Kate declaró con expresión de aburrimiento:
—Entonces llevaste todo eso a un médico. ¿Qué dijo que había en los frascos?
—Oh, yo no hice nada de eso.
—Pues tendrías que haberlo hecho —le recriminó Kate.
—No me gusta meter a nadie en líos. Yo ya he tenido bastantes. Introduje aquellos vidrios rotos en un sobre y los puse a buen recaudo.
—¡Y ahora vienes a pedirme consejo? —le preguntó Kate con suavidad.
—Si, a eso he venido.
—Ahora te diré lo que pienso —dijo Kate—. Opino que eres una prostituta vieja y gastada, y que has recibido demasiados palos en la cabeza.
—No empiece a decirme que estoy loca —le rogó Ethel.
—No, acaso no lo estés, pero sí cansada y enferma. Ya te he dicho que nunca abandono a mis amistades. Puedes volver aquí. No puedes trabajar, pero sí puedes echarnos una mano en la limpieza y en la cocina. Tendrás una cama y un plato en la mesa. ¿Qué te parece? Y un poco de dinero para tus pequeños gastos.
Ethel se agitaba inquieta.
—No, señora —contestó. Me parece que no me gustaría dormir aquí. No llevo conmigo ese sobre. Me lo guarda un amigo.
—¿Y qué tenías pensado? —le preguntó Kate.
—Verá, había pensado que, si pudiera estudiar la forma de darme cien dólares al mes, acaso conseguiría reponerme, e incluso recuperar la salud.
—¿Dices que vives en el Hotel del Southern Pacific?
—Sí y mi habitación es la primera que se encuentra subiendo del vestíbulo, después de pasar ante el casillero. El empleado que está a cargo del hotel por la noche es amigo mío. Nunca se duerme cuando trabaja. Es un tipo muy simpático.
—Vamos, Ethel, no tengas miedo —le dijo Kate—. Lo único que debería importarte es saber por cuánto se vendería ese «tipo tan simpático». Espera un momento.
Contó seis billetes más de diez dólares, que sacó del cajón frente a ella, y se los tendió.
—¿Tengo que venir a primeros de mes, o me lo enviará?
—Ya te lo enviaré —contestó Kate—. Sigo creyendo, Ethel —prosiguió con voz queda, que deberías mandar a analizar esos frascos.
Ethel aferraba el dinero en su mano. Rebosaba de satisfacción ante su triunfo. Aquélla era una de las pocas cosas que le habían salido bien.
—No pienso hacerlo —le aseguró, a menos que me vea obligada a ello. —y se fue.
Cuando Ethel se hubo marchado, Kate salió al jardín trasero. E incluso después de tantos años se percató de que Ethel debió de excavar a conciencia, por el desnivel que ofrecía la tierra en aquel lugar.
A la mañana siguiente, el juez tuvo que oír la acostumbrada crónica de pequeñas violaciones de la ley y desórdenes nocturnos. Escuchó a medias el cuarto caso, y cuando terminó el sucinto relato del testigo de cargo, preguntó:
—¿Cuánto dice que ha perdido?
El hombre de cabellos negros respondió:
—Unos cien dólares.
El juez se volvió al oficial.
—Cuánto dice usted que ella tenía?
—Noventa y seis dólares. Esta mañana, a las seis, compró whisky, cigarrillos y una revista al conserje nocturno.
—Yo no he visto a este tipo en mi vida —gritó Ethel.
El juez levantó los ojos de sus papeles.
—Dos veces por prostitución y ahora por robo. Nos cuestas muy cara. Te quiero fuera de la ciudad al mediodía. —se volvió al oficial: Dígale al sheriff que la haga acompañar hasta el límite del condado. —y dirigiéndose a Ethel añadió: Si vuelves, te enviaré al presidio de San Quintín. ¿Entiendes?
—Señor juez, quisiera verlo a solas —solicitó Ethel.
—¿Por qué?
