Authors: Matilde Asensi
—Ona, no pienso apropiarme de las ideas de Daniel y la catedrática.
Ella se rió y alargó las mangas de su jersey hasta que consiguió ocultar las manos dentro.
—¡Lo sé, Arnau, lo sé! Pero es que Daniel me advirtió mucho que no dijera nada a nadie.
—Bueno, pues tú verás... Yo sólo pretendo entender lo que está pasando.
Se quedó ensimismada unos segundos y, por fin, pareció tomar una decisión.
—No comentarás nada, ¿verdad? —quiso saber antes de revelar el gran secreto.
—¿Con quién quieres que hable sobre etnolingüística inca? —Me reí—. ¿Crees de verdad que un rollo semejante le puede interesar a alguno de mis amigos?
Ella se rió también, dándose cuenta de la tontería que había dicho.
—¡Dios mío, no! ¡Serían unos amigos muy originales!
—Pues ya te has contestado tú misma y, ahora, explícame eso que Daniel te pidió que no dijeras a nadie.
—Es una historia un poco complicada —empezó, y cruzó los brazos sobre el pecho sin sacar las manos de las mangas—. Una amiga de Marta, la profesora Laura Laurencich-Minelli, titular de la Cátedra de Civilizaciones Precolombinas de la Universidad de Bolonia, en Italia, tuvo conocimiento, a principios de los noventa, de unos misteriosos documentos del siglo XVII encontrados por casualidad en un archivo privado de Nápoles, los llamados documentos Miccinelli. Según me contó Daniel, estos documentos contenían muchos datos sorprendentes y extraños sobre la conquista de Perú, pero lo más extraordinario de todo, por lo que la profesora Laurencich-Minelli se puso inmediatamente en contacto con su amiga Marta Torrent, era que aportaban las claves necesarias para interpretar un olvidado sistema de escritura incaica que demostraba que aquélla no fue una civilización atrasada que carecía de alfabeto.
Lo que Ona acababa de contarme debía de ser algo extraordinario, sin duda, porque me ojeaba esperando una reacción de entusiasmo que, obviamente, no tuve.
—¿Has oído lo que te he dicho, Arnau? —inquirió, perpleja—. ¡Los documentos Miccinelli demostraban la falsedad de las crónicas españolas, afirmando con pruebas incuestionables la existencia de un lenguaje escrito entre los incas!
—¡Oh, vaya, qué... bien! —atiné a decir, sin comprender del todo la película.
Afortunadamente, se percató de mi ignorancia e intentó echarme un cable para reparar en lo posible el mal lugar en el que me estaba dejando. Resultaba evidente que a ella el tema le apasionaba; no en vano, recordé, había empezado a estudiar la carrera y, según me había confesado el día anterior, tenía la intención de terminarla.
—Verás, Arnau, demostrar que los incas escribían es como descubrir que el hombre no desciende del mono... Algo impensable, increíble y asombroso, ¿comprendes?
—Bueno, la teoría de Darwin no deja de ser sólo una teoría —comenté—. Si, a estas alturas, hubieran podido demostrarla, sería la ley de Darwin.
Mi cuñada perdió la paciencia. Era muy joven y carecía de la correa necesaria para aguantar las tonterías ajenas. Pero lo cierto era que a mí el tema de Darwin siempre me había interesado: ¿no resultaba sorprendente pensar que jamás había sido encontrado ni uno solo de los miles de supuestos eslabones perdidos que hubieran hecho falta para demostrar la teoría de la evolución, y no sólo de los seres humanos sino de todo tipo de animales o plantas? Algo querría decir eso y a mí me parecía muy curioso.
—¿Quieres que siga contándote en qué trabajaba Daniel o no? —explotó—. Porque, si no te interesa, me callo.
Hay ocasiones en las que es mejor apagar el ordenador que estrellarlo contra el suelo. Ona sólo era una cría con muchos problemas, el peor de los cuales estaba tumbado en la cama que ocupaba el centro de aquella habitación.
—Sigue, por favor —respondí con afabilidad—. Me interesa mucho. Sólo te pido que comprendas que no tengo ni idea de estas cosas.
Ella soltó una carcajada, aliviando la tensión que reinaba en el cuarto. Mi hermano también se había calmado y parecía dormir.
—¡Pobrecito! —bromeó sin malicia alguna—. ¡Daniel siempre dice que tú eres la prueba viviente de que no estudiar es muy rentable!
