El origen perdido (8 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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—Y, una vez aquí, nuestra querida Marta puso manos a la obra y empezó a desentrañar los misterios de aquel viejo sistema de escritura —comenté— pero, como era un trabajo titánico, buscó ayuda entre los mejor preparados y los más inteligentes de sus profesores y eligió a Daniel, a quien, inmediatamente, propuso colaborar en el proyecto.

El rostro de Ona mudó de expresión para recuperar el gesto furioso.

—Pero, Ona... —titubeé—, la catedrática no hizo más que ofrecerle a Daniel una oportunidad única. ¡Imagínate que se la hubiera brindado a otro! No entiendo por qué te molesta tanto que pensara en Daniel para algo tan importante.

—¡Marta Torrent sólo le ofreció a Daniel el trabajo duro del proyecto! —se irritó mi cuñada—. Tu hermano lo tenía muy claro, sabía desde el principio que ella le explotaría y que, luego, cuando llegara la hora de los reconocimientos y los méritos académicos, él no recibiría ni las gracias. ¡Siempre es así, Arnau! Se mataba a trabajar fuera del horario de clases para que ella recibiera, cómodamente sentada en su cátedra, los progresos que él hacía.

Me quedé un tanto sorprendido por aquella enérgica respuesta. Las cosas debían de andar muy mal por la universidad para que Ona se expresara de aquella manera. Habitualmente mi cuñada era una joven agradable y tranquila. No es que no hubiera oído comentar los abusos que se producían en los departamentos, pero jamás hubiese sospechado que mi propio hermano era uno de aquellos pobres desgraciados a los que sus superiores les chupaban la sangre. Aun así, fue la forma y no el fondo de las palabras de Ona lo que me chocó.

Daniel, probablemente alterado por el tono de nuestra conversación, se agitó de pronto con violencia y comenzó a repetir sin descanso la palabra que aquella noche le obsesionaba:


Lawt'ata
,
lawt'ata
,
lawt'ata
...

—Aún hay otra cosa que no entiendo, Ona —comenté, pensativo—. Si el quechua era la lengua oficial del Imperio inca y el quipu de Nápoles aportaba la clave también en quechua, ¿por qué abandonó Daniel el estudio de esta lengua para consagrarse por entero al aymara?

Mi cuñada enarcó las cejas y me miró con unos ojos muy grandes y desconcertados.

—Eso no lo sé —declaró, al fin, con voz apocada—. Daniel no me lo explicó. Sólo me dijo que debía centrarse en el aymara porque estaba seguro de que ahí encontraría la solución.

—¿La solución a qué? —objeté—, ¿a los quipus en quechua?

—No lo sé, Arnau —repitió—. Acabo de caer en la cuenta.

Cuando escribía el código de alguna aplicación, por sencilla que fuera, jamás cometía el error de suponer que, entre las miles de líneas que iba dejando atrás, no quedaba agazapado algún error fatal que impediría el funcionamiento del programa en el primer intento. Tras el esfuerzo de concebir el proyecto y de desarrollarlo durante semanas o meses, todavía quedaba la tarea más dura y apasionante: la búsqueda desesperada de esos imperceptibles fallos de estructura que daban al traste con el inmenso edificio costosamente levantado. Sin embargo, jamás me enfrentaba al código con las manos vacías pues, mientras escribía rutinas y algoritmos, un sexto sentido me iba indicando dónde quedaban esas zonas oscuras que, probablemente, más tarde serían la fuente de todos los problemas. Y nunca dudaba de la verdad de estas intuiciones. Cuando, al finalizar, aplicaba el compilador para comprobar el funcionamiento, siempre terminaba confirmando la relación entre los fallos finales y aquellas zonas oscuras. Buscarlas y encontrarlas resultaba mucho más interesante que corregirlas, porque corregir era algo simple y mecánico mientras que descubrir el problema, correr tras él llevado por una corazonada o una sospecha, tenía su parte de gesta, de Ulises intentando llegar a Ítaca.

