—Será bonito —comentó ella.
Durante un momento, Samuel sintió el impulso de hacer o decir algo para arrancarla de aquella impasibilidad. Y volvió a estremecerse.
—¿Otro fantasma sobre su tumba? —preguntó Adam.
Sí, otro.
La noche iba cayendo y las siluetas de los árboles se recortaban negras como el cielo.
—Buenas noches, pues.
—Lo acompañaré.
—No, hombre, quédese con su esposa. Todavía no ha terminado de cenar.
—Pero…
—Siéntese, hombre. Ya sabré encontrar mi caballo, y, si puedo, le robaré uno de los suyos. —Samuel empujó suavemente a Adam, y le obligó a sentarse de nuevo—. Buenas noches. Buenas noches, señora.
Se dirigió apresuradamente hacia el establo.
El viejo Doxology estaba mordisqueando delicadamente el heno del pesebre con unos belfos que parecían dos lenguados. La cadena del ronzal tintineaba contra la madera. Samuel descolgó su silla del grueso clavo de donde pendía por un estribo de madera, y la lanzó sobre el ancho lomo de la cabalgadura. Estaba atando las cinchas, cuando oyó un pequeño movimiento tras él. Se volvió y vio la silueta de Lee, recortándose contra la luz moribunda.
—¿Cuándo volverá usted? —preguntó el chino suavemente.
—Lo ignoro. Dentro de unos días, o de una semana. Lee, ¿qué ocurre?
—¿Qué ocurre con qué?
—¡Por Dios, fue espantoso! ¿Hay algo que no marcha aquí?
—¿Qué quiere usted decir?
—Usted sabe muy bien lo que quiero decir.
—Cliado chino sólo tlabajal. No oye, no habla.
—Si. Me parece que tiene usted razón. Si, sin duda tiene usted razón. Siento habérselo preguntado. No he demostrado muy buena educación.
Se volvió, introdujo el bocado entre los dientes de Doxology y metió las lacias y grandes orejas en el cabezal. Desató el ronzal y lo dejó caer en el pesebre.
—Buenas noches, Lee —dijo.
—Señor Hamilton…
—Diga.
—¿Necesita usted un cocinero?
—En mi casa no puedo permitirme ese lujo.
—No le cobraré mucho.
—Liza lo mataría. ¿Por qué? ¿Piensa usted dejar la casa?
—Solamente quería preguntárselo —respondió Lee—. Buenas noches.
Adam y Cathy estaban sentados bajo el árbol, en medio de la oscuridad creciente.
—Es un buen hombre —afirmó Adam—. Me agrada. Desearía poder persuadirlo para que se instalara aquí y administrara la propiedad, como una especie de superintendente.
—Pero ya tiene su casa y su familia —replicó Cathy.
—Sí, ya lo sé. Y sus tierras son las más pobres que te puedas imaginar. Ganaría más con el sueldo que yo le daría. Se lo preguntaré. Requiere cierto tiempo acostumbrarse a un nuevo país. Es como nacer otra vez y tener que aprenderlo todo. Yo solía saber de qué lado tiene que venir la lluvia, pero aquí es totalmente diferente. Y antaño sentía de qué lado soplaría el viento, y si sería fresco. Pero aquí tendré que aprenderlo de nuevo, y ello requiere cierto tiempo. ¿Te sientes bien, Cathy?
—Sí.
—Un día, y no muy lejano, contemplarás todo el valle verde de alfalfa. Lo verás desde las grandes y hermosas ventanas de la casa, que ya estará terminada. Plantaré avenidas de eucaliptos y mandaré traer semillas y plantas para hacer experimentos con ellas. Quiero ver si dan resultado una variedad de nogales chinos. Me pregunto si se adaptarán a este clima. Bueno, lo probaremos. Acaso Lee pueda decírmelo. Y una vez que haya nacido el niño, podrás acompañarme a caballo y visitaremos toda la propiedad, porque todavía no la has visto, en realidad. ¿No te lo dije? El señor Hamilton nos construirá molinos de viento y desde aquí podremos ver cómo giran —extendió las piernas con aire satisfecho bajo la mesa—. Lee tendría que traer velas —dijo—. ¿Qué diablos estará haciendo?
