Al este del Edén (34 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—Rabbit, nunca diría usted con qué hemos tropezado hoy. Con un meteorito.

—Qué es eso, señor Hamilton?

—Una estrella fugaz que cayó hace un millón de años.

—¿De verdad? Pues es muy curioso. ¿Qué se ha hecho usted en la mano?

—Ya le he dicho que se trataba de una estrella fugaz, y por lo tanto venía disparada. —Samuel rió el chiste—. Pero no fue tan interesante. Me enganché la mano en la polea.

—¡Se ha hecho mucho daño?

—No, no mucho.

—Dos chicos —dijo Rabbit. Mi mujer estará celosa.

—Quiere usted entrar y sentarse, Rabbit?

—No, no, gracias. Me caigo de sueño. Cada año que pasa, la mañana parece llegar más temprano.

—Así es, Rabbit. Buenas noches, pues.

Liza Hamilton llegó alrededor de las cuatro de la madrugada. Samuel se había dormido en una silla y soñaba que había agarrado una barra de hierro al rojo y no podía soltarla. Liza lo despertó y le examinó la mano antes de haber mirado, incluso, a los niños. Mientras arreglaba y ponía en orden las cosas que su marido había colocado de una manera tosca y torpemente masculina, le ordenó que ensillase inmediatamente a
Doxology
y cabalgase a toda prisa hacia King City. No importaba lo avanzado de la hora: tenía que despertar al inútil del médico y hacer que le curase la mano. Si la mano presentaba un buen cariz, podía volver a casa y esperar allí. Y además, era un crimen abandonar al hijo menor, que apenas si era más que un bebé, sentado allí, solo y abandonado de todo el mundo. Era algo tan grave, que incluso llamaría la atención del Señor.

Si Samuel quería realismo y actividad, pudo quedar satisfecho. Su mujer le despidió al amanecer. A las once tenía la mano vendada y a las cinco de la tarde estaba ya sentado en su propia butaca y ante su propia mesa, ardiendo de fiebre, mientras Tom hervía una gallina para preparar un buen caldo.

Durante tres días, Samuel tuvo que guardar cama luchando con los fantasmas creados por la fiebre y dándoles nombres, antes de que su gran fortaleza física consiguiera vencer la infección y la hiciese huir con el rabo entre las piernas.

Samuel miró a Tom de forma tranquila y dijo:

—Voy a ver si me levanto.

Tras algunos esfuerzos consiguió hacerlo, pero volvió a caer falto de fuerzas y riendo, de la manera que reía cuando sentía que las fuerzas del mundo lo vencían. Tenía la idea de que, incluso vencido, podía conseguir una pequeña victoria pírrica riéndose de la derrota. Y Tom le sirvió caldo de gallina, hasta que su padre, harto ya, sintió ganas de asesinarlo. La sabiduría no ha muerto todavía en el mundo, y aún se encuentran personas que creen que con sopas se cura cualquier daño o enfermedad, y que tampoco es malo del todo tomarlas durante un entierro.

4

Liza permaneció ausente durante una semana. Limpió la casa de los Trask desde el desván hasta el último rincón. Lavó todo aquello que se podía doblar para meterse en un barreño, y pasó una esponja por todo lo restante. Se ocupó activamente de los niños, y notó con satisfacción que lloraban casi sin cesar y empezaban a ganar peso. Empleaba a Lee como a un esclavo, ya que no creía en él. Por lo que respecta a Adam, lo ignoraba, pues no le servía de nada. Le hacía lavar las ventanas y volver a empezar otra vez cuando había terminado.

Liza estuvo sentada junto a Cathy el tiempo suficiente para llegar a la conclusión de que era una joven sensible que no hablaba mucho ni trataba de enseñar a su abuela a sorber huevos. También la examinó a fondo y descubrió que estaba perfectamente sana, sin ninguna dolencia, y que jamás criaría a los mellizos. «Y por otra parte», dijo, «esos dos tragones se comerían viva a una mujercita como usted». Pero ella olvidaba que era más menuda que Cathy, y, sin embargo, había criado a cada uno de sus hijos.

El sábado por la tarde Liza efectuó una revisión general del trabajo realizado, dejó una lista de instrucciones tan larga como su brazo, y que preveía todas las eventualidades, desde un cólico hasta una invasión de hormigas, arregló su cesta e hizo que Lee la acompañase a casa en el coche.

Encontró su hogar convertido en un establo lleno de suciedad y abominación, y se puso a limpiarlo con la violencia y el disgusto de un Hércules entregado a su ingente labor. Samuel le hacia preguntas de vez en cuando.

—¿Cómo están los niños?

—Están bien; creciendo —respondió Liza.

—¿Y Adam?

—Pues anda de una parte a otra como si estuviese vivo, pero no deja el menor rastro de su paso. El Señor, en su sabiduría, pone el dinero en manos de personas muy curiosas, acaso porque sin él se morirían de hambre.

—¡Cómo seguía la señora Trask? —continuaba preguntando Samuel.