Como si mi hermano Daniel fuera una aplicación de millones de líneas, mi valioso sexto sentido me estaba advirtiendo de la presencia de zonas oscuras relacionadas con los fallos de su cerebro. El problema era que yo no había escrito ese supuesto programa que representaba a Daniel, de modo que, a pesar de sospechar la existencia de esos datos incorrectos, no tenía forma de averiguar cómo localizarlos y repararlos.

Pasé el resto de aquella segunda noche trabajando y atendiendo a mi hermano, pero, para cuando la luz empezó a entrar por la ventana y Ona se despertó, ya había fraguado la decisión de meterme de lleno en el asunto y dilucidar (si es que mi sexto sentido tenía razón y si es que era factible) la posible relación entre la agnosia y el Cotard de Daniel, por un lado, y su extraño trabajo de investigación, por otro. Si me estaba engañando a mí mismo y, como le había dicho a Ona por la tarde, todo era producto de los nervios y del miedo que sentíamos, lo único que podía perder era el tiempo invertido y si, además, durante los días siguientes Daniel respondía al tratamiento y se curaba, ¿iba a ser tan idiota de hacerme reproches por correr tras un presentimiento seguramente ridículo...? Bueno, quizá sí, pero daba lo mismo.

Cuando llegamos a la calle Xiprer, subí con mi cuñada hasta su casa para recoger el papel escrito por Daniel porque quería estudiarlo aquella tarde, pero, al salir de allí, iba cargado con una montaña de libros sobre los incas y con las carpetas de los documentos de la investigación sobre los quipus.

Me acosté cerca de las nueve y media de la mañana, hecho polvo, con los ojos irritados y agotado como nunca antes en mi vida. Por culpa del cambio de horario del sueño y la vigilia, sufría de jet lag sin haber cruzado el Atlántico, pero, aun así, le dije al sistema que me despertase a las tres de la tarde porque tenía mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo.

Estaba profundamente dormido cuando la música de Vivaldi, el
Allegro
del Concierto para mandolina, comenzó a sonar por toda la casa. El ordenador central seleccionaba, de entre mis preferidas, una melodía diferente para cada día según la época del año, la hora a la que me despertase o el tiempo exterior. Toda mi casa estaba construida en torno a mi persona y, con los años, se había producido una extraña simbiosis entre el sistema de inteligencia artificial que la regulaba y yo. Él aprendía y se perfeccionaba por sí mismo, de manera que había llegado a convertirse en una suerte de mayordomo telépata obsesionado por servirme y atenderme como una madre.

Las cortinas de las amplias puertaventanas que daban al jardín se fueron replegando suavemente dejando pasar una tenue luz verde ultramarino mientras la pantalla que cubría por completo la pared del fondo reproducía una visualización del cuadro
La iglesia de Auvers
de Van Gogh. Todavía era de día y todavía tenía un sueño mortal, de manera que apreté bien los párpados, me puse la almohada sobre la cabeza y bramé: «¡Cinco minutos más!», provocando la muerte súbita de los efectos especiales. Lo malo fue que Magdalena, la asistenta, inmune al sistema de reconocimiento de voz, ya estaba entrando por la puerta con la bandeja del desayuno.

—¿De verdad quieres seguir durmiendo? —preguntó, muy extrañada, mientras caminaba ruidosamente sobre la madera, arrastraba sillas, abría y cerraba las puertas de los armarios y ponía en marcha de nuevo la música pulsando el botón de mi mesilla; si no bailó sobre mi cabeza fue porque tenía más de cincuenta años pero, de haber podido, lo hubiera hecho—. He pensado que no te apetecería la comida que tenía preparada, así que te traigo el desayuno de siempre: zumo de naranja, té con leche y tostadas.

—Gracias —farfullé desde debajo de la almohada.

—¿Cómo estaba tu hermano anoche?

No sabía qué demonios andaría haciendo, pero los chirridos, golpes y ruidos varios continuaban.

