Al este del Edén (40 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Los ojos de Kate parecían penetrar en los de Faye y llegar hasta su cerebro. La joven dijo con voz queda:

—Hago esfuerzos por contenerme, madre. Jamás hubiera imaginado que hubiese nadie tan bueno en el mundo. Tengo miedo de ponerme a llorar si digo algo con demasiada precipitación o me acerco demasiado a usted.

Era más dramático de lo que Faye había esperado, pero tranquilo y electrizante.

—Es un regalo divertido, ¿eh? —preguntó Faye.

—¿Divertido? No, no tiene nada de divertido —respondió Kate.

—Quiero decir que un testamento es un regalo extraño. Pero es más que eso. Ahora que eres mi hija, ya puedo decírtelo. Yo, es decir,
nosotras,
entre bonos y dinero en efectivo tenemos más de sesenta mil dólares. En mi escritorio guardo los estados de cuentas de lo que hay en las cajas fuertes. Vendí la casa de Sacramento por un precio excelente. ¿Por qué te has quedado tan callada, niña? ¿Hay algo que te preocupa?

—Un testamento hace pensar en la muerte. Es como si hubiésemos desplegado un paño mortuorio.

—Pero todo el mundo debería hacer testamento.

—Ya lo sé, madre. —Kate sonreía con expresión lastimera—. Pero me viene a la mente la imagen de todos sus parientes viniendo aquí airados para impugnar este testamento. No puede usted hacerlo.

—¿Es eso lo que te preocupa? Mi pobre niña. No tengo parientes, y si tuviese alguno, ¿quién lo sabría? No eres la única que guarda secretos. ¿Crees que mi nombre es el que me pusieron al nacer?

Kate miró larga y fijamente a Faye.

—Kate —exclamó—, Kate, esto es una fiesta. ¡No te pongas triste! ¡No te quedes ahí, muda y helada!

Kate se levantó, apartó con delicadeza la mesa y se sentó en el suelo, apoyando su mejilla sobre las rodillas de Faye. Sus delgados dedos siguieron un hilo de oro de la falda, contorneando todo su intrincado dibujo rameado, y Faye le dio unas palmaditas en la mejilla, le acarició el cabello y le tocó sus extrañas orejas. Tímidamente, los dedos de Faye se detuvieron en el borde de la cicatriz. La competición comenzó y el champán empapó el mantel de la mesa; poco a poco la botella se fue quedando vacía.

Faye soltó una risita:

—Podría contarte increíbles historias de mi juventud.

—Yo si que podría contarte historias que nadie querría creer —le aseguró Kate.

—¿Tú? No seas tonta. Tú eres una niña.

Kate rió.

—Tú nunca has visto una niña como yo. ¡Menuda niña!

Lanzó una carcajada aguda y penetrante, que atravesó los vapores del alcohol que embotaban el cerebro de Faye. Entonces miró a Kate.

—Estás muy extraña —observó—. Debe de ser la luz de las lámparas. Pareces diferente.

—Soy diferente.

—Llámame «madre», querida.

—Madre, querida.

—Kate, vamos a ser tan felices las dos.

—Puedes apostar por ello. Y no sabes hasta qué punto; ni te lo imaginas.

—Siempre he deseado visitar Europa. Viajaremos en barco y compraremos bonitos vestidos en París.

—Puede que lo hagamos, pero no ahora.

—¿Por qué no, Kate? Tengo mucho dinero.

—Tendremos mucho más.

—¿Pero por qué no vamos ahora? —le suplicó Faye—. Podríamos vender el burdel. Es un buen negocio y podríamos sacar hasta diez mil dólares.

—No.

—¿Qué significa ese no? Es mi casa. Puedo venderla cuando quiera.

—¿Has olvidado que soy tu hija?

—No me gusta ese tono, Kate. ¿Qué te pasa? ¿Queda todavía algo de champán?

—Sí, queda algo. Míralo a través de la botella. Tómala y bebe de ella. Eso es, madre. Deja que corra por tu garganta, que baje por tu pecho, madre, y que acabe en tu gorda barriga.

