El origen perdido

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida.

El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América. Una novela deslumbrante que reta al lector a un juego de inteligencia y le conduce hasta una meta cuya clave está en el poder de las palabras.

Matilde Asensi

El origen perdido

ePUB v2.1

Fanhoe
25.09.11

© Matilde Asensi, 2003

© Editorial Planeta, S. A., 2003

Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

Ilustraciones del interior: Josep Lluís Ferrer

Primera edición: septiembre de 2003

Depósito Legal: M. 26.526-2003

ISBN 84-08-04866-X

Composición: Víctor Igual, S. L.

Impresión y encuadernación: Mateu Cromo Artes Gráficas, S. A.

Printed in Spain -Impreso en España

AlexDumas(sábado, 04 de octubre de 2003)

Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.

ARTHUR C. CLARKE

I

El problema que yo apenas vislumbraba aquella tarde mientras permanecía de pie, inmóvil entre el polvo, las sombras y los olores de aquel viejo y cerrado edificio, era que ser un urbanícola progresista, escéptico y tecnológicamente desarrollado de principios del siglo XXI me incapacitaba para tomar en consideración cualquier cosa que quedara fuera del ámbito de los cinco sentidos. En aquel momento, la vida, para un
hacker
como yo, sólo era un complejo sistema de algoritmos escritos en un lenguaje de programación para el cual no existían manuales. Es decir, que, aquella tarde, yo era de los que creían que vivir era aprender cada día a manejar tu propio e inestable programa de ordenador sin posibilidad de asistir a cursillos previos ni tiempo para pruebas y ensayos. La vida era lo que era y, además, muy corta, así que la mía consistía en mantenerme permanentemente ocupado, sin pensar en nada que no tuviera que ver con lo que llevaba a cabo en cada momento, sobre todo si, como entonces, lo que estaba haciendo era, entre otras cosas, un delito penado por la ley.

Recuerdo que me detuve un segundo para contemplar con extrañeza los ajados detalles de aquel plató que, en un tiempo para mí muy lejano (veinte o, quizá, treinta años), había resplandecido y vibrado con las luces de los focos y la música de las orquestas en directo. Aún no habían transcurrido por completo las últimas horas de aquel día de finales de mayo y ya no podía verse el sol por detrás de los contrafuertes de los antiguos estudios de televisión de Miramar, en Barcelona, que, aunque clausurados y abandonados, gracias a mis amigos y a mí estaban a punto de servir de nuevo al que fuera su propósito original. Mirándolos desde dentro, como hacía yo, y escuchando el eco de las famosas voces que siempre los habitarían, parecía imposible pensar que en pocos meses fueran a convertirse en otro hotel más para turistas de lujo.

A mi lado,
Proxi
y
Jabba
se afanaban montando el equipo sobre una veterana tribuna de madera despintada hasta la que llegaba con dificultad el resplandor de las farolas de la calle. Los pantalones de
Proxi
, negros y ceñidos, apenas le cubrían los tobillos y esos huesecillos afilados, esas aristas, lanzaban sombras descomunales sobre sus piernas, largas y llenas de ondulaciones, gracias a las linternas de neón que descansaban sobre la tarima.
Jabba
, uno de los mejores ingenieros de Ker-Central, conectaba la cámara al ordenador portátil y al amplificador de señal con habilidad y rapidez; a pesar de ser tan grande, grueso y gelatinoso,
Jabba
pertenecía a esa raza de tipos inteligentes, acostumbrados al contacto del aire y del sol, que, a pesar de haberse endurecido en mil batallas contra el código, aún conservaban algo de la desenvoltura del hombre primitivo en el hombre moderno.

—He terminado —me dijo
Jabba
, levantando la vista. Su cara redonda apiñaba los ojos, la nariz y la boca en el centro del círculo. Se había recogido las greñas de pelo rojo y largo detrás de las orejas.

—¿Las conexiones están operativas? —pregunté a
Proxi
.

—Dentro de un par de minutos.

Miré mi reloj. Las manecillas, que salían directamente de la nariz del barbudo capitán Haddock, marcaban las ocho menos cinco. En poco más de media hora todo habría terminado. De momento, la antena parabólica ya estaba orientada y el punto de acceso listo para abrirse, así que sólo faltaba que
Jabba
acabara de montar la conexión inalámbrica para que yo pudiera empezar a trabajar.

En ese momento descubrí qué era lo que, desde hacía un buen rato, me resultaba tan familiar de aquel plató: olía igual que el desván de la casa de mi abuela, en Vic, un olor de muebles viejos, bolsitas antipolillas y metal oxidado. Hacía mucho tiempo que no hablaba con mi abuela, pero de eso no tenía yo la culpa porque, siempre que tomaba la decisión de ir a verla, ella salía de viaje hacia algún lugar remoto del globo en compañía de sus locas amigas, todas viudas y octogenarias. Sin duda, hubiera estado encantada de visitar aquellos viejos estudios de Miramar porque en sus tiempos había sido una seguidora apasionada del programa de Herta Frankel y su perrita
Marylin
.

—Listo —anunció
Proxi
—. Ya estás dentro.

Me senté en el suelo mohoso con las piernas cruzadas y apoyé el portátil entre las rodillas.
Jabba
se acomodó a mi lado y se inclinó para ver la evolución del acceso en la pantalla. Me colé en los ordenadores de la Fundación TraxSG utilizando mi propia versión del «Sevendoolf», un conocido caballo de Troya que permitía la entrada a sistemas remotos utilizando puertas traseras.

