El origen perdido (13 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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—Te pareces muchísimo a tu hermano... ¡Aunque en moreno! —dejó escapar una joven de barbilla pronunciada y largo flequillo mientras me tendía la mano—. Yo soy Antonia Marí, compañera de Daniel.

—Todos lo somos —me aclaró un hombrecillo de grandes entradas canosas y gafas de níquel—. Pere Sirera. Encantado. Yo fui quien habló contigo cuando llamaste pidiendo una entrevista con Marta.

Me estrechó también la mano y dejó sitio a la siguiente.

—¡Así que tú eres el informático ricachón, ¿eh?! —soltó una mujer de unos cuarenta años que avanzó hacia mí asomando el cuello desde el interior de un estrambótico vestido floreado estilo Josefina Bonaparte—. Soy Mercè Boix. ¿Cómo está Daniel?

—Igual, gracias —repuse devolviéndole el saludo.

—Pero, ¿qué le ha pasado exactamente? —insistió la tal Mercè.

—Sabemos que Mariona vino a traer la baja, pero la doctora Torrent no nos ha explicado nada —dijo la chica de la puerta, cerrándola por fin e incorporándose al grupo.

—Sólo ha dicho que está ingresado en La Custodia y que no ha sido un accidente —pronunció lentamente Pere Sirera. Parecía estar pensando que, quizá, no era buena idea aquel interrogatorio. Y tenía razón.

—¿Podemos ir a verle? —quiso saber Mercè.

—Bueno... —¿Cuántos de aquellos eran amigos de Daniel y cuántos sus enemigos, rivales o adversarios? ¿Quién estaba preocupado de verdad y quién ansiaba saber si iba a tener tiempo de ocupar su puesto antes de que volviera?—. De momento no recibe visitas... —Carraspeé—. Se desmayó. Perdió el conocimiento y le están haciendo algunas pruebas. Los médicos dicen que podrá regresar a casa esta semana.

—¡Me alegro! —afirmó con una sonrisa Josefina Bonaparte—. ¡Estábamos bastante preocupados!

Me golpeé suavemente el pantalón con la rígida cartera de cuero, comunicando mi impaciencia. Quería ver a la catedrática y no podía pasar lo que quedaba de mañana charlando en aquella especie de sala comunal llena de mesas, sillas y armarios.

—Tengo una cita con la doctora Torrent —murmuré—. Debe de estar esperándome.

—Yo te acompaño —dijo Antonia, la del flequillo largo, dirigiéndose hacia un estrecho pasillo, casi invisible tras unos altos archivadores.

—¡Dale recuerdos nuestros a Daniel!

—Por supuesto. Gracias —murmuré siguiendo a mi anfitriona.

Un póster con la imagen gibosa de un Neanderthal y con el lema «Del mono al hombre. Sevilla. VI Jornadas de Antropología Evolutiva» aparecía pegado junto a la puerta del despacho de la catedrática. Antonia dio un par de golpecitos sobre la hoja de madera y la entreabrió, introduciendo la cabeza por la rendija.

—Marta, ha venido el hermano de Daniel.

—Dile que entre, por favor —concedió una voz grave y modulada, tan musical que me pareció estar escuchando a una locutora de radio o a una cantante de ópera. Pero la voz me engañó porque, cuando la joven del flequillo se hizo a un lado para dejarme pasar, descubrí que Ona no había exagerado respecto a la edad y el carácter de la doctora Torrent. Lo primero que vi fue un pelo corto a punto de ser completamente blanco y, entre éste y unas cejas también blancas, un terrible ceño fruncido que me puso en guardia. Ciertamente, el ceño desapareció en cuanto sus ojos, cubiertos por unas modernas gafas de montura azul, muy estrechas y con un cordoncillo metálico que le colgaba de las patillas, se apartaron de los papeles que estaban examinando para fijarse en mí, pero yo ya me había llevado una desagradable impresión que no me abandonaría durante mucho tiempo. Si Ona había dicho que era una bruja, así debía de ser, porque, de entrada, no me había parecido otra cosa.

Amablemente, aunque sin exagerar, se quitó las gafas, se puso en pie y rodeó su mesa, deteniéndose a mitad de camino sin hacer el menor gesto de saludo. Tampoco sonreía; parecía como si yo le resultara indiferente, y aquella entrevista, sólo uno de los tantos inconvenientes que comportaba su cargo. Había que reconocerle una cosa: vestía con una elegancia impropia de alguien que se dedica al estudio y la investigación. Siempre había imaginado que las profesoras universitarias de cierta edad tendían a no ir muy arregladas, pero, si eso era cierto, la señora Torrent —que tendría unos cincuenta años y un cuerpo pequeño y delgado—, no se ajustaba al patrón. Llevaba un traje de chaqueta de ante, con unos tacones muy altos y, por todo complemento, un collar de perlas a juego con los pendientes y una ancha pulsera de plata. No le vi reloj por ninguna parte. Ahora, eso sí: debía de acudir todos los días a tomar rayos UVA porque morena, lo que se dice morena, lo estaba y mucho, hasta el punto de no necesitar maquillaje.