Sonreí bajando resignadamente la cabeza. Esa frase la había escuchado muchas veces de boca de mi hermano. A los dieciséis años, mi madre, que entonces ya vivía en Londres, me regaló mi primer ordenador, un pequeño Spectrum con el que empecé a programar en BASIC. Hacía aplicaciones muy simples que vendía, con ligeras modificaciones, a un sinfín de empresas que empezaban en aquello tan raro de la informática de gestión. Poco después compré un Amstrad y, casi en seguida, un 286 clónico con tarjeta gráfica. La demanda de programas informáticos por parte de compañías y organismos oficiales no hacía otra cosa que aumentar. Fui uno de los pioneros de internet, que entonces no era, ni de lejos, la conocida World Wide Web
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, nacida en 1991, sino sólo una caótica red mundial de redes locales que se comunicaban entre sí con protocolos demenciales y resultados frustrantes. En septiembre de 1993, invirtiendo todo el dinero que había ganado como programador, monté el primer proveedor de internet de Cataluña, Inter-Ker, y puse en marcha un servicio de diseño de páginas Web escritas en HTTP
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. Por aquel entonces nadie sabía nada de internet. Todo era absolutamente nuevo y desconocido, un mundo hecho por autodidactas que aprendíamos sobre la marcha, resolviendo los problemas a golpe de tecla. La empresa funcionó bien, pero resultaba evidente que aquello no tenía futuro: la World Wide Web era territorio comanche y, en muy poco tiempo, habría que darse de bofetadas con otros colonos por unas migajas del pastel. Por eso, cuando vendí Inter-Ker en 1996, decidí poner en marcha una página de finanzas, un portal que ofreciera toda esa información (cotizaciones bursátiles, datos sobre bancos, hipotecas y préstamos, tablón de inversiones y negocios, etc.) que las empresas para las que había programado aplicaciones debían obtener trabajosamente a través de diferentes medios. Se llamaba Keralt.com y tuvo un éxito inmediato. Al cabo de sólo un año, empecé a recibir ofertas de compra por parte de las empresas bancarias más importantes del mundo. En 1999, el mismo día que cumplí los treinta y dos años, me convertí en uno de esos tipos que en Norteamérica llaman ultra-ricos, al vender Keralt.com al Chase Manhattan Bank por cuatrocientos sesenta millones de dólares. Mi historia no fue ni la única de estas características ni la más sonada, ganándome en beneficios, por ejemplo, Guillermo Kirchner y los hermanos Casares, María y Wenceslao, de Argentina, quienes vendieron el setenta y cinco por ciento de su portal Patagon.com al Banco Santander Central Hispano por quinientos veintiocho millones de dólares. A fin de cuentas, lo importante de aquella transacción no fue tanto el dinero que recibí como el hecho de que me hubieran comprado una idea, sólo una de las muchas que yo podía concebir, de modo que, con los dólares bien invertidos, unos meses después empecé a construir mi casa y monté Ker-Central, dedicada, por un lado, a programar aplicaciones de seguridad para la red-antivirus y cortafuegos— y, por otro, a financiar proyectos innovadores en el campo de la inteligencia artificial aplicada a las finanzas (por ejemplo la creación de redes neuronales para el pronóstico avanzado de los precios de las acciones). Ker-Central recibía estos proyectos, los estudiaba y, si cumplían los requisitos y satisfacían al equipo asesor, los producía y financiaba, llevándose, obviamente, un porcentaje muy elevado de los beneficios. Lo que nadie de mi familia parecía comprender es que todo aquello me había costado muchos años de duro trabajo, de luchas a brazo partido y de estar robándole siempre horas al sueño. A sus ojos, la fortuna me había sonreído por caprichosa veleidad y, por lo tanto, mi suerte sólo era eso, suerte, y no el producto de un esfuerzo como el que había realizado Daniel para llegar hasta donde estaba.
—Los documentos Miccinelli —continuó Ona sin borrar la sonrisa de su boca—, escritos por dos jesuitas italianos, misioneros en Perú, se componían de trece folios, uno de los cuales, plegado, guardaba en su interior un quipu que...
—¿Qué es un quipu? —la interrumpí.
—¿Un quipu...? Pues, un quipu... —Parecía no encontrar las palabras adecuadas—. Un quipu es un grueso cordón de lana del que cuelgan una serie de cuerdas de colores llenas de nudos. Según la disposición de estos nudos, el grosor y la distancia entre ellos, el significado variaba. Los cronistas españoles sostuvieron siempre que los quipus incas eran instrumentos de contabilidad.
—Entonces, el quipu era una especie de ábaco —sugerí.
—Sí y no. Sí, porque realmente permitía que los incas llevaran minuciosamente las cuentas de los impuestos, las armas, la población del imperio, la producción agrícola, etcétera, y no, porque, según se desprendía de referencias halladas en documentos menores y en la crónica de Guamán Poma de Ayala, descubierta en 1908 en Copenhague, los quipus eran algo más que simples calculadoras: también narraban hechos históricos, religiosos o literarios. El problema fue que Pizarro y los sucesivos virreyes de Perú se encargaron de destruir todos los quipus que encontraron, que fueron muchos, y de masacrar a los
quipucamayocs
, los únicos que sabían leer aquellos nudos. Su interpretación se perdió para siempre y sólo se conservó el oscuro recuerdo de que los incas controlaban la administración del imperio con unas exóticas cuerdas enmarañadas. Cuando se descubría un quipu en algún enterramiento, se enviaba directamente a la vitrina de cualquier museo como una curiosidad. Nadie sabía leerlo.
Sonaron unos golpecitos presurosos en la puerta y, a continuación, entró en la habitación una enfermera de enormes ojos saltones y voz cascada que traía en la mano una batea llena de potingues.