—Igual.

—Lo siento —dijo con voz apenada. Magdalena ya trabajaba para mí cuando Daniel aún vivía conmigo.

—Hoy tienen que empezar a notarse los resultados del tratamiento.

—Ya me lo ha dicho tu madre esta mañana.

¡Plam! Puertas del jardín abiertas de par en par y corriente de aire fresco que entró como un huracán en la habitación. ¿Para qué demonios tenía un sistema de control de temperatura y renovación del aire en toda la casa? Según Magdalena, para nada. Menos mal que el día era bueno y que no faltaba mucho para la llegada del verano; aun así, comencé a estornudar una vez y otra, lo que terminó por despertarme del todo al verme en la necesidad de buscar un pañuelo en el cajón de la mesilla. Ser un urbanícola tecnológicamente desarrollado tenía sus inconvenientes y uno de ellos era la incapacidad adquirida para enfrentarse a la naturaleza a pecho descubierto, como estaba yo en ese momento, pues sólo llevaba las bermudas del pijama.

Desayuné rápidamente mientras ojeaba la selección de titulares de prensa que me enviaba Núria cada mañana a la pantalla de la habitación y, tal cual estaba, sin lavarme siquiera la cara, me dirigí al estudio —amplio concepto que englobaba tanto un despacho de trabajo como una sala de videojuegos— dispuesto a darme un atracón de cultura inca.

—Localiza a
Jabba
—le dije al ordenador mientras avanzaba por el pasillo. Un segundo después la voz neutra de
Jabba
me saludó cuando entraba en el estudio—. ¿Estás abajo? —le pregunté, sentándome en mi butaca y cogiendo un clip que comencé a retorcer entre los dedos.

—¿Dónde quieres que esté? —repuso.

—Necesito tu ayuda y la de
Proxi
.

—¿Qué pasa? —se alarmó—. ¿Cómo está Daniel?

—Esta mañana estaba igual. Sin cambios. —El pelo suelto y desgreñado me molestaba, así que me lo enrosqué sobre la cabeza y lo recogí dentro de una vieja gorra de los Barcelona Dragons. Desde hacía un mes tenía las entradas para el partido del próximo sábado contra los Rhein Fire de Dusseldorf que iba a celebrarse en el Estadio Olímpico de Montjuic, pero, tal y como andaba la cosa, mucho me temía que no iba a poder asistir—. Necesito un favor.

—Pues pide.

—Tengo delante un montón de libros que debo hojear antes de irme al hospital.

—Supongo que no querrás que los lea por ti.

—No seas borde. No se trata de eso.

—Pues mete el turbo que tengo trabajo.

—Te libero de él. Tienes la tarde libre, y
Proxi
también.

—Vale. Genial. Precisamente teníamos que ir a comprar un sofá. Hala, adiós.

—¡Espera, idiota! —grité, sonriendo—. No puedes marcharte.

—¿Ah, no? ¿Entonces para qué me das la tarde libre?

—Para que investigues un asunto por mí. Necesito que
Proxi
y tú busquéis en internet todo lo que haya sobre una lengua inca llamada aymara.

El silencio más profundo reinó en mi estudio, tan profundo que casi era un hondo agujero. Empecé a tamborilear con los dedos sobre la mesa como señal auditiva de impaciencia, pero ni aun así me contestó. Al final, me harté.

—¿Estás ahí, capullo?

—No —respondió sin cortarse.

—¡Venga ya, hombre! No es tan difícil.

—¿Que no? —exclamó con su vozarrón de hierro—. ¡Pero si no he entendido ni lo que has dicho! ¿Cómo demonios quieres que lo investigue?

—Porque tú vales mucho. Eso lo sabemos todos.

—No me des jabón, anda.

—Necesito que lo investigues, Marc, en serio.

Se repitió el silencio de antes, pero sabía que estaba ganando la batalla. Escuché un largo resoplido que llegaba desde los altavoces.

