Authors: Matilde Asensi
Con un bufido de resignación, abrí el primero de los tochos de historia de Daniel y comencé a leer. Después de un buen rato abrí otro y, una hora después, otro más. La verdad es que, al principio, no entendí demasiado y eso que yo no era lo que podría decirse tonto precisamente. Los historiadores que habían escrito aquellas sesudas obras se empeñaban en no computar el tiempo de la manera habitual y hablaban de «Horizontes» en lugar de épocas —«Horizonte Temprano», «Horizonte Medio», «Horizonte Tardío» y sus períodos intermedios—, con el resultado de que, al menos para un inexperto como yo, era imposible ubicar lo que estaban contando en un momento conocido de la historia. Cuando, por fin, encontré un cuadro aclaratorio de fechas, resultó que el Imperio inca, uno de los más poderosos imperios del mundo, que llegó a tener treinta millones de habitantes y a ocupar un territorio que se extendía desde Colombia hasta Argentina y Chile, pasando por Ecuador, Perú y Bolivia, había durado menos de cien años y había caído en manos de un miserable ejército español de apenas doscientos hombres al mando de Francisco Pizarro, un tipo que, increíblemente, no sabía ni leer ni escribir y que había sido porquerizo en su Extremadura natal, de la que se marchó muy pronto en busca de fortuna.
Pizarro había salido de Panamá en 1531, comandando una expedición de varios barcos que fueron descendiendo desde Centroamérica hacia el sur por el Pacífico, descubriendo tierras a su paso y fundando ciudades en las islas y las costas de Colombia y Ecuador. Nadie que no fuera un habitante original de aquellos lugares —es decir, nadie que no fuera indio— había cruzado los Andes todavía, ni lo haría hasta muchos años después, como tampoco nadie había cruzado la selva amazónica ni visto nunca Perú, ni Bolivia, ni Tierra de Fuego. La conquista del Nuevo Mundo se hizo, básicamente, desde la estrecha cintura del continente (desde Panamá, llamado entonces Tierra Firme), extendiéndose hacia arriba y hacia abajo por el litoral, de modo que, todo lo que Pizarro contemplaba desde su barco mientras se dirigía en aquel siglo XVI hacia un misterioso Imperio inca rebosante de oro del que había oído hablar a los indígenas, era
Terra Incógnita
, territorio desconocido.
Al parecer, el término «Inca» designaba solamente al rey, es decir, que llamar incas a todos los pobladores del Imperio había sido un error por parte de los españoles. Aquel Estado recibía, entre sus habitantes, el nombre de Tihuantinsuyu, el Reino de las Cuatro Regiones, y había comenzado en el año 1438 de nuestra era bajo el gobierno del Inca Pachacuti, el noveno de los doce únicos Incas que existieron hasta la llegada de Pizarro en 1532, quien se encargó de matar vilmente al que iba a ser el último de ellos, el Inca Atahualpa. Antes del Inca Pachacuti la memoria era confusa e incompleta ya que, según afirmaban todos los historiadores, era totalmente imposible reconstruir lo que había ocurrido dada la carencia de documentos escritos en las culturas andinas. Por supuesto, la arqueología había desvelado, y seguía haciéndolo, gran parte de ese oscuro pasado, dejando muy claro el período de miles de años transcurridos desde que los primeros pobladores cruzaron un congelado y transitable estrecho de Bering y colonizaron el continente americano... ¿O no había sido así? Pues no, porque los últimos descubrimientos hablaban de grandes migraciones llegadas por mar desde la Polinesia. ¿O tampoco había sido así? No estaba claro, porque la profesora Anna C. Roosevelt, directora del Departamento de Antropología del Field Museum of Natural History de Chicago, acababa de descubrir en el Amazonas un yacimiento de piezas de fabricación humana que tenían unos mil años más de los debidos y que daban al traste, en principio, con las teorías anteriores. En fin, la cuestión era que las revelaciones arqueológicas también diferían bastante en lo sustancial, dejando el asunto tan incierto y borroso como al principio. Uno tras otro, los investigadores y eruditos terminaban reconociendo en algún lugar de sus libros que, realmente, no existían certezas de nada y que los datos barajados hasta ese momento podían cambiar con el próximo descubrimiento arqueológico.
Tampoco había acuerdo en las suposiciones generales extraídas de las mitologías y leyendas recogidas por los españoles, pero, en líneas generales, se podía afirmar que, por mayoría, la versión final era algo parecido a esto: alrededor del año 1100 de nuestra era, un insignificante y belicoso grupo de incas se desplazó desde el sudeste, desde las tierras altas de la cordillera central de los Andes, hasta el valle de Cuzco, al norte, donde, durante los 300 años siguientes pelearon sin cesar con las tribus que habitaban la zona hasta hacerse con el poder absoluto. A principios del siglo XV iniciaron lo que sería conocido como el Tihuantinsuyu, que terminó a principios del siglo XVI con Pizarro. O sea, poca cosa para tanto esfuerzo.