—Buenas noches —saludó con amabilidad, dirigiéndose rápidamente hacia Daniel. Como la mesa auxiliar estaba ocupada por mi ordenador y mi móvil, dejó la batea sobre la cama—. Es la hora de la medicación.
Mi cuñada y yo le devolvimos el saludo y, como los espectadores de una obra de teatro que contemplan a los actores en el escenario, nos quedamos en nuestros asientos y la seguimos con la mirada. Conocíamos el ritual por haberlo visto la noche anterior. Después de hacer ingerir a mi hermano, con grandes dificultades por su falta de colaboración, el comprimido de Clorpromacina y las gotas de Tioridacina, le puso el termómetro de mercurio bajo uno de los brazos y, en el contrario, le ciñó el manguito del aparato de la tensión. Todo esto lo hacía con agilidad y pericia, sin errores, moviéndose con la destreza que dan los muchos años de experiencia. Concluida esta primera fase, pasó a una segunda que no conocíamos:
—¿Quieres dar un paseo, Daniel? —le preguntó con voz fuerte y grumosa, pegando literalmente su cara a la de mi hermano, que ahora tenía los ojos nuevamente abiertos.
—¿Cómo voy a querer si estoy muerto? —respondió él, fiel a su nuevo credo.
—¿Prefieres que te sentemos en una silla?
—¡Ojalá supiera lo que es una silla!
—Yo le levantaré —dije, incorporándome. No podía resistir por más tiempo aquella absurda conversación.
—No se preocupe —me indicó la enfermera bajando el tono de voz y haciéndome un gesto con la mano para que no me moviera—. Tengo que hacerle estas preguntas. Hay que comprobar su evolución.
—No parece que haya ninguna... —murmuró Ona, tristemente.
La enfermera le sonrió con afecto.
—Ya la habrá. Todavía es pronto. Mañana estará muchísimo mejor. —Luego, volviéndose hacia mí mientras soltaba el manguito del brazo de mi hermano y recogía el termómetro y el resto de sus bártulos, comentó—: Insista en preguntarle si quiere dar un paseo. Hágalo cada vez que le pongan las gotas en los ojos. Tiene que moverse.
—Ya no tengo cuerpo —afirmó Daniel poniendo la mirada en el techo.
—¡Sí lo tienes, cariño, y un cuerpazo muy hermoso, además! —exclamó ella, contenta, mientras salía por la puerta.
Ona y yo nos miramos intentando contener la risa. Al menos alguien conservaba el buen humor en aquel lugar infame. La cara de mi cuñada, sin embargo, cambió de pronto:
—¡Las gotas! —profirió con acento de culpabilidad.
Yo asentí con la cabeza y las cogí de encima de la mesilla, ofreciéndoselas. Mi portátil se había apagado del todo y el móvil había concluido automáticamente la conexión a internet.
Sin dejar de hablarle y de decirle cosas cariñosas, Ona vertió aquellas falsas lágrimas en los ojos color violeta de mi hermano. Yo les observaba atentamente, reafirmándome por enésima vez en mi inquebrantable decisión de no formar parte jamás de una comunidad afectiva de dos. Me resultaba insoportable la idea de ligar mi vida a la de otra persona aunque sólo fuera por un breve espacio de tiempo y si, arrastrado por las circunstancias, alguna vez había estado tan loco como para hacerlo, siempre había terminado harto de aguantar necedades y desesperado por recuperar mi espacio, mi tiempo y mi supuesta soledad, en la que me encontraba muy a gusto y muy libre para hacer lo que me diera la gana. Como el título de aquella vieja película de Manuel Gómez Pereira, yo siempre me preguntaba por qué lo llamaban amor cuando querían decir sexo. Mi hermano se había enamorado de Ona y era feliz viviendo con ella y con su hijo; a mí, sencillamente, me gustaba mi vida tal y como era y no me planteaba la necesidad de ser feliz, algo que me parecía una pretensión ajena a la realidad y una ficción sin fundamento. Me conformaba con no ser desgraciado y con disfrutar de los placeres pasajeros que la vida me ofrecía. Que el mundo tuviera sentido a través de la felicidad me sonaba a excusa barata para no afrontar la vida a pelo.
Cuando Ona regresó a su sillón, yo retomé el asunto de los quipus. Algo me decía que había que deshacer algunos nudos.
—Me estabas hablando antes de los documentos Miccinelli y del sistema de escritura incaica... —le dije a mi cuñada.
—¡Ah, sí! —recordó, subiendo las piernas al asiento y cruzándolas como los indios—. Bueno, pues la cuestión es que mientras Laura Laurencich-Minelli estudiaba la parte histórica y paleográfica de los documentos, Marta Torrent investigaba el quipu que venía cosido en el folio plegado y, de este modo, descubrió que había una relación directa entre los nudos y las palabras quechuas que aparecían escritas encima de las cuerdas. Dedujo, obviamente, que se encontraba ante una nueva Piedra de Rosetta, la que le permitiría encontrar la clave perdida para descifrar todos los quipus, pero se trataba de una tarea de años, de modo que, con el permiso de la propietaria del archivo de Nápoles, Clara Miccinelli, hizo copias de todo el material y se lo trajo consigo a Barcelona.