Al este del Edén (77 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—Sirve el té —le indicó Kate—. A mí me duelen las manos —se llevó un bombón a la boca—. He visto cómo mirabas esta habitación —prosiguió cuando hubo terminado su bombón—. La luz me hace daño a los ojos. Suelo venir aquí para descansar. —vio cómo Cal dirigió una furtiva mirada a sus ojos, y repitió: Si, la luz me hace daño. —dijo entonces con aspereza: ¿Qué te pasa, no quieres té?

—No, señora —respondió Cal—. No me gusta el té.

Ella sostenía la tacita con sus dedos vendados.

—Muy bien. ¿Qué quieres, pues?

—Nada, señora.

—¿Sólo querías verme?

—Si, señora.

—¿Estás ya satisfecho?

—Sí, señora.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó ella, y le dirigió una sonrisa torcida que dejó entrever sus afilados dientecillos blancos.

—Bueno.

—Debí imaginarme que me seguirías. ¿Dónde está tu hermano?

—En la escuela, supongo, o en casa.

—¿Cómo es?

—Se parece más a usted.

—¿Ah, sí? Pero, veamos, ¿es como yo?

—Quiere ser sacerdote —respondió Cal.

—Supongo que así es como debe ser. Se parece a mí, y quiere ingresar en la Iglesia. Se puede hacer mucho daño en la iglesia. Los que vienen aquí están siempre en guardia, pero en la iglesia abren de par en par su corazón.

—Así lo cree él también —afirmó Cal.

Ella se inclinó hacia Cal, con el rostro lleno del más vivo interés. —lléname la taza. ¿Es estúpido tu hermano?

—Es muy buen chico —aseguró Cal.

—Te he preguntado si es estúpido.

—No, señora.

Ella se echó hacia atrás y levantó su taza.

—¿Cómo está tu padre?

—No quiero hablar de él.

—¡Ah, no! ¿Le quieres, pues?

—Le adoro —confesó Cal.

Kate le miró fijamente, y un curioso espasmo la sacudió, una dolorosa punzada que se le clavaba en el pecho. Pero consiguió dominarse y ocultar su dolor.

—¿No quieres algunos bombones? —preguntó ella.

—Si, señora. ¿Por qué lo hizo?

—¿Por qué hice qué?

—¿Por qué disparó contra mi padre y nos abandonó?

—¿Te lo ha contado él?

—No. l nunca nos lo contó.

Ella se tocó una mano con la otra y las separó bruscamente, como si el contacto le hubiese producido una quemadura.

—¿Nunca ha llevado vuestro padre chicas, o mujeres jóvenes, a casa? —le preguntó.

—No —respondió Cal—. ¿Por qué disparó usted contra él y se escapó?

El rostro de Kate se endureció y su boca se convirtió en una línea, mientras los músculos de su cara se esforzaban por dominar su tensión. Levantó la cabeza y sus ojos poseían una expresión fría y ausente.

—Hablas como si tuvieras mucha más edad —observó. Pero todavía no tienes la suficiente madurez. Es mejor que te vayas a jugar, vete y límpiate los mocos.

—A veces consigo dominar a mi hermano —dijo Cal—. Le hago retorcerse y llorar de dolor. Él no sabe cómo consigo hacerlo, soy más listo que él; pero yo no quiero hacerlo porque me pone enfermo.

Kate siguió la conversación como si fuese ella quien dijera aquellas cosas.

—Se pensaban que eran muy listos —declaró. Me miraban y se pensaban que me conocían, pero yo les engañaba… Conseguí engañarles a todos. Y cuando creyeron que podrían decirme lo que tenía que hacer, ¡oh!, entonces era cuando les engañaba mejor, Charles, entonces les engañé de verdad.

—Me llamo Caleb —le aclaró éste—. Caleb llegó a la Tierra Prometida. Por lo menos eso fue lo que me dijo Lee, y, además, está en la Biblia.