En cuanto a la religión, los incas adoraban como deidad suprema a Inti, el Sol, de quien se consideraban hijos, aunque desde el reinado del famoso Inca Pachacuti esta categoría se trasladó, más o menos, a Viracocha, llegando ambos a confundirse. Viracocha era un dios ciertamente extraño al que la gente llamaba «el anciano del cielo» pero que, sin embargo, había emergido de las aguas del lago Titicaca, procediendo a continuación a crear por dos veces a la humanidad porque no le había gustado el resultado del primer intento: esculpió en piedra una raza de gigantes y les dio vida, pero pronto comenzaron a pelear entre ellos y Viracocha los destruyó. Unos decían que lo hizo con columnas de fuego que cayeron desde el cielo y otros, que con un terrible diluvio que los ahogó, pero el caso es que el mundo se había quedado a oscuras después de semejante hecatombe. Destruidos los primogénitos, y mientras Viracocha iluminaba de nuevo el mundo sacando al sol y a la luna del lago Titicaca, la segunda raza humana construyó y habitó la cercana ciudad de Tiwanacu (o Tiahuanaco), las ruinas arqueológicas más antiguas de toda Sudamérica. Había decenas de versiones diferentes pero, al margen de si la creación de la segunda raza había tenido lugar antes o después del diluvio —un hito que también aparecía ampliamente reflejado en todas las leyendas andinas—, lo más destacado era el pequeño detalle de que Viracocha había sido un hombrecillo de mediana estatura, piel blanca y dueño de una hermosa barba. Lo de la piel blanca no tenía mucha explicación, desde luego, pero lo de la barba era lo que desconcertaba por completo a los investigadores porque, de manera incuestionable, todos los indígenas americanos han sido desde siempre completamente imberbes. Por eso, cuando Pizarro y sus hombres, de piel blanca a pesar de la mugre, y ciertamente barbudos, hicieron acto de presencia en Cajamarca, los incas se quedaron tan perplejos que los confundieron con dioses.
Finalmente, según contaban las leyendas con infinitas variaciones, Viracocha había enviado a sus propios hijos, Manco Capac y Mama Ocllo, hacia el norte para que fundaran la ciudad de Cuzco, capital del imperio, y dieran origen a la civilización inca. Los descendientes directos de aquellos hijos de Viracocha fueron los auténticos Incas, los reyes o miembros de la familia real, por cuyas venas circulaba una preciosa sangre solar que debía mantenerse pura a toda costa, por lo que, habitualmente, llevaban a cabo matrimonios entre hermanos. A estos soberanos y aristócratas —hombres y mujeres—, se les llamaba Orejones, porque la costumbre ordenaba perforar los lóbulos de las orejas a los jóvenes de estos linajes para diferenciarlos de las demás clases sociales. Cuando los agujeros estaban lo suficientemente ensanchados, insertaban en ellos grandes discos de oro con forma de sol, adorno que simbolizaba su origen y la alta dignidad de la persona.
Conforme fui conociendo la historia y definiendo en mi mente una tabla cronológica de los acontecimientos, pude ir rellenando aquel primer esquema general. Como si de pintar un gran cuadro se tratara, en el lienzo blanco ya era capaz de bosquejar al carboncillo la escena íntegra con su perspectiva correcta; sin embargo, todavía me faltaban los colores, pero no iba a poder entretenerme buscándolos: leyendo sin descanso se me había pasado la tarde y, a las ocho, el ordenador me recordó que debía cenar y prepararme para salir.
La realidad me cayó encima de golpe. Parpadeé, aturdido, levantando la mirada de los libros y, en décimas de segundo, me vino a la mente, no sólo que debía ducharme, vestirme y comer algo, sino que
Proxi
y
Jabba
estaban en el «100» y que Ona me esperaba en su casa en menos de una hora. Pero, como no quería abandonar la lectura hasta el día siguiente, cogí otra mochila del perchero de la entrada y metí dentro, precipitadamente, aquellos volúmenes que todavía no había examinado y que, por razones obvias, eran los de apariencia más tediosa y soporífera: la Nueva crónica y buen gobierno de Guamán Poma de Ayala —el libro del que Ona me había hablado la noche anterior—, los Comentarios reales, del Inca Garcilaso de la Vega, La crónica del Perú, de Pedro de Cieza de León y Suma y narración de los Incas, de Juan de Betanzos. El macuto, generosamente engrosado, pesaba una tonelada.
Mientras cenaba me llamó mi madre para preguntarme cuánto íbamos a tardar. Por lo visto, Clifford no se encontraba bien y querían venirse pronto a casa.
—Tu hermano no ha mejorado nada —me explicó con una voz que dejaba entrever cierta preocupación—. Diego dice que hoy todavía era pronto para ver resultados y que habrá que esperar un poco más, pero Clifford se ha puesto nervioso y le ha dado una de sus jaquecas.
En la familia nadie se atrevía a reconocerlo en voz alta, pero no dejaba de ser significativo que aquellas terribles jaquecas de Clifford hubieran comenzado poco después de su boda con mi madre.
—¿Quién es Diego? —pregunté, engullendo sin masticar el trozo de lenguado que acababa de meterme en la boca.