—Adelante, señor Cornwall. Tome asiento, por favor —dijo con aquella hermosa voz que parecía corresponder a otra persona.

—Me llamo Arnau Queralt, doctora Torrent. Soy el hermano mayor de Daniel.

Si le sorprendió la diferencia de apellidos no lo manifestó, limitándose a ocupar de nuevo su sillón y a mirarme fijamente a la espera de que yo diera comienzo a la charla. Por desgracia, como buen
hacker
, mi bagaje de habilidades sociales —que no intelectuales ni laborales— era mínimo y mis recursos procedían exclusivamente de la determinación y la fuerza de voluntad, así que dejé la cartera en el suelo, junto a mí, y me quedé en silencio, preguntándome por dónde empezar y qué debía decir. Lo malo fue que ese silencio se prolongó durante muchísimo tiempo porque la doctora Torrent era, desde luego, una mujer dura, con una flema fuera de lo normal, capaz de permanecer impertérrita en una situación que se estaba volviendo, por segundos, más y más violenta.

—Espero no molestarla demasiado, doctora Torrent —dije, al final, cruzando las piernas.

—No se preocupe —murmuró tan tranquila—. ¿Cómo está Daniel?

Ella también pronunciaba el nombre de mi hermano poniendo el acento en la última sílaba.

—Exactamente igual que el día que enfermó —le expliqué—. No ha mejorado.

—Lo lamento.

Fue precisamente entonces, ni un segundo antes ni un segundo después, cuando descubrí que me hallaba en el despacho de una demente y, lo que era aún peor, en su arriesgada compañía. No sé por qué pero, hasta ese momento, mi atención se había centrado exclusivamente en la catedrática, sin percatarme de que había entrado en la celda psiquiátrica de una loca peligrosa. Si mi hermano tenía centenares de libros y carpetas en su pequeño despacho de casa, aquella mujer, disfrutando del doble o el triple de espacio, tenía la misma congestión literaria pero, además, en los huecos había incrustado los objetos más delirantes que se pueda imaginar: lanzas con puntas de sílex, jarras de cerámica toscamente pintadas, ollas rotas con tres patas, vasos con caras humanas de ojos saltones, extrañas esculturas de granito tanto de hombres como de animales, fragmentos de toscos tejidos coloreados colgados en la parte alta de las paredes como si fueran refinados tapices, largas hojas de cuchillos desportillados, ídolos antropomórficos con unos curiosos gorritos parecidos a los cubiletes para jugar a los dados, y, por si faltaba algo, sobre una peana, en un rincón, una pequeña momia reseca, encogida sobre sí misma, que miraba hacia el techo con un gesto descompuesto y un grito inacabado. De haber podido, yo hubiera hecho lo mismo que ella porque, además, colgando de invisibles hilos de nailon, a media altura del cuarto se balanceaban un par de hermosas calaveras —¡de cráneo alargado!— movidas por los torbellinos del aire acondicionado.

Supongo que debí de dar un buen respingo en el asiento porque a la catedrática, a modo de carcajada, se le escapó de golpe el aire por la nariz y esbozó el leve rictus de una sonrisa. ¿Acaso la Conselleria de Sanitat no tenía una rigurosa legislación sobre el enterramiento obligatorio de cadáveres o, en todo caso, sobre su conservación en los museos...?

—¿De qué quería usted hablar conmigo? —preguntó, recuperada ya la compostura, como si no hubiera todo un cementerio a nuestro alrededor.

A punto estuve de no poder pronunciar ni una palabra, pero adiviné que aquella extraña decoración formaba parte de un juego privado en el que sólo ella se divertía y controlé de tal modo mis gestos y mi voz que, al menos por esa vez, no obtuvo su trofeo.

—Es muy sencillo —dije—. No sé si lo sabe, pero mi hermano sufre dos patologías llamadas agnosia e ilusión de Cotard. La primera, no le permite reconocer a nadie ni a nada y la segunda le hace creer que está muerto.

Sus ojos se abrieron enormemente, incapaces de disimular la sorpresa, y yo pensé que aquel tanto era mío.

—¡Caramba! —murmuró, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer lo que oía—. No..., no lo sabía... no sabía nada de todo esto. —La noticia la había afectado bastante, así que deduje que debía de apreciar un poco a mi hermano—. Desde secretaría de la facultad me informaron de que ya teníamos la baja médica pero... no me leyeron los diagnósticos y Mariona tampoco me dio muchos detalles.

Al hablar, la doctora dejó ver una blanquísima hilera de dientes irregulares.

—No parece responder a los medicamentos, aunque ayer empezaron a administrarle un tratamiento distinto y aún no sabemos qué pasará. Hoy, desde luego, tampoco ha habido cambios.

—Lo siento muchísimo, señor Queralt. —Y parecía sentirlo de veras.

—Sí, bueno... —Mientras con la mano derecha recogía la cartera del suelo, con la izquierda me retiré el pelo de la cara, echándolo hacia atrás—. La cuestión es que Daniel delira. Pasa el día y la noche pronunciando palabras extrañas y hablando de cosas raras.