—¡Kate, no digas esas cosas! Estábamos tan bien… ¿Por qué quieres estropearlo todo? —gimió Faye.

Kate le arrancó la botella de la mano.

—Dame eso.

La levantó, la apuró de un trago y la arrojó al suelo. Su rostro anguloso intensificaba el brillo de sus ojos. Los labios entreabiertos de su boca delgada mostraban los dientecillos afilados; los colmillos eran los más largos y puntiagudos. Kate rió suavemente.

—Madre, querida madre, voy a enseñarte cómo se lleva una casa de putas. Ya verás cómo trataremos a esos babosos asquerosos que vienen aquí a descargar sus necesidades por un dólar. Les daremos placer, querida madre.

—Kate, estás borracha. No sé de qué me estás hablando —replicó Faye muy seria.

—¿No lo sabes, madre querida? ¿Quieres que Kate te lo diga?

—Quiero que seas encantadora. Quiero que vuelvas a ser como antes.

—Es demasiado tarde. Yo no quería beber alcohol. Pero tú, tú, horrible gusano regordete, tú lo has querido. Soy tu querida y dulce hija, ¿lo has olvidado? Yo sí recuerdo cómo te sorprendiste al ver que empezaba a tener clientes fijos. ¿Crees que voy a dejarlos? ¿De veras crees que me pagan un mísero dólar? No, me dan diez, y la tarifa no ha dejado de subir. Ya
no
pueden
ir con ninguna otra chica… Ninguna
es lo bastante buena para ellos.

Faye sollozaba como una niña.

—Kate —suplicó—, no digas esas cosas. Tú no eres así, no eres así.

—Madre querida, querida madre sebosa, bájale los pantalones a cualquiera de mis clientes fijos. Mira las marcas de mis tacones en sus ingles, son preciosas. Y esos minúsculos cortes que sangran durante tanto tiempo. Oh, madre querida, tengo una cajita con un juego de cuchillas deliciosas. Y cortan tan bien…

Faye intentó levantarse del sillón, pero Kate la empujó para que volviera a sentarse.

—Y así, madre querida, funcionará ahora esta casa. La tarifa será de veinte dólares, y esos cabrones tendrán que bañarse. Recogeremos su sangre en pañuelos de seda blanca, madre querida, la sangre que harán manar nuestros latiguillos llenos de nudos.

Faye, en su sillón, empezó a chillar con voz ronca. Al instante Kate cayó sobre ella, tapándole la boca con la mano.

—No grites. Me gustas más calladita. Babea todo lo que quieras la mano de tu hijita, pero no se te ocurra gritar.

A modo de tanteo, Kate retiró la mano y se la limpió en la falda de Faye.

—Quiero que te vayas de esta casa —murmuró Faye—. Vete. Mi casa es limpia y decente. ¡Fuera de aquí!

—No puedo irme, madre. No puedo dejarte sola, pobrecilla —la voz de Kate se heló—: Estoy harta de ti. Harta —cogió uno de los vasos de la mesa, se dirigió al tocador y lo llenó de sedantes hasta la mitad.

—Ten, madre, bébetelo, te sentará bien.

—No quiero beberlo.

—Sé buena, bébetelo —ordenó Kate, forzando a Faye a beber el líquido—. Un poco más, sólo un trago.

Durante un rato, Faye farfulló con voz pastosa, hasta que se relajó y se quedó dormida en su sillón roncando profundamente.

3

El temor comenzó a apoderarse de Kate, y tras el temor llegó el pánico. Se acordó de la otra vez, y sintió náuseas. Se retorció las manos, notando cómo aumentaba su pánico. Encendió una vela de una lámpara y se dirigió tambaleándose por el oscuro vestíbulo hacia la cocina. Vertió mostaza seca en un vaso, lo llenó de agua hasta disolverla en parte y apuró el brebaje. Tuvo que apoyarse en el fregadero mientras sentía en su garganta el paso de la ardiente bebida. Se curvó y se distendió y vomitó una y otra vez. Pasados unos instantes, su corazón latía con rapidez y se sentía muy débil, pero los vapores del alcohol se habían disipado y tenía la cabeza despejada.