—¡El psiquiatra de Daniel, Arnau! Para las cosas importantes siempre estás en las nubes, cariño —me reprochó una vez más, y todo porque yo era incapaz de memorizar los nombres, apellidos y linajes que a ella tanto le gustaban y que dominaba como una virtuosa a pesar de su larga ausencia—. También ha venido Miquel... el doctor Llor, ¿te acuerdas?, el neurólogo. ¡Oh, que hombre tan bueno! ¿Verdad, Clifford? ¡Pobre..., ni contestarme puede por el dolor de cabeza! El caso es que Miquel nos ha preguntado mucho por ti y nos ha contado que un sobrino de su mujer trabaja en Ker-Central y... Bueno, Clifford me está pidiendo que cuelgue. No tardéis mucho Ona y tú, ¿de acuerdo? Estamos cansados y quisiéramos acostarnos pronto. Por cierto,
Arnie
, ¿cómo le digo a esa máquina que gobierna tu casa que no me apague la luz de la mesita de noche mientras estoy leyendo? Es que, anoche... ¡Sí, ya cuelgo, Clifford, ya cuelgo! Luego me lo explicas, cariño. No tardéis mucho.
Para cuando el sistema cortó la comunicación, ya había terminado de cenar y estaba entrando en la ducha. Extrañado por el silencio de
Proxi
y
Jabba
, que no habían dado señales de vida en toda la tarde, arramblé con los bártulos y salí zumbando hacia el garaje. A las nueve menos cuarto llegué a casa de mi hermano, pero esta vez no me hizo falta buscar aparcamiento porque Ona me esperaba en la puerta con los brazos cruzados. Se había puesto un jersey negro y una falda con un ancho cinturón de cuero. Durante el breve trayecto hasta La Custodia me estuvo contando que apenas había podido dormir un par de horas en todo el día por culpa de la baja de Daniel, ya que, primero, había tenido que ir al médico de cabecera para recogerla y, luego, desplazarse hasta Bellaterra para entregarla en la secretaría de la facultad.
Clifford tenía realmente muy mala cara cuando Ona y yo entramos en la habitación de Daniel. Su piel exhibía un preocupante tono oliváceo y bajo los ojos se le hinchaban dos grandes bolsas oscuras. Tampoco mi hermano ofrecía aquella noche su mejor aspecto: precisaba con urgencia que alguien le pasara una maquinilla por la cara y me dio la impresión de que estaba algo demacrado, con las mejillas hundidas y los huesos de la frente más pronunciados. Por contraste, mi madre se mostraba tan saludable y estupenda como siempre, pictórica de energía y vigor, y eso que, según contó, habían estado recibiendo visitas sin parar durante todo el día (sus amigos de siempre, sus menos amigos, sus conocidos, los conocidos de sus conocidos...) y que su intensa guerra privada con las enfermeras y auxiliares de la planta estaba en pleno apogeo. También Miquel y Diego (el doctor Llor y el doctor Hernández) habían participado de la activa vida social de la habitación, y mi abuela, sin que nadie supiera cómo se había enterado, había llamado desde Vic para preguntar por su nieto y para anunciar que llegaría a primera hora de la mañana del día siguiente.
—Y claro, con todo este jaleo —concluyó mi madre mirando con lástima a su marido, que languidecía silenciosamente sentado en la silla de plástico—, Clifford se ha puesto fatal. ¿Y mi pequeño Dani, Ona? ¿Crees que mañana podría verlo un rato? ¡Claro que si tus padres están tan cansados como nosotros...! Un niño cansa mucho. ¡Seguro que, con él, no hay manera de parar en todo el día! Estoy pensando —se cogió la barbilla con la mano para indicarnos que su reflexión era realmente profunda— que, si mi madre también se queda en casa de Arnau, podría hacerse cargo de Dani, ¿no crees, Clifford? Sería una solución fantástica.
—Mamá, Clifford no está bien, tiene mal aspecto —le dije—. Deberíais marcharos.
—Es cierto —comentó despreocupadamente, levantándose—. Vámonos, Clifford. Por cierto, Arnau, explícame qué tengo que hacer para que tu casa me obedezca. ¡Es que no hay manera con estas nuevas tecnologías! No consigo que nada funcione. ¿No podrías tener una casa normal, como todo el mundo? Mira que eres raro, hijo mío. ¡Quién me iba a mí a decir que acabarías dedicándote a todas estas tonterías infantiles de los ordenadores y los videojuegos...! No crecerás nunca,
Arnie
—me reprochó; no tenía ni idea de lo que yo hacía realmente en mi empresa, y tampoco le interesaba demasiado saberlo—. Venga, dime qué tengo que hacer porque si no, al final, me tocará irme a un hotel: cuando entro en alguna habitación, ese sistema tan inteligente no me enciende las luces; si quiero ducharme, el agua me sale fría; las puertas de los armarios no se abren y me cambia constantemente los canales de la televisión. Esta mañana, mientras me vestía, ha empezado a sonar un redoble de tambor que sólo se ha detenido cuando ha llegado Magdalena y...