—Tengo que verlo —respondió Ethel—. Esto es un complot, señor juez. —Todo son complots —dijo el juez—. ¡El siguiente!
Mientras un agente del sheriff acompañaba a Ethel hasta el límite del condado, que se hallaba en un puente que cruzaba el río Pájaro, el testigo de cargo subía por la calle Castroville en dirección a casa de Kate, pero después cambió de idea y se dirigió a la barbería de Kenoe para cortarse el cabello.
La visita de Ethel no inquietó mucho a Kate. Sabía que no se prestaría mucha atención a una ramera agraviada, y que un análisis de los frascos rotos no demostraría la existencia de veneno. Había olvidado a Faye casi por completo. La forzosa evocación de lo sucedido no fue más que un recuerdo desagradable.
Pero, sin embargo, se vio impulsada gradualmente a pensar en ello. Una noche en que se hallaba verificando la cuenta de la tienda de comestibles, un pensamiento surgió de pronto en su mente, brillante y centelleante como un meteoro. Aquel pensamiento resplandeció y desapareció tan deprisa, que tuvo que interrumpir lo que estaba haciendo para tratar de captarlo. ¿Por qué el rostro sombrío de Charles estaba asociado con aquel pensamiento? ¿Y los ojos sorprendidos y alegres de Sam Hamilton? ¿Y por qué sintió un estremecimiento de temor ante aquel rutilante pensamiento?
Desistió en el empeño de captarlo y volvió a su tarea, pero el rostro de Charles estaba tras ella, mirándola por encima del hombro. Comenzaron a dolerle los dedos. Dejó a un lado las cuentas y dio una vuelta por la casa. Era una noche aburrida y con poco aliciente, la noche de un martes. Ni siquiera había suficientes clientes para «montar el circo».
Kate sabía lo que sus pupilas sentían por ella. Le tenían un miedo cerval, y ella se esforzaba por mantenérselo. Era probable que la odiasen, pero no le importaba. Sin embargo, le tenían confianza, y eso sí que le importaba. Si seguían las reglas que ella había establecido y se esforzaban por cumplirlas con toda exactitud, Kate cuidaba de ellas y las protegía. En esto no había ni amor ni respeto en juego. Ella nunca las recompensaba, y no castigaba más de dos veces a una que hubiese hecho algo malo, pues a la tercera la echaba de la casa. Eso ofrecía a las pupilas la seguridad de que nunca serian castigadas sin motivo.
Mientras Kate daba su paseo por la casa, las muchachas se hicieron las encontradizas. Kate ya esperaba este proceder. Pero, por otra parte, aquella noche no se sentía sola. Charles parecía caminar a su lado, o tras ella.
Tras atravesar el comedor, penetró en la cocina, abrió la nevera y miró en su interior. Levantó la tapa del cubo de la basura y examinó el contenido, para ver si se tiraban cosas sin necesidad. Lo hacia todas las noches, pero aquella noche algo le preocupaba.
Cuando hubo abandonado el salón, las pupilas se miraron y se encogieron de hombros, desconcertadas. Eloise, que estaba conversando con el moreno Joe, preguntó:
—¿Qué le pasa?
—Nada, que yo sepa. ¿Por qué?
—No sé. Me parece nerviosa.
—Bueno, hubo una especie de carrera de ratas.
—¿Qué ha sucedido?
—¡Espera un minuto! —dijo Joe—. Yo no lo sé, y tú tampoco lo sabes.
—Comprendido. Quieres decir que me ocupe sólo de mis asuntos. —Has dado en el clavo —afirmó Joe—. Dejémoslo así, ¿no crees?
—No quiero saber nada —respondió Eloise.
—Así se habla —dijo Joe.
Kate volvió de su gira de inspección.
—Voy a acostarme —dijo a Joe—. No me llames si no es muy necesario.
—¿Puedo hacer algo por usted?
—Sí, prepárame una taza de té. ¿Has planchado ese vestido que llevas, Eloise?
