Al este del Edén (83 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Kate recordó el aspecto que tenía Faye el último día que pudo contemplarla, en su ataúd purpúreo, vestida de blanco, con la fúnebre sonrisa sobre sus labios, y una buena cantidad de polvos y colorete para animar su faz cadavérica.

Una voz dijo, a espaldas de Kate: «Hace años que no tenía tan buen aspecto». Y otra voz respondió: «Puede que eso también me sentara bien a mí». Y se escuchó una doble risita. La primera voz era de Ethel, y la segunda de Trixie. Kate se acordaba muy bien de aquel comentario irónico, y de su reacción medio jocosa. «Claro», había pensado, «una puta muerta es como otra persona cualquiera.»

Si, la primera voz era de Ethel. Siempre intervenía en sus cavilaciones nocturnas, y siempre le hacía sentir temor y aprensión; aquella estúpida, zafia y lerda perra, ese zarrapastroso pendón. Y muchas veces, Kate se decía mentalmente: «Espera un momento. ¿Por qué es un zarrapastroso pendón? ¿No será porque tú cometiste un error? ¿Por qué hiciste que la echasen? Si hubieses pensado con la cabeza y la hubieses mantenido aquí…».

Kate se preguntaba por dónde andaría Ethel. ¿Y si emplease los servicios de alguna agencia para tratar de descubrir su paradero? ¿O por lo menos, para saber adónde fue? Sí, pero en ese caso Ethel hablaría de aquella noche y enseñaría los pedazos de vidrio, y el resultado sería que habría dos narices olfateando en vez de una. Si, pero ¿cuál era la diferencia? Cada vez que Ethel bebiese una cerveza, se lo contaría a alguien. Oh, claro, pero ellos también pensarían que ella no era más que una entrometida buscona. Aunque un detective privado…, no, nada de agencias.

Kate dedicaba muchas horas a pensar en Ethel. ¿Pudo haber sospechado el juez que se trataba de un complot? Era demasiado sencillo. No debieran haber sido cien dólares en números redondos. Resultaba demasiado evidente. Y el
sheriff
¿qué? Joe dijo que la dejaron al otro lado del límite, en el condado de Santa Cruz. ¿Qué le habría contado Ethel al agente que la acompañó hasta allí? Ethel era una vieja zorra perezosa. Acaso no se movió de Watsonville. Por allí estaba Pájaro, y un ramal del ferrocarril, y también el río Pájaro y el puente que conducía a Watsonville. Por allí iban y venían muchas brigadas de trabajadores, sobre todo mexicanos y algunos hindúes. Aquella sucia Ethel quizá pensase que podría emplear sus artimañas con los obreros del ferrocarril. ¿No resultaría divertido enterarse de que no se había movido de Watsonville, que se hallaba solamente a cincuenta kilómetros de allí? Incluso podía cruzar clandestinamente el límite para ir a ver a sus amigos, si lo deseaba. Acaso había venido a Salinas alguna vez, y quién sabe si en aquellos mismos momentos se hallaba en la ciudad. No era probable que los polizontes se preocupasen mucho de ella. Tal vez sería una buena idea enviar a Joe a Watsonville, para ver si Ethel se encontraba allí. Podía haber seguido hasta Santa Cruz. Joe podía hacer averiguaciones allí también. No tardaría mucho tiempo en saberlo. Joe era capaz de encontrar a cualquier pendón, en cualquier ciudad, en unas pocas horas, y si la encontraba, ya hallarían la manera de hacerla volver. Ethel era una loca. Pero, cuando la encontrasen, puede que fuera mejor que Kate fuese a verla. Cerraría la puerta y escribiría un letrero que dijese: NO MOLESTAR. Podía ir a Watsonville, zanjar su asunto y regresar. Nada de taxis. Era mejor ir en un autobús. Nadie veía a nadie en los autobuses nocturnos. Los pasajeros se limitaban a dormir, tras haberse descalzado, con la cabeza apoyada sobre sus chaquetas enrolladas. De pronto, descubrió que tenía miedo de ir a Watsonville. Pero podía obligarse a ir. Una vez allí, se desvanecerían todas sus dudas. Era extraño que no hubiese pensado antes en enviar a Joe. Aquello era perfecto. Joe hacía bien algunas cosas, y el bruto hijo de puta se pensaba que era muy listo. Aquella clase de tipos eran los más fáciles de manejar. Ethel era estúpida, lo cual hacía que fuese más difícil de controlar.