—Lee es el chino —recordó Kate, que prosiguió con presteza: Adam creía que me dominaba. Cuando yo estaba herida y medio deshecha, me admitió en su casa, me cuidó y cocinó para mí. De esa manera trató de atarme. La mayor parte de las personas se dejan atar por estas cosas. Se sienten agradecidas, sienten que tienen una deuda que pagar, y eso es la peor clase de grilletes con los que se puede encadenar a una persona. Pero a mí nadie puede sujetarme. Esperé pacientemente hasta sentirme fuerte, y entonces rompí mis ataduras. Nadie puede atraparme. Sabía lo que él se proponía, pero yo podía esperar.

La gris estancia permanecía silenciosa, y en ella sólo se oía la respiración jadeante y excitada de Kate.

—¡Por qué disparó usted contra él? —preguntó Cal una vez más.

—Porque trataba de retenerme. Podía haberlo matado, pero no lo hice. Yo sólo quería que me dejase ir.

—¿Nunca deseó usted quedarse?

—¡Por Dios, no! Ya desde niña hacía cuanto me venía en gana.

Nunca supieron cómo lo hacía. Nunca. Estaban siempre seguros de que tenían razón. Y nunca lo supieron, nunca lo supo nadie.

De pronto pareció darse cuenta de algo.

—Claro, tú eres mi hijo. Acaso eres como yo. ¿Por qué no habrías de serlo?

Cal se levantó y poniendo las manos a la espalda cerró los puños.

—Cuando usted era pequeña, ¿nunca tuvo… —se interrumpió para encontrar las palabras adecuadas, nunca tuvo el sentimiento de que le faltaba algo? ¿Como si los demás supiesen algo que usted ignoraba, algo así como un secreto que no querían compartir? ¿Nunca tuvo este sentimiento?

Mientras él hablaba, el rostro de Kate se fue endureciendo y adquiriendo una expresión de hostilidad, y cuando Cal se calló, un muro se había alzado entre ambos.

—¡Estoy perdiendo el tiempo hablando con críos! —exclamó Kate. Cal abrió los puños y se metió las manos en los bolsillos.

—Sí, hablando con mocosos —prosiguió ella—. Debo de haber perdido el juicio.

El rostro de Cal mostraba una gran excitación, y sus ojos, muy abiertos, parecían contemplar alguna visión.

—¿Qué te pasa? —preguntó Kate.

El permanecía de pie e inmóvil, con la frente bañada en sudor y los puños apretados.

Kate, como solía hacer siempre, esgrimió el hábil pero insensible puñal de su crueldad. Riendo suavemente, dijo:

—Puede que te haya transmitido algo, algo interesante, como esto —y levantó sus manos artríticas—. Pero si es epilepsia, ataques de epilepsia, no será de mí de quien los habrás heredado.

Lo miró con expresión triunfal, anticipándose a la impresión que sus palabras causarían y tratando de escrutar su efecto.

Cal habló con voz risueña.

—Me voy —anunció. —Está muy claro. Lee tenía razón.

—¿Qué dijo Lee?

—Yo temía ser como usted —respondió Cal.

—Eres como yo —afirmó Kate.

—No, no lo soy. Soy distinto. No tengo por qué haber heredado su forma de ser.

—¿Y cómo lo sabes? —le preguntó ella.

—Lo sé. Lo he comprendido de repente. Mis maldades son sólo mías.

—Ese chino te ha llenado la cabeza de tonterías. ¿Por qué me miras de ese modo?

—No creo que la luz le hiera los ojos. Más bien creo que tiene miedo —respondió Cal.

—¡Fuera de aquí! —le gritó ella—. ¡Anda, vete!

—Ya me voy —dijo él, con la mano en el picaporte—. No la odio —añadió. Pero me alegro de que tenga miedo.

Ella trató de llamar a Joe, pero sólo consiguió emitir una especie de ronco graznido.

Cal abrió la puerta de par en par y la cerró tras de sí, dando un portazo.