—Sí, señora.
—No lo has hecho muy bien.
—No mucho, señora.
Kate estaba inquieta. Colocó con todo cuidado sus papeles en los casilleros de su escritorio, y cuando Joe le trajo la bandeja con el té, ordenó que la colocase junto a su cama.
Recostada entre sus almohadones y mientras sorbía el té, analizó de nuevo aquel pensamiento. ¿Qué ocurría con Charles? Y entonces lo comprendió.
Charles era listo. A su manera, y a pesar de parecer un chiflado, Sam Hamilton también era listo. El pensamiento, hijo del temor, era que había gente lista. Tanto Sam como Charles estaban muertos, pero acaso había otros. Y lo analizó muy lentamente.
«Supongamos que hubiese sido yo quien desenterró los frascos. ¿Qué hubiera hecho, o qué hubiera pensado?» Una sensación de pánico nació en su pecho. ¿Por qué estaban rotos y enterrados los frascos? Si no era veneno, entonces, ¿por qué enterrarlos? ¿Por qué hizo semejante cosa? Debiera haber arrojado los frascos a una alcantarilla de la calle Mayor, o al cubo de la basura. El doctor Wilde había muerto. Pero ¿sabía ella qué informes había dejado? Lo ignoraba. Supongamos que hubiese sido ella la que hubiera encontrado los frascos y supiera lo que habían contenido. ¿No le hubiera preguntado a alguien que supiera qué ocurriría si se administrase aceite matarratas a una persona?
—Bien, suponga usted que se administran pequeñas dosis durante mucho tiempo.» Ella sabia lo que ocurriría y los demás también.
«Suponga usted que oye hablar de una rica dueña de una casa de prostitución, que muere tras dejárselo todo a una nueva pupila.» Kate sabía perfectamente bien cuál sería el primer pensamiento que se le cruzaría por la cabeza. ¿Por qué había sido tan loca para hacer que expulsasen a Ethel? Ahora ya no podría hallarla. Tendría que haberle dado el dinero y mantenerla engañada hasta conseguir que le devolviese los frascos. ¿Dónde estarían ahora? En un sobre, pero ¿dónde? ¿Cómo se las arreglaría para encontrar a Ethel de nuevo?
A estas alturas, Ethel sabría a ciencia cierta por qué la habían expulsado. Ethel no era muy lista, pero podía hablar con alguien que lo fuese. Con su voz insulsa podía contar toda la historia y decir cómo Faye se puso enferma, y el aspecto que tenía, y el testamento que hizo.
Kate respiraba afanosamente, y escalofríos de temor recorrían su cuerpo. Tendría que irse a Nueva York o a alguna parte; no valía la pena preocuparse por vender la casa. No necesitaba ese dinero. Tenía más que suficiente. Nadie podría descubrirla. Si, pero si ella huía y aquella persona lista se enteraba de la historia de Ethel; ¿no sería peor?
Kate se levantó de la cama y tomó una fuerte dosis de bromuro.
Desde aquel día, el temor había estado siempre agazapado a su lado. Casi se sintió contenta cuando se enteró de que el dolor de sus manos era una artritis incipiente. Una voz perversa le había susurrado al oído que aquello podía ser un castigo.
Nunca había ido mucho a la ciudad, y cada vez le gustaba menos. Se daba cuenta de que los hombres la miraban de soslayo, sabiendo quién era. ¿Y si alguno de aquellos hombres tuviese el rostro de Charles o los ojos de Samuel? Le costaba un gran esfuerzo ir a la ciudad una vez por semana.
Luego, se hizo construir la habitación anexa y la pintó de gris. Decía que era porque la luz le molestaba en los ojos, y, poco a poco, comenzó a creerlo realmente. Cuando volvía de la ciudad, los ojos le escocían y cada vez pasaba más tiempo en la minúscula habitación.