—Tranquila, lánguida, como la mayoría de las mujeres ricas del este —Liza jamás había conocido a ninguna mujer rica del este—, pero por lo demás, dócil y respetuosa. Y lo raro —prosiguió Liza—es que no le encuentro nada malo, a no ser algo de pereza, pero, no obstante, no me agrada demasiado. Quizá se deba a esa cicatriz. ¿Cómo se la hizo?

—Lo ignoro —contestó Samuel.

Liza se apuntó con el índice entre los ojos, como con una pistola.

—Tengo que decirte algo. Puede que ella no lo sepa, pero ha hechizado a su esposo. Se mueve en torno a ella como un pato mareado. Me parece que todavía no ha tenido tiempo de mirar a los mellizos.

Samuel esperó hasta que ella volvió a pasar por su lado. Entonces le preguntó:

—Vamos a ver: si dices que ella es perezosa y que él está hechizado, ¿quién se encargará de los pequeños? Los mellizos requieren muchos cuidados.

Liza se detuvo de repente. Aproximó una silla junto a él y se sentó, descansando las manos sobre las rodillas.

—Recuerda que nunca digo las cosas a la ligera, y por lo tanto tienes que creerme —dijo.

—Jamás he pensado que fueses capaz de mentir, querida —respondió, y sonrió, pensando que le había dicho un cumplido.

—Bueno, pero lo que voy a decirte te parecerá algo gordo, y acaso no querrás creerme, si es que aún no lo sabías.

—A ver, dime.

—Samuel, ¿conoces a ese chino de ojos oblicuos, de habla estrafalaria y que usa coleta?

—¿Te refieres a Lee? Naturalmente que lo conozco.

—Bien, ¿te atreverías a afirmar que es un pagano?

—No sé qué decirte.

—Venga, Samuel, que nadie dudada en afirmarlo. Pues resulta que no lo es.

Y Liza se irguió al decir esto.

—¿Pues qué es, entonces?

Ella le golpeó el brazo con el dedo.

—Es presbiteriano, y de los buenos, de los buenos, te repito; lo demuestra cuando se le puede hurgar un poco y deja de decir tonterías. ¿Qué te parece?

La voz de Samuel vacilaba por los esfuerzos que hacía para no estallar en carcajadas.

—¡No puede ser! —consiguió articular.

—Te digo que sí. Y ahora, ¿quién te piensas que cuida de los pequeños? Yo jamás se los hubiera confiado a un pagano, pero a un presbiteriano… Además, hace todo lo que le dije.

—No me extraña que aumenten de peso —manifestó Samuel. —es algo digno de alabanza y hay que dar gracias a Dios. —Lo haremos —dijo Samuel—. Tú y yo.

5

Cathy permaneció en cama durante una semana, recuperando fuerzas. El sábado de la segunda semana de octubre se quedó en su dormitorio toda la mañana. Adam fue a abrir la puerta y se encontró con que estaba cerrada.

—Estoy ocupada —gritó ella, y él se marchó.

Adam pensó que estaría arreglando su tocador, porque la oyó abriendo y cenando cajones.

Al atardecer, Lee se aproximó a Adam, que estaba sentado en la escalinata.


Señola
dice que tengo que il a King City
complal bibelón
—dijo turbado.

—Pues vete, hombre —respondió Adam, si ella te lo ha mandado.


Señola
dice que no vuelva hasta lunes.
Pelmiso…

Cathy apareció en el umbral y habló con voz pausada:

—Hace mucho tiempo que no tiene un día de asueto. Un permiso le haría bien.

—Desde luego —corroboró Adam—. No había pensado en ello. Que te vaya bien. Si necesito algo, ya llamaré a uno de los carpinteros.

—Se van a casa el domingo.

—Pues llamaré al indio. López me ayudará.

Lee sintió los ojos de Cathy, que estaba de pie en el umbral. El chino bajó la mirada.

—Acaso
taldalé en volvel
—dijo, y le pareció ver surgir dos líneas oscuras entre los ojos de Cathy, que desaparecieron al instante. Se volvió y se despidió—: Adiós.

Cathy regresó a su habitación al oscurecer. A las siete y media, Adam llamó a la puerta.

—Te he traído algo de comer, querida. Una cena ligerita.

La puerta se abrió como si ella lo estuviese esperando. Cathy llevaba su vestido de viaje, con la chaquetilla ribeteada de negro, solapas negras de terciopelo y anchos botones de azabache.

Ella no le permitió hablar.

—He pensado que es el momento de irme —le anunció.

—Cathy, ¿qué significa eso?

—Ya te lo dije antes.

—No es verdad.

—No me escuchaste. Pero no importa.

—No te creo.

—No me importa en absoluto lo que tú creas. Me voy.

—Los niños…

—Échalos a uno de tus pozos.

—¡Cathy, estás enferma! No puedes irte. ¡No puedes dejarme, no puedes dejarme! —gritó aterrorizado.

—Puedo hacer lo que me venga en gana. Cualquier mujer puede hacer contigo lo que le venga en gana. Eres un imbécil.

Aquel insulto le alcanzó a través de la bruma que le rodeaba. Sin advertencia previa extendió las manos y la asió por los hombros, obligándola a retroceder. Mientras ella se tambaleaba, él sacó la llave por el exterior, encerrándola.