—Explícame otra vez qué era eso que querías que buscáramos.

—Los incas, los habitantes del Imperio inca...

—Ya, los incas de Latinoamérica.

—Esos mismos. Bueno, pues esos tipos hablaban dos idiomas. El oficial del imperio era el quechua, mayoritario entre la población, y, el otro, el aymara, se hablaba en el sudeste.

—¿Qué sudeste?

—¡Y yo qué sé! —solté. ¿Es que
Jabba
creía que yo dominaba estos temas? ¡Si para mí era todo un galimatías!—. El sudeste del Imperio inca, digo yo.

—Bueno, entonces quieres saberlo todo sobre el aymara que se hablaba en el sudeste del Imperio inca.

—Exacto.

—Bien. Pues espero que tengas una buena razón para hacernos pasar la tarde a
Proxi
y a mí investigando el aymara del sudeste del Imperio inca porque, en caso contrario, hundiré tu empresa y haré que te metan en la cárcel.

Jamás deben tomarse en vano las palabras de un
hacker
.

—Tengo una buena razón.

¿La tenía...?

—Está bien. Voy a buscar a
Proxi
y nos pondremos a trabajar en el «100».

—De acuerdo. Llamadme cuando terminéis.

—Por cierto, no me has preguntado por el resultado de la campaña contra la TraxSG.

¡Lo había olvidado por completo! Tenía el disco duro mental formateado desde el lunes.

—¿Cómo ha ido? —pregunté con una sonrisa malvada en la boca.

—Genial. Está en todos los periódicos de hoy. Los de la TraxSG van a sudar sangre para salir de ésta con buen pie. Y no tienen ni idea del origen del boicot.

Solté una carcajada.

—Me alegro. Déjales que busquen. Bueno, espero tu llamada.

—Que sí. Adiós.

Estaba solo de nuevo en mi estudio y en silencio... Bueno, solo del todo no, porque tenía siempre conmigo la presencia sigilosa del ordenador central. Al principio, pensé ponerle un nombre apropiado, algo así como Hal, el ordenador loco de 2001:
una odisea del espacio
, de Stanley Kubrick, o
Abulafia
, la pobre computadora de
El péndulo de Foucault
, de Eco, o, incluso,
Johnny
, por J
ohnny Mnemonic
, pero no terminé de decidirme y no lo bauticé de ninguna manera. Si hubiera sido un perro, le habría llamado simplemente
Perro
, pero se trataba de un potente sistema de inteligencia artificial. Finalmente quedó establecido que, sin mediar denominación alguna, cualquier orden pronunciada en voz alta que no estuviera claramente dirigida a Magdalena, sería para el sistema.

Eché una mirada melancólica a mi fantástica colección de películas en DVD y a mis consolas de videojuegos, abandonadas sobre la pequeña mesa de ratán, y alargué la mano hasta la pila de libros que había traído de casa de mi hermano. Por decisión propia, mi estudio era lo más parecido que podía encontrarse a la cabina de una nave espacial (otra concesión a mi espíritu lúdico). Además de la pantalla gigante que, como en el resto de las habitaciones de la vivienda, ocupaba por completo una de las paredes, tenía un equipo parecido al del «100», aunque sólo con tres monitores, un par de teclados, algunas grabadoras, dos impresoras, una cámara digital, un escáner, un DVD y mis consolas de juegos. Todo era del color del acero inoxidable o de un blanco impecable, con sillones, mesas y librerías fabricados en aluminio, titanio y cromo. Las luces eran halógenas, de un tono celeste tan frío que conferían al estudio el aire de una cueva excavada en el hielo. Las largas filas de libros de las estanterías y la pequeña mesa baja de ratán eran, pues, las únicas excepciones coloristas en el interior de aquel aparente iceberg, pero de ninguna manera iba a renunciar a tener allí parte de mis libros y, desde luego, tampoco a la mesa, que era un viejo recuerdo de mi antigua casa del que no estaba dispuesto a deshacerme.

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