—¿Cómo debe ser eso de no tener madre?
—No lo sé. Creo que como todo.
—Supongo que apenas debes de darte cuenta de la diferencia.
—Te equivocas. Me gustaría que me dijeses lo que piensas. Pareces un acertijo del
Bulletin
.
Abra continuaba imperturbable y concentrada.
—¿Te gustaría tener una madre? —preguntó.
—Eso es una tontería —respondió Aarón. Claro que me gustaría, como a todo el mundo. Supongo que no te propondrás herir mis sentimientos, ¿verdad? Cal lo hace a veces y luego se ríe.
Abra apartó su mirada del sol poniente. Le costaba ver debido a las manchas purpúreas que bailaban ante sus ojos.
—Hace poco has dicho que sabías guardar secretos.
—Y es verdad.
—¿Y jamás revelarías tu secreto, bajo ninguna circunstancia?
—Por supuesto que no.
Abra dijo con suavidad:
—Dime cuál es, Aron —y pronunció su nombre como una caricia.
—¿Que te diga qué?
—Que me digas el secreto más profundo y terrible que poseas. Aron se apartó de ella, alarmado.
—No puede ser —contestó. ¿Qué derecho tienes a preguntármelo? No puedo decírselo a nadie.
—Vamos, cariño, díselo a mamá —le apremió ella, arrulladora.
Las lágrimas pugnaban por asomar nuevamente a los ojos del muchacho, pero esta vez eran lágrimas de ira.
—No sé por qué quiero casarme contigo —respondió. Me parece que me voy a casa.
Abra lo asió por la muñeca, y su voz perdió el tono de coquetería.
—Quería comprobarlo. Ahora veo que eres capaz de guardar un secreto.
—¿Cómo te las has arreglado para hacer eso? Has conseguido que me enfade. Me has puesto de muy mal humor.
—Me parece que te voy a contar un secreto —dijo la niña.
—¡Bah! —contestó él, con burla—. Y ahora, ¿quién es la que no sabe guardar secretos?
—No sabía si hacerlo —le aseguró ella—. Si te lo digo es porque creo que te beneficiará. Quizá me lo agradezcas.
—¿Quién te dijo que no lo contaras?
—Nadie. Fue mi decisión —respondió Abra.
—Bueno, eso es otra cosa. ¿Cuál es tu viejo secreto?
El sol tocaba ya con su borde el árbol que se cernía sobre la casa de Tollot, junto a la carretera de Blanco, y la chimenea de la casa se alzaba como un negro pulgar contra el disco incandescente del astro.
—Escucha, ¿te acuerdas de aquella vez que fuimos a tu casa? —le preguntó Abra.
—¡Claro que sí!
—Bien, pues yo me quedé dormida en la calesa, en el viaje de regreso, y cuando me desperté, mis padres no se dieron cuenta. Estaban diciendo que tu madre no había muerto, sino que se había escapado. Añadieron que le debió de haber ocurrido algo malo, y por eso se escapó.
—Está muerta —sentenció Aron con brusquedad.
—Pero ¿no te gustaría saber que está viva?
—Mi padre dice que está muerta, y mi padre no es un embustero.
—Acaso él crea que está muerta.
—Supongo que debe de saberlo —respondió Aron, pero su voz mostraba cierta vacilación.
—¿No sería bonito que la encontrásemos? —preguntó Abra—. Supón que hubiese perdido la memoria, o algo por el estilo. Yo he leído cosas así. Y cuando la encontrásemos, ella se acordaría de todo.
La gloria de la novela que estaba forjando la levantó como una marea y la arrastró consigo.
—Se lo preguntaré a mi padre —resolvió Aron.
—Aron —repuso la niña con firmeza—, lo que te he dicho es un secreto.
—¿Quién lo dice?
—Yo lo digo. Ahora repite conmigo: «Tomaré una doble ración de veneno y me degollaré, si lo digo».
Durante un momento, él vaciló, y luego repitió:
—Tomaré una doble ración de veneno y me degollaré, si lo digo.
—Ahora escupe en la palma de tu mano; así, muy bien —le ordenó Abra—. Ahora dame la mano, ¿ves? Para que se mezclen nuestras salivas. Ahora sécate la mano en el pelo. —ambos niños realizaron aquel ritual, y luego Abra dijo solemnemente:— Ahora me gustaría ver si te atreverás a contarlo. Conocí a una niña que dijo un secreto después de haber pronunciado este juramento, y murió quemada en el incendio de un establo.
El sol se había puesto tras la casa de Tollot, y la luz dorada había desaparecido. La estrella vespertina lucía sobre Monte Toro.
—Me van a despellejar viva. Vamos, ¡aprisa! Apostaría a que mi padre ha sacado el silbato para llamarme. Seguro que me azotan —aseguró Abra.
Aron la miró con expresión de incredulidad.
—¿Azotarte? Pero ¿es que a ti te azotan?
—¿Pues qué te figurabas?
Aron dijo apasionadamente:
—Que lo intenten. Si intentan pegarte, diles que los mataré. —sus grandes ojos azules estaban entornados y lucían—. Nadie se atreverá a azotar a mi esposa —dijo.