Cathy habló muy quedamente:
—Adam, yo no quería venir aquí y no me quedaré. Tan pronto como pueda, me marcharé.
—¡Bah, tonterías! —contestó Adam, riendo—. Eres como un niño que ha salido de casa por primera vez. Sabes, cuando ingresé en el ejército por primera vez, creí que iba a morir de nostalgia. Pero me sobrepuse; todos lo hacemos. Así que no digas tonterías.
—No es ninguna tontería.
—No hablemos más de eso, querida. Todo cambiará cuando haya nacido el niño. Ya lo verás.
Se llevó las manos a la nuca y levantó la mirada hacia las estrellas, que brillaban débilmente a través de las ramas.
Samuel Hamilton cabalgaba hacia su casa en una noche bañada hasta tal punto por la claridad lunar, que las montañas adquirían el propio tono de la luna, blanca y polvorienta. Los árboles y la tierra parecían espectros silenciosos y opresivos. Las sombras eran negras y sin el menor matiz, y los lugares descubiertos aparecían blancos y totalmente desprovistos de color. Aquí y allá, Samuel advertía los secretos movimientos de los animales nocturnos que estaban en plena actividad; entre ellos, el ciervo, que herbajeaba toda la noche, cuando la luna era brillante, para dormir durante el día oculto en la espesura. Los conejos, ratones campestres y otros animalejos, siempre perseguidos, se sentían más seguros bajo aquella débil claridad y se arrastraban, brincaban y se escabullían, para reunir piedras o ramitas cuando ni su olfato ni su oído les advertía de ningún peligro. Los animales de presa también estaban activos: las largas comadrejas, semejantes a ondas de luz pardusca; los gatos monteses, que se deslizaban casi invisibles, excepto cuando sus ojos amarillos se iluminaban y resplandecían por un segundo; las zorras, husmeando con sus agudos hocicos en busca de una cena de sangre caliente, y los mapaches, atracándose a la orilla de las aguas tranquilas y charlando con las ranas. Por su parte, los coyotes, olfateando con el hocico pegado en las vertientes montañosas y, desgarrados a la vez por el dolor y el gozo, levantaban sus cabezas y manifestaban sus sentimientos, que estaban entre el deseo vehemente y la risa, aullando a su diosa la luna. Y sobre todo aquel sombrío ulular, volaban los búhos, tiznando con un tenebroso temor a los seres que se agitaban en el suelo. El viento de la tarde había caldo, y sólo soplaba una ligera brisa, semejante a un suspiro, procedente del lado de las secas y cálidas montañas.
El resonar de los cascos de
Doxology
hacía callar a los moradores de la noche hasta que se había alejado. La barba de Samuel resplandecía nívea, y su cabello grisáceo flotaba al viento. Había colgado su sombrero negro del pomo de su silla. Sentía una opresión en el estómago, una aprensión como la producida por un pensamiento malsano. Era la
Weltschmerz
—lo que nosotros solemos denominar
Welshrats
—, la tristeza universal que surge en el alma como un gas y esparce tal desesperación que no hay modo de descubrir la causa del pesar.
Samuel evocó en su mente el bello rancho y las señales de agua. Ninguna
Welshrats
podía surgir de allí, a menos que él abrigase una envidia disimulada. Trató de descubrir la envidia en sí mismo, y no pudo encontrarla. Pensó entonces en el sueño de Adam de hacer un jardín semejante al paraíso, y en la adoración que sentía por Cathy. No encontraba nada, a menos…, a menos que evocase sus propias heridas ya cicatrizadas. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo, y él ya había olvidado el dolor. El recuerdo era dulce, cálido y agradable, ahora que todo había terminado. Sus ijares y sus muslos habían olvidado el hambre.