Hay personas que no tienen ninguna dificultad en sostener simultáneamente dos posiciones contradictorias, y Kate era una de ellas. Ella creía que la luz le hacía daño a los ojos, y también que la gris estancia era una especie de refugio, una oscura madriguera en el seno de la tierra, un lugar donde ninguna mirada podía contemplarla. Una vez, sentada entre sus almohadones, examinó la posibilidad de hacerse construir una puerta secreta, por la que pudiese huir en caso necesario. Pero inmediatamente, impulsada más bien por un sentimiento que por un pensamiento, desechó la idea. Entonces ya no se sentiría protegida. Si bien ella podría salir, también alguien podría entrar, eso que había empezado a agazaparse frente a la casa y a arrastrarse hasta sus muros por la noche, cuando ella se levantaba en silencio tratando de atisbar por las ventanas. Cada vez le exigía un mayor esfuerzo de voluntad abandonar la casa los lunes por la tarde.
Cuando Cal comenzó a seguirla, sintió un terrible acceso de miedo. Y cuando lo esperó junto a la alheña, ese miedo estaba muy próximo al pánico.
Pero ahora hundió profundamente la cabeza en los blandos almohadones y sus párpados se cerraron bajo la suave pesadez del bromuro.
Toda la nación se deslizaba imperceptiblemente hacia la guerra, aterrorizada y al mismo tiempo atraída por ésta. Hacía casi sesenta años que el pueblo no había sentido la vibrante emoción de la guerra. El asunto español fue más bien una expedición que una contienda verdadera. Wilson fue reelegido presidente en noviembre gracias a su promesa de mantener neutral al país, pero también había prometido mano firme, lo cual significaba inevitablemente la guerra. Los negocios prosperaron y los precios comenzaron a subir. Agentes de compras ingleses hacían sus correrías por el país, comprando alimentos y vestidos, metales y productos químicos. Una ola de excitación recorría el país. La gente no creía realmente en la guerra, y al mismo tiempo se preparaba para ella. La vida en el valle Salinas no había cambiado en absoluto.
Cal se dirigía a la escuela con Aron.
—Pareces cansado —observó Aron.
—¿Tú crees?
—Te vi llegar anoche, a las cuatro de la madrugada. ¿Qué hacías tan tarde?
—Fui a pasear, para pensar con tranquilidad. ¿Te gustaría dejar el colegio y volver al rancho?
—¿Para qué?
—Podríamos reunir algún dinero para padre.
—Yo quiero ir a la universidad. Desearía poder marcharme mañana mismo. Todo el mundo se ríe de nosotros. Quiero irme de la ciudad. ¿Te has vuelto loco?
—No estoy loco. Pero no fui yo quien perdió el dinero, ni quien tuvo esa idea descabellada de las lechugas. Y, a pesar de ello, la gente se ríe de mí. Ni siquiera sé si queda suficiente dinero para pagar la universidad.
—Él no quería perder ese capital.
—Pero el hecho es que lo perdió.
—Todavía te queda este año y el siguiente antes de poder ir a la universidad —observó Cal.
—¿Crees que no lo sé?
—Si hicieras un gran esfuerzo, puede que pudieras realizar el examen de ingreso el próximo verano, y empezar en octubre. Aron se giró en redondo.
—No puedo hacerlo.
—Yo creo que sí. ¿Por qué no hablas con el director? Y apostaría a que el reverendo Rolf te ayudaría muy gustoso.
—Quiero irme de esta ciudad para no regresar jamás —aseguró Aarón. Todavía nos llaman Cogollos de Lechuga. Se ríen de nosotros.
—Y Abra, ¿qué?
—Abra hará lo que sea más conveniente.
—¿Y quiere que te vayas? —preguntó Cal.
—Abra hará lo que yo quiera.
Cal reflexionó por un momento.
—Te voy a decir lo que haré. Voy a tratar de reunir algún dinero. Si tú estudias a fondo y pasas los exámenes un año antes, yo te pagaré los estudios.