Abra le pasó los brazos alrededor del cuello en la semioscuridad que reinaba bajo el sauce, y lo besó en la boca.
—Te amo, esposo mío —dijo; y luego, se volvió y se puso en pie de un salto, echando a correr hacia su casa, sosteniéndose las faldas por encima de las rodillas, y sus enaguas de encaje blanco brillaban.
Aron regresó junto al tronco del sauce y se sentó en el suelo, apoyando su espalda contra la corteza. Su mente estaba oscurecida por una nube gris, y sentía dolorosos calambres en el estómago. Trató de poner en orden sus sentimientos, bajo la forma de pensamientos e imágenes, para ver si conseguía disipar el dolor. Era difícil. Su mente discurría lenta y pausadamente y no podía aceptar tantas ideas y emociones a la vez. La puerta de su cerebro estaba cerrada para todo lo que no fuese el dolor físico. Transcurridos unos instantes, la puerta se abrió ligeramente y dejó pasar cada cosa de una en una para poder ser examinadas, y analizarlas, hasta que consiguió absorberlas todas. Al otro lado de la puerta de su obstruida razón pugnaba por entrar algo muy voluminoso, pero Aron lo hizo esperar hasta el final.
Primero dejó entrar a Abra, y examinó su vestido, su rostro, recordó la sensación que le causó su mano sobre la mejilla, el perfume que emanaba de ella, que tenía algo de leche y algo de hierba segada. La vio, la sintió, la oyó y la olió otra vez por completo. Pensó en lo limpia que era, especialmente las manos y las uñas, y qué decidida y distinta de las mocosas del patio de recreo.
Luego, y por ese orden, pensó cómo ella le había sostenido la cabeza, y cómo él había llorado como un niño, con lágrimas de añoranza, deseando algo y sabiendo en cierto modo que ya lo tenía. Acaso esto último es lo que le hacía llorar.
Después, recordó la treta que ella le hizo, aquella estratagema para ponerle a prueba. Se preguntó lo que ella hubiera hecho si él hubiese dicho un secreto. ¿Pero qué secreto le podría haber dicho, de haberlo deseado? No recordaba ningún secreto, a no ser aquel que golpeaba la puerta de su mente pidiendo entrada.
La más ardua pregunta que ella le había hecho, la de «¿Cómo debe ser eso de no tener madre?», se deslizó en su mente. ¿Y cómo era, en realidad? Pues de ninguna manera. Ah, pero en la escuela, durante las fiestas de Navidad, o de final de curso, a las que asistían las madres de los demás niños…, entonces él lloraba en silencio y experimentaba una indecible nostalgia. Así es como era aquello.
Salinas se hallaba rodeada y poblada de charcas y pantanos cenagosos, de estanques llenos de juncos, en cada uno de los cuales saltaban miles de ranas. A la caída de la tarde, la atmósfera estaba tan repleta de su canto, que se formaba como una especie de silencio croante. Ello constituía una especie de velo, un telón de fondo cuya súbita desaparición, como ocurría, por ejemplo, después de un trueno repentino, era algo que sorprendía. Es posible que si por la noche hubiese cesado de repente el croar de las ranas, todos los vecinos de Salinas se hubieran despertado, creyendo oír un gran ruido. Aquel croar de millones y millones de ranas parecía poseer un ritmo y una cadencia, aunque acaso ésa sea la función del oído, así como la de los ojos es hacer centellear a las estrellas.
Bajo el sauce reinaba ahora una profunda penumbra. Aron se preguntaba si ya estaba preparado para dejar entrar la «gran cosa», y mientras se lo preguntaba, aquello entró cautelosamente y se aposentó en su interior.
Su madre vivía. Se la había representado a menudo yaciendo en el seno de la tierra, muy quieta, fría y perfectamente conservada. Pero aquello era diferente. En alguna parte, ella se movía y hablaba, agitaba las manos y abría los ojos. Y en medio de la ola de gozo que lo inundaba, una pena se abrió paso junto al sentimiento de haber experimentado una terrible pérdida. Aron se sentía desconcertado y sorprendido. Examinó la nube de tristeza. Si su madre estaba viva, resultaba que su padre era un embustero. Si uno de ellos estaba vivo, el otro estaba muerto. Aron proclamó en voz alta, bajo el árbol:
—Mi madre está muerta. Está enterrada en algún lugar del este.
En la oscuridad, vio el rostro de Lee y oyó sus suaves palabras. Lee había sido muy hábil. Si por una parte sentía un respeto casi lindante con la reverencia por la verdad, por otra sentía, como era natural, una verdadera repugnancia por la mentira. Se lo expuso muy claramente a los muchachos. Si había algo que no era cierto, y uno lo ignoraba, aquello constituía un error. Pero si sabiendo que algo era verdad se trocaba en falsedad, tanto ella como el que la manifestaba no merecían otra cosa sino el desprecio más profundo.