A medida que sus manos y su mente fueron agarrotándose más y más, la confianza de Kate en Joe Valery aumentó; él era su primer asistente, su correveidile y el ejecutor de sus órdenes. Recelaba por principio de sus pupilas, no porque se pudiese confiar en ellas menos que en Joe, sino porque el histerismo latente que había en ellas podía, en cualquier momento, irrumpir a través de su reserva, resquebrajar su instinto de conservación y echar por tierra no sólo a ellas mismas, sino todo lo que las rodeaba. Kate había podido siempre capear aquel peligro, pero ahora la creciente arterioesclerosis y la lenta aprensión que la iba dominando hacían que necesitase ayuda, y Joe era el único que podía prestársela. Sabía que los hombres poseen un muro algo más fuerte contra la autodestrucción que la clase de mujeres que ella conocía.

Comprendía que podía confiar en Joe porque guardaba en sus archivos particulares unas notas relativas a un tal Joseph Venutta, un preso sentenciado a cinco años de trabajos forzados por robo, que se había escapado de San Quintín en su cuarto año de condena. Kate nunca se lo había mencionado a Joe Valery, pero pensaba que podría servir para meterlo en cintura, si alguna vez se desmandaba.

Joe le llevaba la bandeja con el desayuno todas las mañanas: té chino verde, leche y tostadas. Después de depositarla en la mesilla junto a su cama, le daba su informe y recibía las órdenes pertinentes para el día. Joe se daba cuenta de que Kate cada vez dependía más de él. Y lenta y cautelosamente sondeaba la posibilidad de que el mando pasase por completo a sus manos. Acaso si se ponía enferma, esa oportunidad llegaría. Pero Joe temía profundamente a Kate.

—Buenos días —saludó.

—Hoy no me incorporaré para desayunar, Joe. Sólo dame el té. Tendrás que sostenerlo.

—¿Le duelen las manos?

—Si, pero mejoran después de un ataque.

—Parece como si hubiese pasado mala noche.

—No —respondió Kate—. He dormido muy bien. Tomo una nueva medicina.

Joe le acercó la taza a los labios, y ella fue bebiendo el té a pequeños sorbos, soplando para enfriarlo.

—No quiero más —le indicó ella cuando todavía quedaba media taza—. ¿Cómo ha ido esta noche?

—Casi vengo a contárselo anoche —dijo Joe—. Vino uno de King City, uno que acababa de vender su cosecha. Tiró la casa por la ventana. Gastó setecientos, sin contar lo que dio a las chicas.

—¿Cómo se llamaba?

—No lo sé. Pero espero que vuelva.

—Tendrías que tomarles el nombre, Joe. Ya te lo he dicho.

—Era muy reservado.

—Razón de más. ¿Alguna de las chicas le tiró de la lengua?

—No lo sé.

—Pues entérate.

Joe creyó advertir una desusada afabilidad en Kate, lo cual le hizo ponerse de buen humor.

—Me enteraré —aseguró—. Sé lo bastante para enterarme.

Los ojos de Kate se pasearon por él, inquisitivos, y Joe se percató de que algo iba a pasar.

—¿Te gusta estar aquí? —le preguntó ella con suavidad. —naturalmente. Aquí me encuentro muy bien.

—Podrías estar mejor… o peor —dijo ella.

—Me gusta estar aquí —insistió él, intranquilo, mientras trataba de recordar alguna falta que pudiese achacársele—. Aquí me encuentro magníficamente bien.

Ella se humedeció los labios con su lengua asaetada.

—Tú y yo podríamos trabajar juntos —respondió.

—Como usted quiera —dijo él con melifluo servilismo, mientras le invadía una ola de agradable expectación.

