fuesen de la clase que fuesen. Sentía deseos de gritar: «Ya sé cómo te la hiciste, y no hay por qué ocultarlo». Claro que, como es de suponer, no lo dijo.

—Me encantará oírla —se limitó a decir.

Aron también experimentaba la desazón del cambio, pero sus impulsos eran más tardíos que los de Cal. No sentía de un modo tan perentorio la llamada de su cuerpo. Sus pasiones se encauzaron en un sentido religioso. Tomó la decisión de dedicarse a la carrera eclesiástica. Asistía a todos los servicios en la iglesia episcopal y ayudaba a colocar los arreglos florales los días de fiesta. Pasaba largas horas en compañía del joven clérigo, el señor Rolf. Aron fue educado en los asuntos mundanos por un hombre joven y sin experiencia, y ello le dio la capacidad para generalizar que sólo poseen las personas poco experimentadas.

Aron fue admitido en la iglesia episcopal, y ocupó su puesto en el coro durante las festividades. Abra lo acompañaba. Su mente femenina sabía que aquellas cosas eran necesarias pero que carecían de importancia.

Era natural que el converso Aron tratase de captar a Cal. Al principio Aron se limitaba a rezar en silencio por su hermano, pero finalmente se aproximó a Cal. Le reprochó su impiedad y le pidió que se reformase.

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