La voz de Lee decía: «Ya sé que a veces se usa una mentira con finalidad piadosa. Pero no creo que eso dé nunca un buen resultado. El agudo dolor causado por la verdad puede llegar a desaparecer, pero la lenta y roedora agonía de la mentira nunca desaparece. Es como una úlcera que corroe poco a poco.» Y Lee había trabajado pausada y pacientemente, y había conseguido convertir a Adam en el centro, en los fundamentos y en la esencia de la verdad.
Aron movió la cabeza en la oscuridad con enérgico ademán de incredulidad.
—Si mi padre es un embustero, Lee también lo es.
Se sentía perdido. No tenía a nadie a quien preguntar. Cal era un mentiroso, y las convicciones de Lee habían contribuido a que fuera un mentiroso hábil. Aron sintió que algo tenía que morir, su madre o su mundo.
La solución se le apareció de repente. Abra no había mentido. Se había limitado a decirle tan sólo lo que había oído, y sus padres lo sabían también de oídas. Se puso en pie y volvió a empujar a su madre hacia la tumba, cerrando la puerta de su espíritu tras ella.
Llegó tarde a cenar.
—He estado con Abra —tuvo que explicar.
Después de cenar, mientras Adam estaba sentado en su sillón nuevo leyendo el
Salinas Index
, sintió una mano que se detenta en su hombro y levantó la mirada.
—¿Qué te pasa, Aron? —preguntó Adam.
—Buenas noches, padre —respondió Aron.
El mes de febrero en Salinas suele ser húmedo, frío y muy despreciable. Es el mes en que caen los mayores aguaceros, y si el río tiene que desbordarse, lo hace siempre por esa época. El mes de febrero de 1915 fue especialmente lluvioso, pero los Trask se hallaban muy bien establecidos en Salinas. Lee, después de haber abandonado su agridulce sueño libresco, preparó un lugar para residir en la casa contigua a la panadería de Reynaud. En el rancho nunca había desempaquetado, en realidad, sus pertenencias, porque Lee vivía con la idea constante de trasladarse a alguna parte. Pero aquí, por primera vez en su vida, se creó un hogar, dotándolo de comodidad y permanencia.
El gran dormitorio cuya ventana daba a la calle y que estaba cerca de la puerta de la entrada era el suyo. Lee echó mano de sus ahorros. Nunca había gastado un céntimo sin necesidad, ya que destinaba todo su dinero para la librería. Pero ahora se compró un pequeño y duro camastro y un escritorio. Se construyó estanterías, desempaquetó sus libros y adornó su estancia con una mullida alfombra, y clavó estampas en las paredes con chinchetas. Bajo la mejor lámpara de lectura que pudo encontrar, colocó un amplio y cómodo sillón. Y por último, se compró una máquina de escribir y empezó a aprender su manejo.
Habiendo roto así con su antiguo modo de vida espartano, Lee se dedicó a poner orden en la mansión de los Trask, a lo cual Adam no se opuso en lo más mínimo. Compraron una cocina de gas e instalaron en la casa la electricidad y el teléfono. Lee gastaba el dinero de Adam sin sentir el menor remordimiento: nuevo mobiliario, nuevas alfombras, un calentador a gas y una gran nevera. Al poco tiempo, era difícil encontrar en Salinas una casa mejor dispuesta. Lee se defendía ante Adam, alegando:
—Usted tiene mucho dinero. Sería una vergüenza no disfrutar de él.
—Yo no me quejo —protestaba Adam—. Lo que pasa es que a mí también me gustaría comprar algo. ¿Qué podría comprar?
—¿Por qué no va a la tienda de música de Logan y escucha uno de esos nuevos fonógrafos?
—Eso haré —convino Adam.
Y se compró una gramola Víctor, un alto instrumento gótico, y acudía regularmente a la tienda para ver qué discos hablan llegado.
El nuevo siglo iba obligando a Adam a salir de su cascarón. Se suscribió al
Atlantic Monthly
y al
National Geographic
. Ingresó en la masonería y consideró seriamente la posibilidad de formar parte de los Alces. La nueva nevera lo fascinó. Se compró un manual sobre refrigeración y comenzó a estudiarlo.
La realidad era que Adam necesitaba trabajar. Al salir de su larga modorra, comprendió que necesitaba hacer algo.
—Me parece que voy a meterme en algún negocio —expuso a Lee.
—Usted no lo necesita. Ya tiene bastante para vivir.
—Pero me gustaría hacer algo.
—Eso es diferente —respondió. ¿Ya ha pensado lo que quiere hacer? No creo que tenga usted mucho de empresario.
—¿Por qué no?
—Es sólo una impresión —suavizó Lee.
—Escucha, Lee, quiero que leas este artículo. Dice que han desenterrado un mastodonte en Siberia, que ha estado entre los hielos durante miles de años. Y la carne todavía es buena.
Lee le sonrió.
—Me parece que se trae algo entre manos —afirmó. ¿Qué hay en todas esas tacitas que tiene en la nevera?
—Varias cosas.
—¿Ése es el negocio? Algunas de las tazas huelen mal.
—Es una idea que he tenido —contestó Adam—. No puedo quitármela de la cabeza. Creo que se pueden conservar las cosas si se las mantiene lo suficientemente frías.