Adam permaneció fuera, jadeando con la oreja pegada a la hoja de la puerta, y una histérica enfermedad se apoderó de él. Podía oír los movimientos de Cathy. Se abrió un cajón, y le asaltó la idea de que ella había decidido quedarse. Y luego escuchó un pequeño clic que no pudo identificar. Seguía con la oreja casi pegada a la puerta. La voz de ella le llegó tan de cerca, que apartó la cabeza sobresaltado.

—Querido —dijo Cathy con voz mansa—. No pensé que lo tomaras así. Lo lamento, Adam.

Este sintió que le faltaba el aliento. Su mano temblaba cuando trataba de dar la vuelta a la llave, y se le cayó una vez al suelo antes de conseguir abrir la puerta. Después la abrió de par en par. Cathy se encontraba a muy poca distancia. En la mano empuñaba el Colt 44 que él usaba, y el negro orificio del cañón apuntaba hacia su pecho. Dio un paso hacia ella y vio que el revólver estaba amartillado.

Cathy disparó. La bala le atravesó el hombro y le destrozó parcialmente el omoplato. El fogonazo y el estampido lo sofocaron, y retrocedió tambaleándose antes de desplomarse. Ella se aproximó lenta y cautelosamente a él, como si se tratase de un animal herido. Adam la miró fijamente a los ojos, que lo inspeccionaban con frialdad. Cathy arrojó el revólver al suelo, junto a él, y salió de la casa.

Adam oyó sus pasos al cruzar el pórtico; luego al pisar las secas hojas de roble caídas en el sendero, y por último cesó de oírla. Y entonces surgió con toda su fuerza el monótono son que durante todo aquel tiempo no había dejado de oírse: el lloriqueo de los mellizos, que tenían hambre. Se había olvidado de ellos por completo.

Capítulo 18
1

Horace Quinn era el nuevo alguacil del distrito de King City. Se quejaba de que su nuevo cargo lo apartaba demasiado de los quehaceres de su rancho. Su esposa se quejaba más todavía, pero la verdad es que no habían ocurrido muchos hechos delictivos desde que Horace ocupó el cargo. Él mismo se postuló para el puesto. Era un trabajo importante, más serio que el de procurador del distrito, y casi tan permanente y digno como el de un juez del tribunal superior. Horace no quería quedarse en el rancho toda su vida, y su esposa se moría de ganas de vivir en Salinas, donde tenía parientes.

Cuando llegaron a oídos de Horace los rumores, repetidos por el indio y los carpinteros, de que Adam Trask había sido herido de un disparo, ensilló a toda prisa y dejó a su mujer terminando de descuartizar el cerdo que había matado aquella mañana.

Al norte del gran sicómoro junto al cual la carretera de Hester tuerce a la izquierda, Horace se encontró con Julius Euskadi. Julius estaba intentando decidir si iría a cazar codornices, o bien si se dirigiría a King City para tomar el tren de Salinas, con el fin de cambiar de aires. Los Euskadi eran gente acomodada, unos magníficos tipos de origen vasco.

—Tal vez le apetezca acompañarme a Salinas —le sugirió Julius—. Me han dicho que al lado de casa de Jenny, a dos puertas de Long Green, hay un nuevo salón llamado Faye. He oído decir que es muy bonito, al estilo de los de San Francisco, con un pianista y todo.

Horace apoyó el codo sobre el arzón y espantó una mosca del lomo del caballo con su látigo de cuero.

—Puede que otro día —respondió—. Tengo que investigar un asunto.

—¿No irá usted donde los Trask?

—Así es. ¿Ha oído usted algo?

—Sí, pero nada que tuviera sentido. Me han dicho que el señor Trask se pegó un tiro en el hombro con un cuarenta y cuatro, y luego echó a todo el mundo del rancho. ¿Cómo es posible que se pegase un tiro en el hombro con un cuarenta y cuatro, Horace?

—No tengo la menor idea. Pero los del este son muy listos. De cualquier modo, me acercaré a ver si averiguo algo. ¿No acababa su esposa de tener un hijo?

—Oí decir que mellizos —contestó Julius—. Vaya usted a saber si fueron ellos los que dispararon contra él.

—¿Quiere usted decir que uno sostuvo el revólver y el otro apretó el gatillo? ¿No se ha enterado de nada más?

—Todo cosas sin pies ni cabeza, Horace. ¿Quiere usted que lo acompañe?

—No puedo nombrarle mi ayudante, Julius. El
sheriff dice
que los inspectores están que trinan con lo de la nómina. Hornby, el del Alisal, delegó en su día durante tres semanas, casualmente antes de Pascua.

—¡Está de broma!

—Le aseguro que no. Y no espere usted obtener la estrella.

—Y yo le aseguro que no tengo el menor deseo de ser ayudante. Me he limitado a proponerle acompañarlo. Es que soy curioso.

—Yo también. Pero, gracias igualmente, Julius. Si ocurre algo, siempre puedo tomarle la palabra. ¿Cómo dice usted que se llama ese nuevo salón?

—Faye. La dueña es una mujer de Sacramento.

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