Repasó mentalmente lo sucedido aquella noche, recordando escena por escena como un perro de caza que olfatea un rastro. Se lavó la cara, limpió el fregadero y volvió a dejar la mostaza en la alacena. Luego, volvió a la habitación de Faye.

Estaba amaneciendo y el alba iluminaba por detrás el pico Fremont haciéndolo recortarse en negro sobre el cielo. Faye estaba roncando en el sillón. Kate la miró durante algunos momentos y luego su atención se dirigió al lecho de Faye. Kate levantó y arrastró con dificultad a la mujer dormida, que pesaba enormemente. Una vez sobre la cama, Kate la desnudó, le lavó la cara y guardó sus vestidos.

Se estaba haciendo de día rápidamente. Kate se sentó junto a la cama y observó el rostro relajado, la boca abierta, los labios que se movían al compás de la respiración.

Faye se movió con desasosiego y sus labios resecos musitaron unas confusas palabras; tras lanzar un suspiro, volvió a roncar.

Los ojos de Kate adquirieron una expresión vigilante. Abrió el cajón superior del tocador y examinó los frascos que constituían el botiquín de la casa. Tomó la botella de amoniaco, empapó con él un pañuelo y separándose todo lo posible, sostuvo la tela sobre la nariz y la boca de Faye.

Los vapores sofocantes y repulsivos del amoniaco penetraron y produjeron su efecto, y Faye se desasió, roncando y debatiéndose, de la negra telaraña que la aprisionaba. Sus ojos, muy abiertos; expresaban un terror absoluto.

—Todo va bien, madre, todo va bien —la tranquilizó Kate—. Ha tenido usted una pesadilla. Ha sido un mal sueño.

—Sí, un sueño. —Pero entonces el sopor la venció otra vez, cayó nuevamente de espaldas y volvió a roncar, aunque el efecto del amoniaco la había despabilado mucho y ahora se encontraba más agitada. Kate volvió a dejar el frasco en el cajón. Arregló la mesa, limpió la mancha del champán vertido y llevó las copas a la cocina.

Kate se movía en silencio. Bebió dos vasos de agua y, tras llenarlo de nuevo, lo llevó a la habitación de Faye, cuya puerta cerró. Levantó el párpado derecho de Faye, y el ojo la miró ausente y vidrioso, pero no estaba en blanco. Kate actuó lenta y meticulosamente. Recogió el pañuelo y lo olió. Parte del amoniaco se había evaporado, pero su olor era todavía fuerte. Aplicó el pañuelo sobre el rostro de Faye, y cuando ésta se agitó y se revolvió, y estuvo a punto de despertarse, Kate le quitó el pañuelo y dejó que se sumiese de nuevo en la inconsciencia. Repitió la operación tres veces. Apartó el pañuelo y tomó el ganchillo de marfil que estaba encima del mármol del tocador. Bajó la colcha, y apretó la punta roma del ganchillo contra los fláccidos senos de Faye, con una presión firme y continuada, hasta que la durmiente gimió y se retorció. Luego Kate exploró los lugares sensibles del cuerpo con el ganchillo: el sobaco, la ingle, la oreja, el clítoris, y siempre interrumpía la presión cuando Faye parecía que iba a despertarse.

Faye ya estaba casi despierta. Gemía, resoplaba y se sacudía. Kate le dio golpecitos en la frente y pasó suavemente los dedos por la parte interior de su brazo, al tiempo que le hablaba con voz queda.

—Querida, querida. Ha tenido un sueño muy malo. Salga de ese mal sueño, madre.

La respiración de Faye se hizo más regular. Lanzó un gran suspiro y, volviéndose de lado, se acomodó dejando oír pequeños gruñidos de satisfacción.