Joe hablaba con una de las chicas en el salón. Ambos oyeron el ruido de pasos rápidos y ligeros. Pero cuando alzaron la cabeza, el joven ya había alcanzado la puerta, la había abierto y franqueado, para dirigirse a la pesada puerta de entrada, que cerró también con estrépito. Sólo se oyó un paso en el porche, y luego el ruido producido por unos pies al saltar sobre la tierra.

—¡Qué diablos era eso? —preguntó la muchacha.

—Vete a saber —contestó Joe—. A veces creo que veo visiones.

—Yo también —convino la chica—. ¿Ya te he dicho que Clara tiene bichos bajo la piel?

—Esa no va a durar mucho —declaró Joe—. Creo que cuanto menos se sabe, mejor te va.

—Esa es una verdad como un templo —admitió la muchacha.

Capítulo 40
1

Kate se recostó entre los mullidos almohadones. Se encontraba presa de una gran agitación nerviosa que le erizaba los cabellos y le abrasaba la piel.

Con mucha suavidad se dijo: «Tranquilízate. Cálmate. No permitas que eso te domine. Trata de no pensar durante un tiempo. ¡El maldito mocoso!».

Pensó de pronto en la única persona que le había hecho sentir aquel odio mezclado con pánico. Esa persona era Samuel Hamilton, con su barba blanca, sus rosadas mejillas y los ojos risueños que parecían levantarle la piel y mirar en su interior.

Con su dedo vendado sacó una delgada cadenilla que pendía de su cuello y tirando hizo salir de su corpiño lo que colgaba al extremo de aquélla. De la cadena pendían dos llaves de una caja fuerte, un reloj de oro con una llavecita flordelisada y un pequeño tubo de acero provisto de un anillo en la tapa. Lo desenroscó cuidadosamente y, separando las rodillas, sacudió el tubo hasta que cayó de él una cápsula de gelatina. Colocó la cápsula bajo la luz y contempló los blancos cristales de su interior; seis granos de morfina, lo cual constituía un margen amplio y seguro. Volvió a poner con suavidad la cápsula en el tubo, lo enroscó y ocultó de nuevo la cadena bajo sus ropas.

Las palabras de Cal resonaban en su interior: «Más bien creo que tiene miedo». Repitió aquellas palabras en voz alta, tratando de quitarles su efecto. Consiguió calmarse, pero un vívido recuerdo se introdujo en su mente, y permitió que se formase para poder examinarlo de nuevo.

2

Era antes de haber construido la pequeña habitación contigua al dormitorio. Kate había retirado el dinero que Charles le dejó. El cheque se había convertido en buenos billetes, y esos billetes reunidos en fajos estaban guardados en la caja fuerte del Banco de Monterrey.

Fue aproximadamente cuando los primeros dolores empezaron a agarrotarle las manos. Ahora ya tenía suficiente dinero para irse. Se trataba sólo de sacar la mayor cantidad de dinero de la casa. Pero también era mejor esperar hasta que se sintiese bien de nuevo.

Pero ya nunca volvió a sentirse bien. Nueva York le parecía frío y muy lejano.

Le Llegó una carta firmada por una tal «Ethel». ¡Quién diablos era? Quienquiera que fuese, debía de estar loca para pedirle dinero. Ethel…, había cientos de Ethel. A cada paso se encontraba alguna Ethel. Y ésta garrapateaba frases ilegibles en una cuartilla rayada.

La tal Ethel no tardó mucho en aparecer, y Kate, apenas la reconoció.

Kate se sentó ante su escritorio, con expresión vigilante, suspicaz y segura.

—Ha pasado mucho tiempo —le dijo.

Ethel respondió como un soldado que comparece en la senectud ante el sargento que lo instruyó.

—He estado enferma —respondió.

Había engordado bastante y sus ropas tenían una restregada limpieza, signo inequívoco de la pobreza.

—¿Dónde te alojas ahora? —inquirió Kate, mientras se preguntaba cuánto tardaría aquel viejo saco en ir al grano.