Mientras cabalgaba entre la luz y la sombra de los árboles y de los calveros, seguía pensando. ¿Cuándo había empezado a surgir en su pecho la
Welshrats
? Y entonces lo descubrió: era Cathy, aquella linda, menuda y delicada Cathy. Pero ¿qué podía decir de ella? Era callada, pero muchas mujeres lo eran. ¿Qué seria, pues? ¿De dónde habría surgido? Recordó que había sentido una sensación de inminencia, parecida a la que sintió cuando tenía la varita de zahorí en la mano, y recordó su estremecimiento, «cuando el fantasma caminó sobre su tumba». Ahora lo había localizado en tiempo, lugar y persona. Había surgido durante la cena y procedía de Cathy.
Evocó el rostro de la joven frente a él y estudió sus ojos grandes, las delicadas aletas de su nariz, la boca más pequeña de lo que a él le gustaba en una mujer, pero dulce; el pequeño y firme mentón, y volvió a fijar su atención en los ojos. ¿Eran fríos? ¿Eran ellos la causa de todo? Daba vueltas y vueltas a esa cuestión. Los ojos de Cathy no expresaban nada, no comunicaban nada. No se podía reconocer nada tras ellos. No eran ojos humanos. Le recordaban algo que no podía determinar; alguna reminiscencia del pasado, alguna imagen. Se esforzó por recordarlo, y de pronto lo vio.
Surgió completo del fondo de los años, con todos sus colores y voces, y sus apiñados sufrimientos. Se vio a sí mismo, un muchachuelo, tan pequeño que tenía que alargar el brazo para asir la mano de su padre. Sintió bajo sus pies los guijarros de Londonderry, y en torno a él el bullicio y la alegría de la única gran ciudad que había visto. Se hallaba en una feria, con teatrillos de marionetas y casetas de todo tipo, caballos y puestos de baratijas de abigarrados colores, que le parecían deseables, y, como su padre estaba de buen humor, casi al alcance de la mano.
Y luego la gente se convirtió en una gran riada, que los arrastró por una calle estrecha, como pajas en una inundación, empujándolos por detrás y por delante, y hasta levantándolo del suelo. El estrecho callejón se abría sobre una plaza, y frente a los grises muros de un edificio se alzaba un gran cadalso, sobre el que pendía una cuerda con un nudo corredizo.
Samuel y su padre eran empujados y bamboleados por la marea humana y cada vez estaban más cerca del patíbulo. En su recuerdo, podía oír la voz de su padre que decía: «No es una cosa para un niño. No es para nadie, pero menos para un niño». Su padre luchaba por volverse, por abrirse camino contra la creciente presión de las gentes. «Déjennos pasar. Ábrannos paso, por favor. Voy con un niño».
La ola humana no tenía rostro y empujaba sin pasión. Samuel levantó la cabeza para mirar el cadalso. Un grupo de hombres con trajes y sombreros oscuros habían ascendido sobre la elevada plataforma. Y en medio de ellos se veía a un hombre de rubios cabellos, con pantalones negros y una camisa azul pálido desabrochada. Samuel y su padre se hallaban tan próximos, que el niño tenia que echar la cabeza hacia atrás para ver.
El hombre de cabellos áureos parecía no tener brazos. Miró sobre la multitud y luego, bajando los ojos, miró a Samuel. La imagen le aparecía clara, llena de luz y perfecta. Los ojos de aquel hombre no mostraban nada, no eran como los demás ojos, ni como los ojos de un hombre.
De pronto, hubo un rápido movimiento sobre la plataforma, y el padre de Samuel colocó ambas manos sobre la cabeza del niño, de tal forma que sus palmas le tapaban las orejas y sus dedos se encontraban entrelazados en la nuca. De este modo obligó a bajar la cabeza a Samuel, y le apretó la cara contra su negra chaqueta. A pesar de sus esfuerzos por desasirse, el niño no consiguió mover la cabeza. Sólo veía una banda de luz en el borde de los ojos y sólo llegó a sus oídos un apagado ruido a través de las manos de su padre. Los oídos le palpitaban; luego, las manos y los brazos de su padre se pusieron rígidos, y sintió contra su rostro la profunda inspiración de su padre, y cómo retenía la respiración con manos temblorosas.