Esperó pacientemente a que ella continuase, pero Kate se tomó su tiempo.

—Joe, no me gusta que me roben —afirmó Kate al cabo de un rato.

—Yo no le he quitado nada.

—No digo que hayas sido tú.

—¿Quién ha sido, pues?

—A eso voy, Joe. ¿Te acuerdas de aquel viejo pendón que tuvimos que quitarnos de encima?

—¿Se refiere usted a esa Ethel, o como se llame?

—Si. Se marchó llevándose algo, pero en aquel momento no me di cuenta.

—¿Qué se llevó?

La voz de Kate se volvió fría y tajante.

—Eso a ti no te importa, Joe. ¿Escúchame! Tú eres un tipo muy listo. ¿Dónde crees que puede hallarse?

La mente de Joe trabajaba deprisa, sin emplear la razón, sino la experiencia y el instinto.

—Estaba hecha un trapo. No podía ir muy lejos. Una zorra vieja como ella no puede llegar muy lejos.

—Eres listo. ¿Crees que pueda estar en Watsonville?

—Allí, o acaso en Santa Cruz. De cualquier modo, apuesto lo que sea a que no ha pasado de San José.

Ella se acarició suavemente los dedos.

—¿Te gustaría ganar quinientos de golpe, Joe?

—¿Quiere que la encuentre?

—Sí, eso es. Una vez que la hayas localizado, procura que ella no se entere. Limítate a darme su dirección. ¿Comprendes? Dime sólo dónde está.

—Muy bien —asintió Joe—. Le ha debido de fastidiar bastante, ¿eh?

—Eso no es cosa tuya, Joe.

—Si, señora —respondió sumiso—. ¿Quiere que salga ahora?

—Sí, y date prisa, Joe.

—Puede que tarde un poco —le indicó. Ya ha pasado bastante tiempo.

—Ese es tu problema.

—Iré a Watsonville esta misma tarde.

—Me parece muy bien, Joe.

Kate se quedó pensativa. Joe se dio cuenta de que ella no había terminado, y que se preguntaba si debía seguir. Por último, se decidió.

—Joe, ¿dijo…, dijo ella algo…, bien, algo extraño…, aquel día ante el tribunal?

—No, ¡diablos! Dijo que se había tramado un complot contra ella, como suelen decir siempre.

Y entonces recordó algo que en el momento de producirse le había pasado inadvertido. En el fondo de su recuerdo, oía la voz de Ethel, diciendo: «Señor juez, deseo verlo a solas. Tengo que decirle algo». Trató de enterrar profundamente este recuerdo, para que su rostro no lo traicionase, pero no lo consiguió.

—Bien, ¿qué fue? —le preguntó Kate.

Joe trató de cubrirse.

—Si, dijo algo —añadió para ganar tiempo—. Estoy tratando de recordarlo.

—¡Date prisa! —le apremió ella con voz incisiva y ansiosa.

—Pues… —comenzó a decir y, de pronto se le ocurrió una idea—. Pues le oí suplicar a los polizontes…, veamos…, sí, dijo que por qué no la dejaban ir hacia el sur, pues tenía parientes en San Luis Obispo. Kate se inclinó con presteza hacia él.

—¿Eso dijo?

—Y ellos contestaron que les parecía bien porque estaba lo suficientemente lejos.

—Eres listo, Joe. ¿Adónde irás primero?

—A Watsonville —respondió. Tengo un amigo en San Luis que puede husmear por mí. Le llamaré por teléfono.

—Joe —le interrumpió ella cortante—. Quiero que esto quede entre nosotros.

—Por quinientos dólares le haré a usted un trabajo estupendo y rápido —le aseguró Joe, que se sentía seguro de sí mismo, a pesar de que ella volvía a mirarlo con ojos inquisitivos.

La siguiente pregunta de Kate lo dejó sin aliento.

—Por cierto, Joe, ¿te dice algo el nombre de Venutta?

Trató de contestar antes de que se le hiciese un nudo en la garganta.

—Nada en absoluto —respondió.