—¿Cómo conseguiste las claves? —quiso saber
Proxi
, colocándose en el lado opuesto a
Jabba
y adoptando su misma postura.
Proxi
era una de esas mujeres a las que jamás sabía cómo mirar. Cada parte de su cuerpo era perfecta en sí misma y su cara, enmarcada en un brillante y corto pelo negro, resultaba muy atractiva, con una preciosa nariz afilada y unos grandes ojos oscuros. Sin embargo, el conjunto no resultaba armonioso, como si los pies fueran de otro cuerpo, los brazos un par de tallas más grandes y la cintura, aunque fina, demasiado grande para sus escurridas caderas—. ¿Por la fuerza bruta? —aventuró.

—He tenido los ordenadores de mi casa haciendo pruebas desde que empezó todo este asunto —le respondí sonriendo. Jamás, ni bajo los efectos del pentotal, revelaría mis secretos más valiosos a otro
hacker
.

El sistema, que trabajaba con Microsoft SQL Server y usaba Windows NT para su red local, no disponía de la menor medida de seguridad. Por no tener, aquella red no tenía ni el antivirus actualizado. La última revisión era de mayo de 2001, justo un año atrás. Resultaba deprimente piratear así, sobre todo después del esfuerzo invertido en una operación de tal envergadura.

—Son unos inconscientes... —Para un buen
hacker
, uno de toda la vida como
Jabba
, había cosas que no eran ni humana ni técnicamente concebibles.

—¡Cuidado! —me advirtió de pronto
Proxi
, dejándose caer sobre mi hombro para contemplar mejor el monitor—. No toques ningún fichero. Deben de estar llenos de virus, gusanos y
spyware.
1

Proxi
, que en la vida real trabajaba en el departamento de seguridad de Ker-Central, conocía con todo lujo de detalles las terribles consecuencias de unas pocas líneas de código malicioso. De hecho, ni siquiera hacía falta abrir esos cibertóxicos para activarlos; bastaba con pasar el cursor inadvertidamente por encima.

—Ahí tienes la carpeta de logos —me indicó
Jabba
, poniendo el índice sobre la pantalla de plasma, que onduló como una balsa de aceite.

No había tenido que esforzarse mucho para encontrarla. El ingeniero responsable del sistema informático de TraxSG, con muy buen criterio, había bautizado dicho subdirectorio como «Logos» y después, supuse, se había ido a tomar unas cervezas para celebrar su gran inteligencia. Me hubiera gustado dejarle algún mensaje de felicitación, pero me limité a examinar el contenido del ordenador y a transferir un nuevo juego de logos que sustituirían los famosos diseños de TraxSG —el nombre en vertical con letras de diferentes tipos, tamaños y colores—, dejando leer la frase «Ni canon, ni corsarios» cada vez que alguien en la Fundación pusiera en marcha un ordenador, arrancara un programa o, simplemente, quisiera desconectarse. Envié, además, un fichero ejecutable que permanecería escondido en las profundidades de la máquina y que renovaría las modificaciones cada vez que alguien intentara borrarlas, de modo que les costara muchísimo tiempo y dinero recuperar su marca original. Este fichero, entre otras cosas, imprimiría en todos los documentos una calavera pirata sobre dos tibias cruzadas y, de nuevo, la frase «Ni canon, ni corsarios». Por último, hice una copia de todos los documentos que encontré relativos al dichoso canon que la Fundación había conseguido imponer a los fabricantes de software y los distribuí generosamente a través de internet. Ya sólo quedaba lanzar a la red, desde aquellos estudios de Miramar y por el tiempo que tardaran en localizar el equipo y apagarlo, la campaña diseñada por nosotros pidiendo el boicot a todos los productos de la TraxSG y animando a la gente a comprar esos mismos productos en el extranjero.

—Debemos irnos —avisó
Jabba
con voz de alarma mirando su reloj—. El guarda de seguridad pasará por el corredor dentro de tres minutos.

Cerré el portátil, lo dejé en el suelo y me puse en pie sacudiéndome los vaqueros.
Proxi
cubrió la tarima con una gruesa lona que ocultaría el equipo a los ojos de posibles mirones; esa cobija no evitaría que, antes o después, lo descubriesen, pero al menos le daría a la protesta unos cuantos días de prórroga. Iba a ser divertido ver la noticia en los periódicos.

Aprovechando los últimos segundos de nuestra estancia allí, mientras
Proxi
y
Jabba
se afanaban recogiendo los restos del material, saqué del macuto un pequeño spray de pintura roja, le puse la válvula
Harcore
, para trazos gruesos y grandes, lo agité hasta que escuché los golpecitos metálicos en el interior que indicaban que la mezcla estaba lista y, con una buena dosis de vanidad personal, sobre una de las paredes dibujé una esfera muy grande en cuyo interior, ocupando todo el espacio en sentido horizontal, tracé un largo y vertiginoso bucle y firmé con el apodo por el que era conocido:
Root
. Este era mi tag, mi firma personal, visible en muchos lugares supuestamente inexpugnables. Si en esta ocasión no lo había incluido en los ordenadores de TraxSG —siempre lo dejaba en los lugares pirateados, reales o virtuales—, era porque no estaba solo ni trabajaba para mí.

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