—En el Hotel del Southern Pacific. He alquilado una habitación.

—Ah, ¿ya no trabajas en una casa?

—Nunca pude volver a empezar —le explicó Ethel—. No debió usted echarme —con el extremo de su guante de algodón se enjugó unos gruesos lagrimones que asomaban a sus ojos—. Las cosas me van bastante mal. Para empezar, ya tuve dificultades cuando eligieron al nuevo juez. Me condenaron a noventa días, a pesar de que no estaba fichada, ni aquí ni en ninguna parte. Conseguí salir de eso, y pesqué la sífilis. Yo sabía que la tenía, y se la contagié a un cliente habitual, un buen chico, que trabajaba en unas oficinas del Estado. Se enfadó y me molió las costillas, me aplastó la nariz, me hizo perder cuatro dientes, y, por si fuese poco, el nuevo juez me echó ciento ochenta días. ¡Diablos, Kate, una pierde todos los contactos en ciento ochenta días! Se olvidan de que estás viva. Después de eso, ya no pude volver a empezar.

Kate asintió, expresándole una simpatía fría y ausente. Sabía que Ethel estaba en ese estado de acorralamiento en el que una persona es capaz de todo. Poco antes de su llegada, Kate había adoptado sus precauciones. Abrió el cajón de su escritorio y sacó de él algún dinero, que tendió a Ethel.

—Yo nunca abandono a mis amistades —dijo—. ¿Por qué no te vas a otra población y empiezas de nuevo? Puede que eso cambie tu mente.

Ethel trató de evitar que sus dedos aferrasen con demasiada vehemencia el dinero. Desplegó los billetes como una mano de póquer, cuatro de diez. Sus labios empezaron a temblar de emoción, y, por fin, dijo:

—Pensé que se las arreglaría para que pudiera hacerme con algo más de cuarenta pavos.

—¡Qué quieres decir?

—¿Así que no recibió mi carta?

—¿Qué carta?

—¡Oh! —exclamó Ethel—. Se habrá perdido. En Correos no tienen ningún cuidado. Pero es que yo pensaba que cuidarías de mí. No me siento muy bien. Tengo siempre una especie de peso en el estómago.

Suspiró y luego habló tan rápidamente, que Kate comprendió que lo había estado ensayando antes.

—Bien, acaso recuerde que poseo una especie de sexto sentido —empezó a decir Ethel—. Suelo predecir siempre las cosas que van a pasar. Todo lo que sueño se realiza. Hay tipos que dicen que tendría que haberme dedicado a ese negocio. Dicen también que soy una médium natural. ¿No se acuerda de eso?

—No —respondió Kate—. No me acuerdo.

—¿No se acuerda? Bueno, quizá nunca se dio cuenta. Pero las demás sí lo sabían. Les decía muchas cosas que después resultaban ciertas.

—¿Qué quieres dar a entender con eso?

—Es que tuve un sueño. Me acuerdo muy bien de cuándo fue, porque lo tuve la misma noche en que murió Faye.

Dirigió una rápida mirada al rostro frío e impasible de Kate, y continuó obstinadamente:

—Aquella noche llovía y en mi sueño también, o por lo menos había mucha humedad. Bien, el caso es que en mi sueño la vi salir de la cocina. No estaba muy oscuro, la luna iluminaba algo la estancia, y el objeto de mi sueño era usted. Luego salió al jardín de atrás y se inclinó. No pude ver qué estaba haciendo. Luego volvió a entrar, andando sin hacer ruido. La primera cosa que supe al día siguiente fue que Faye había muerto.

Se interrumpió y esperó a que Kate hiciese algún comentario, pero ésta mostraba un rostro inmutable.

Ethel esperó hasta que estuvo segura de que Kate no hablaría.

—Bien, como le decía, siempre he creído en mis sueños. Tiene gracia, pero en el jardín no había nada más que algunos frascos rotos de medicinas y la goma de un pequeño cuentagotas.

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