No movió ni un solo músculo de la cara. Ni siquiera parpadeó.

—El psiquiatra que le está llevando, el doctor Diego Hernández, de La Custodia, y el neurólogo, Miquel Llor, no se explican muy bien el origen de esos delirios y suponen que pueden tener alguna relación con su trabajo.

—¿Mariona no les ha contado...?

—Sí. Mi cuñada nos ha explicado, más o menos, en qué consistía la investigación que Daniel estaba haciendo para usted.

Permaneció impertérrita, aceptando glacialmente aquella imputación. Yo continué:

—No obstante, los médicos piensan que podría tratarse de algo más que de la presión sufrida por un exceso de trabajo. Sus delirios en un extraño lenguaje...

—Quechua, sin duda.

—...así parecen confirmarlo —proseguí—. Quizá había algo, algún aspecto determinado de la investigación que le preocupaba, alguna circunstancia que, por decirlo de algún modo, terminó por cortocircuitarle el cerebro. Los doctores Llor y Hernández nos han pedido que averigüemos si había tenido problemas, si había encontrado alguna dificultad específica que hubiera podido afectarle demasiado.

Desde que había decidido concertar aquella entrevista, la posibilidad de compartir con la catedrática mis verdaderos (y seguía pensando que también ridículos) temores había quedado excluida, de modo que monté una coartada relativamente verosímil en la que, a la fuerza, tenía que involucrar a los médicos.

—No sé cómo podría yo ayudarles en eso —declaró ella con tono neutro—. Desconozco esos detalles que me pide. Su hermano me informaba muy de tanto en tanto. Estoy por decirle que durante el último mes no vino a verme ni una sola vez. Si lo desea, podría confirmárselo consultando mi agenda.

Aquel pequeño detalle todavía resaltaba más el secretismo llevado por Daniel.

—No, no es necesario —rehusé abriendo la cartera y extrayendo algunos de los documentos que había encontrado en el despacho de mi hermano—. Sólo necesito que me oriente un poco respecto a este material que he traído.

Una corriente eléctrica atravesó repentinamente la habitación. Sin levantar la cabeza pude percibir que la catedrática se había envarado en el asiento y que una chispa de agresividad salía despedida de su cuerpo.

—¿Esos papeles son parte de la investigación que realizaba su hermano? —preguntó con un timbre afilado que me encogió el estómago.

—Bueno, verá —manifesté sin alterarme y manteniendo el pulso firme mientras sujetaba aquellas copias frente a ella—, he tenido que estudiar a fondo el trabajo de Daniel durante esta semana para intentar responder a las preguntas que nos han hecho los médicos.

La catedrática estaba tensa como la cuerda de un violín y pensé que no tardaría en coger uno de aquellos cuchillos de las estanterías para extraerme el corazón y comérselo aún caliente. Creo que todas las desconfianzas y traiciones posibles pasaron por su cabeza a la velocidad del rayo. Aquella mujer llevaba, bien visibles, los estigmas de la infelicidad.

—Discúlpeme un momento, señor Queralt —dijo poniéndose en pie y saliendo de detrás de su mesa—. Vuelvo en seguida. Por cierto, ¿cómo dijo que se llamaba?

—Arnau Queralt —repuse, siguiéndola con la mirada.

—¿A qué se dedica usted, señor Queralt?

—Soy empresario.

—¿Y qué hace su empresa? ¿Fabrica algo? —preguntó ya desde la puerta, a punto de dejarme solo con todos aquellos muertos.

—Podría decirse así. Vendemos seguridad informática y desarrollamos proyectos de inteligencia artificial para motores de internet.

Dejó escapar un «¡Oh, ya veo!» muy falso y salió precipitadamente, dando un pequeño portazo. Casi podía escucharla a través de las paredes: «¿Quién demonios es este tipo? ¿Alguien sabe si Daniel tiene, de verdad, algún hermano con diferente apellido que se dedica a la informática?», y no debí de equivocarme mucho en mis suposiciones porque un murmullo de voces y risas atravesó los frágiles muros y, aunque no conseguí entender las palabras, el tono de la charla unido a los temores de la catedrática y, sobre todo, a la forma como me miraba cuando volvió (examinando mis rasgos uno por uno para comprobar el parecido), certificaron mis sospechas. No podía acusarla de ser excesivamente suspicaz: los papeles que yo traía en la cartera formaban parte de su propio trabajo de investigación, un trabajo de gran repercusión académica según Ona, y, a fin de cuentas, yo era un completo desconocido que venía haciendo preguntas sobre algo que, en principio, no me importaba en absoluto.

—Lamento la interrupción, señor Queralt —se disculpó con el aplomo recobrado, mientras tomaba asiento de nuevo sin quitarme los ojos de la cara.

—No pasa nada —rechacé con una amable sonrisa—. Como le decía, sólo necesito que me dé algunas indicaciones. Pero antes, déjeme tranquilizarla: no quisiera que se preocupara pensando que voy a utilizar inadecuadamente este material. Lo único que quiero es ayudar a mi hermano. Si todo esto vale para algo, pues muy bien; si no es así, al menos habré aprendido un par de cosas interesantes.

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