—Vuelve tan pronto como puedas —le recomendó Kate—. Y dile a Helen que venga. Te sustituirá mientras estés fuera.

3

Joe hizo su maleta, se dirigió a la estación y compró un billete para Watsonville. Al llegar a Castroville, que era la primera estación que se encontraba yendo hacia el norte, se apeó y esperó cuatro horas al expreso de Del Monte, que hacía la ruta de San Francisco a Monterrey, cuya población se encuentra al término de un ramal secundario. En Monterrey subió las escaleras del hotel Central, donde se inscribió bajo el nombre de John Vicker. Volvió a salir y fue a comer un filete al Pop Ernst. Compró una botella de whisky y se retiró a su habitación.

Se quitó los zapatos, la chaqueta y el chaleco, así como el cuello y la corbata, y se echó en la cama, colocando junto a ella, sobre la mesilla, la botella de whisky y el vaso. La luz que brillaba sobre su rostro no le molestaba, ya que ni siquiera se percató de su existencia. Se tomó medio vaso de whisky para relajar su mente y luego cruzó sus manos tras la nuca, puso una pierna encima de la otra y empezó a barajar pensamientos, impresiones, recuerdos e instintos.

Lo había hecho muy bien, y estaba seguro de que había conseguido engañarla. Pero ¿cómo diablos sabía ella que se hallaba requerido por la justicia? Se le ocurrió que podía ir a Reno, o acaso a Seattle. Las ciudades marítimas siempre eran buenos refugios. Y luego…, un momento. Había que pensarlo.

Ethel no había robado nada, pero tenía algo. Kate tenía miedo de Ethel. Quinientos dólares eran mucho dinero para ir a buscar a una zorra acabada. Lo que Ethel quería decirle al juez, era, primero, cierto, y segundo, algo que Kate temía. Acaso él podría aprovecharlo. Pero, no; mientras ella sostuviese sobre su cabeza la amenaza de la prisión, era imposible. Joe no tenía la menor intención de terminar de cumplir su condena.

Sin embargo, no le perjudicaba pensar en ello. Supongamos que arriesgaba cuatro años contra…, bien, digamos diez billetes de los grandes. Parecía una buena apuesta, aunque no era necesario tomar una decisión inmediata. Ella lo sabía desde hacía mucho, y, sin embargo, no lo entregó. Lo consideraba un perro fiel.

Puede que Ethel fuera una buena carta para salir del atolladero.

Pero tenía que meditarlo con detenimiento. Tal vez ésta fuera su gran oportunidad; tal vez debería mover ficha y ver qué pasaba. ¡Pero ella era tan lista! Joe se preguntaba si sería capaz de enfrentarse a Kate.

Se incorporó y se llenó el vaso hasta el borde. Apagó la luz y levantó la cortinilla. Y mientras bebía el whisky, contempló la habitación que estaba al otro lado del respiradero, en la que una flaca mujercilla en albornoz lavaba unas medias en una palangana. Y el whisky le susurraba en los oídos: «¡Esta puede ser la gran oportunidad!»… Joe ya había esperado demasiado y, sólo Dios sabía cuánto odiaba a aquella perra de agudos dientecillos. Pero tenía tiempo para decidirse.

Abrió la ventana muy despacio y lanzó la pluma de escribir que tenía sobre la mesa contra la ventana que estaba al otro lado del respiradero de ventilación. Le divirtió la expresión de espanto y aprensión de la dama huesuda, antes de que ésta bajase la cortinilla.

Después del tercer vaso de whisky, la botella estaba vacía. Joe sentía deseos de salir a la calle e ir a dar una vuelta por la ciudad. Pero su sentido de la disciplina se impuso. Tenía como norma no abandonar jamás su habitación después de haber bebido, y la cumplía a rajatabla. En aquel estado, un hombre siempre se mete en líos. Los líos significaban polizontes, y éstos significaban un interrogatorio, cuyo resultado sería un viajecito a través de la bahía, hasta San Quintín, donde a buen seguro esta vez no lo pondrían a trabajar en la carretera por buena conducta. Así es que desechó la idea de ir a dar una vuelta.

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