Kate se incorporó, pues sentía vértigo. Hizo un esfuerzo por dominarse, se dirigió luego a la puerta y escuchó, saliendo de la estancia en dirección a su habitación. Se desnudó rápidamente, se puso su camisón, encima un batín, y se calzó unas zapatillas. Se cepilló el cabello, se lo recogió y se tocó con un gorro, echándose después agua de Florida en la cara. Luego, regresó silenciosamente a la habitación de Faye.

Faye seguía durmiendo apaciblemente reclinada sobre un costado. Kate dejó abierta la puerta que daba al vestíbulo. Se acercó al lecho con un vaso de agua en la mano y vertió agua fría en el oído de Faye.

Faye lanzó varios chillidos. El rostro espantado de Ethel se asomó a la puerta de su habitación a tiempo de ver a Kate en batín y zapatillas disponiéndose a entrar en su estancia.

El cocinero estaba detrás de Kate y extendió el brazo para detenerla.

—No entre, señorita Kate. Vaya a saber lo que pasa ahí dentro.

—¡Bah, tonterías! Faye no se encuentra bien —Kate se desasió y corrió hacia el lecho.

Los ojos de Faye tenían una expresión espantada, y no dejaba de llorar y gemir.

—¿Qué es eso? ¿Qué es eso, querida?

El cocinero estaba en mitad de la estancia, y tres muchachas medio dormidas asomaban sus atemorizadas cabezas por la puerta.

—Dime, ¿qué pasa? —gritó Kate.

—¡Oh, querida, qué sueños he tenido, qué sueños! ¡No puedo soportarlos!

Kate se volvió hacia la puerta.

—Ha tenido una pesadilla, pronto estará bien. Volved a la cama. Yo me quedaré un rato con ella. Alex, trae una taza de té.

Kate era incansable y las otras muchachas se dieron cuenta de ello. Puso toallas frescas sobre la dolorida cabeza de Faye, y la sostuvo ayudándola a beber la taza de té. La acarició y la mimó, pero la mirada de horror no desaparecía de los ojos de Faye. A las diez, Alex trajo un jarro de cerveza, y sin pronunciar palabra
lo
dejó sobre el tocador.

Kate llenó un vaso y lo acercó a los labios de Faye.

—Le hará bien, querida. Bébalo.

—No quiero volver a beber más.

—¡Tonterías! Tómelo como si fuese una medicina. Así me gusta. Ahora échese y trate de dormir.

—Tengo miedo de dormir.

—¿Tan malos sueños ha tenido?

—¡Horribles, horribles!

—Cuéntemelos, madre. Eso le ayudará.

Faye se reclinó sobre la cama.

—No pienso contárselos a nadie. ¡Cómo puedo haber soñado esas cosas! No eran como los sueños que tengo habitualmente.

—¡Pobre madre! Te quiero mucho —dijo Kate—. Duerme ahora. Yo ahuyentaré los malos sueños.

Faye se fue quedando dormida poco a poco. Kate se sentó junto al lecho, estudiando a la durmiente.

Capítulo 21
1

En los asuntos humanos que comportan peligro y tacto, un final feliz puede verse seriamente comprometido por la prisa. Muy a menudo los hombres tropiezan y caen a causa de una excesiva precipitación. Para realizar como es debido cualquier acción difícil y sutil, es preciso considerar ante todo la finalidad a la cual se tiende; una vez aceptada dicha finalidad como deseable, entonces es preciso olvidarla por completo y concentrarse única y exclusivamente en los medios que conducen a ella. Gracias a este método, ni la prisa ni el temor ni la ansiedad desencadenarán pasos en falso. Pero muy pocas personas son capaces de comprenderlo.

Si Kate era tan hábil era porque o bien había aprendido a serlo o bien había nacido con ese conocimiento. Kate jamás tenía prisa. Si a su paso surgía una barrera, esperaba a que desapareciese antes de proseguir adelante. Podía relajarse por completo entre una acción y otra. También era maestra en una técnica que es la base de toda lucha eficaz, y que consiste en dejar que el adversario haga los mayores esfuerzos que lo conducirían fatalmente hacia su propia derrota, o en encauzarle para que su propia fuerza vaya contra su debilidad.

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