La escena siguiente surgió también de su memoria, y la colocó ante sus ojos suspendida en el aire, sobre la cabeza de su caballo; una vieja y mugrienta mesa en una taberna, barullo de conversaciones y risas. Un jarro de estaño frente a su padre, y ante él, una taza de leche caliente, endulzada y aromatizada con azúcar y canela. Los labios de su padre estaban extrañamente azulados y había lágrimas en sus ojos.
—Nunca te hubiera traído, de haberlo sabido. No es algo que deba ver nadie, y menos un niño como tú.
—¡Si no he visto nada! —se lamentó Samuel—. Usted me hizo bajar la cabeza.
—Afortunadamente.
—¿Qué hacían?
—Te lo voy a decir. Mataban a un hombre malo.
—Era el hombre de los cabellos de oro?
—Si, ése era. Y no tienes que compadecerle. Merecía la muerte. No hizo una sola cosa mala, sino muchas, cosas que sólo se le podían haber ocurrido a un diablo. No me apena su muerte, sino que la hayan aprovechado para hacer una fiesta, en lugar de hacerlo con discreción y en la oscuridad.
—Yo vi al hombre del cabello dorado. Me miró.
—Pues aún doy más gracias a Dios de que haya muerto.
—¿Qué hizo?
—Nunca te contaré esas cosas, pues te provocarían pesadillas.
—Tenía unos ojos muy extraños ese hombre de cabellos dorados. Me recordaron a los de una cabra.
—Bébete la leche, y te compraré un bastón con cintas y un pito largo de plata.
—¡Y la cajita reluciente con un dibujo dentro?
—Esa también, pero bébete la leche y no preguntes más. Ahí estaba todo, sí, surgiendo del pasado polvoriento.
Doxology
remontaba la última cuesta antes de llegar a la oquedad donde estaba situado el rancho, y los grandes cascos repiqueteaban sobre las piedras del sendero.
Si, eran los ojos, pensó Samuel. Sólo había visto dos veces en su vida unos ojos como aquéllos, tan inhumanos. Y pensó que debía de ser la noche y la luna. Pero ¿qué relación podía haber entre el hombre rubio ahorcado tanto tiempo atrás y aquella dulce mujercita que iba a ser madre? «Liza tiene razón. Mi imaginación», se decía, «me dará cualquier día un pasaporte para el infierno. Tengo que dejar de pensar tonterías o acabaré comparando a esa pobre criatura con el demonio. Así es como a veces nos equivocamos. Pensar demasiado nos hace perder la perspectiva. Debe de ser, simplemente, alguna particularidad de la forma y el color de los ojos. Pero no, no es eso. Es la mirada, y no tiene nada que ver con la forma o el color. Bien, ¿se trataba, pues, de una mirada de maldad? Acaso semejante mirada puede aparecer algunas veces en un rostro angelical. Lo mejor que puedo hacer es olvidar esas fantasías y no permitir que me inquieten jamás». Volvió a sentir un escalofrío y pensó que tendría que cercar su tumba para que ningún fantasma la pisara.
Y Samuel Hamilton decidió emplear todos sus esfuerzos en la creación del Edén del valle Salinas, como una secreta penitencia por sus malos pensamientos.
Liza Hamilton, con sus mejillas aterciopeladas y sonrosadas, se revolvía como un leopardo enjaulado ante la estufa cuando Samuel entró en la cocina por la mañana. El fuego de leña de roble rugía a través del tiro abierto, calentando el horno para el pan, el cual se veía blanco e hinchado en las bandejas. Liza se había levantado antes del alba, como siempre. Para ella, quedarse en cama después de la salida del sol era tan pecaminoso como salir de casa después de oscurecido. No había ninguna virtud posible en ambas acciones. Sólo una persona en el mundo podía descansar, impunemente y sin cometer un crimen, entre sus sábanas planchadas y crujientes, después del alba, después de la salida del sol, e incluso hasta media mañana, y esa persona era su hijo menor, Joe.