Liza se frotó la nariz con el dedo.
—¿Es muy caro? —preguntó con ansiedad.
—¿Caro? Es Ollie quien ha comprado el abono. Nos lo regala.
—No podemos ir —objetó Liza—. ¿Quién gobernaría el rancho?
—Pues Tom; además, aquí no hay nada que hacer en invierno.
—Se sentirá muy solo.
—Tal vez George quiera venir a pasar una temporada aquí, y cazar codornices. Mira lo que acompaña la carta, Liza.
—¿Qué es eso?
—Dos billetes de tren para Salinas. Ollie dice que no quiere dejarnos la menor posibilidad de escape.
—Lo mejor que puedes hacer es volverlos a meter en el sobre y enviarle su importe.
—No, puedo. Mira, Liza…, madre, no llores. Toma, aquí hay un pañuelo.
—Es un trapo para secar los platos —le aclaró Liza.
—Siéntate aquí, madre. Creo que lo que te afecta es la impresión que sientes ante la idea de permitirte un descanso. ¡Toma! Ya sé que es un trapo de cocina. Dicen que Billy Sunday arrastra al diablo por todo el escenario.
—Eso es una blasfemia —protestó Liza.
—Pero a mí me gustada verlo. ¿A ti no? ¿Qué respondes? ¿Qué dices? Levanta la cabeza, que no te he oído. ¿Qué has dicho?
—He dicho que sí —contestó Liza.
Tom estaba dibujando cuando se le acercó Samuel. Miró a su padre con disimulo, tratando de descubrir el efecto que le había causado la carta de Olive.
—¿Qué es eso? —preguntó Samuel contemplando el dibujo.
—Estoy intentando diseñar un aparato para abrir las puertas, y evitar así tener que bajarse del coche cada vez. Esta es la barra que descorre el cerrojo.
—Pero ¿cómo podrás abrirlo?
—Pienso utilizar un potente muelle.
Samuel estudió el dibujo.
—Y luego, ¿cómo lo cerrarás?
—Con esta barra. Se deslizará hasta el muelle, gracias a la tensión opuesta.
—Ya veo —dijo Samuel—. Podría funcionar, si la puerta estuviese bien aplomada. Y requeriría el doble de tiempo para hacerlo y para utilizarlo que veinte años de bajar del coche para abrir la puerta.
—Puede ser útil cuando se desboca un caballo —protestó Tom.
—Lo sé —admitió su padre—. Sólo estaba bromeando.
—Me ha pillado —dijo Tom sonriendo.
—Tom, ¿crees que podrías ocuparte del rancho tú solo, en el caso de que tu madre y yo hiciésemos un viajecito?
—Naturalmente —respondió Tom—. ¿Adónde piensan ir?
—Ollie quiere que pasemos una temporada con ella en Salinas.
—Me parece muy bien —aprobó Tom—. ¿Está madre de acuerdo?
—Lo está, siempre que no se trate de gastar.
—Magnífico —aplaudió Tom—. ¿Cuánto tiempo piensan estar allí? Los ojos brillantes y sardónicos de Samuel escrutaron el rostro de su hijo, hasta que Tom le preguntó:
—¿Qué ocurre, padre?
—Me ha parecido oír algo en tu tono, hijo, algo tan leve que apenas si he podido advertirlo. Tom, hijo mío, si os traéis algo entre manos tus hermanos y tú, te advierto no me importa, y me parece bien.
—No sé a qué se refiere —contestó Tom.
—Da gracias a Dios de que nunca se te haya ocurrido convertirte en actor, Tom, porque lo hubieras hecho muy mal. Todo esto lo tramasteis el día de Acción de Gracias, supongo, cuando os encontrabais todos reunidos. Ha sido muy sutil. Veo la mano de Will en ello. No me lo digas si no quieres.
—Yo me opuse a ello —admitió Tom.
—Me extraña en ti —replicó su padre—. Tú serías capaz de decir la verdad por encima de todo, y principalmente tratándose de mí. No les digas que yo lo sé —se volvió y puso la mano sobre el hombro de Tom—. Gracias por honrarme con la verdad, hijo mío. Ello no demuestra astucia, pero los resultados son más permanentes.
—Me alegro de que vayan.
Samuel permanecía de pie a la puerta de la herrería, contemplando sus tierras.
—Dicen que una madre quiere más a un hijo feo —comentó y movió enérgicamente la cabeza—. Tom, voy a corresponder a tu noble franqueza con la misma moneda. Te ruego que guardes lo que voy a decirte en lo más recóndito de tu alma, sin contarlo a ninguno de tus hermanos o hermanas: Tom, sé por qué me voy y también sé a lo que voy, pero estoy contento.
Muchas veces me he preguntado por qué algunas personas se sienten menos afectadas y trastornadas por las verdades de la vida y de la muerte que otras. La muerte de Una hizo hundirse la tierra bajo los pies de Samuel, derribando sus baluartes y dando paso a la vejez. Por otra parte, Liza, que a buen seguro amaba a su familia tanto como su marido, no se sintió alcanzada ni destruida por aquel golpe, sino que su vida continuó de la misma manera. Claro que sintió pena, pero supo sobreponerse a ella.
Creo que Liza aceptaba el mundo, de la misma manera que aceptaba la Biblia, con todas sus paradojas y reveses. No le agradaba la muerte, pero se daba cuenta de que existía, y cuando llegó no se sintió sorprendida.
Samuel podía haber pensado, bromeado y filosofado a propósito de la muerte, pero en realidad no creía en ella. En su mundo no había cabida para la muerte. El y todo lo que le rodeaba eran inmortales. Cuando apareció la muerte verdadera, la consideró un ultraje, una negación de la inmortalidad que sentía tan profundamente, y aquella sola resquebrajadura en su muralla hizo derrumbarse todo el edificio. Creo que siempre había pensado que podría librarse de la muerte, a la que consideraba como un adversario personal, susceptible de ser vencido a porrazo limpio.
Para Liza, la muerte era simplemente la muerte, lo prometido y esperado. Ella seguía como siempre, y su dolor no le impedía poner en el fuego el cazo de habichuelas, o cocer seis pasteles y calcular con exactitud cuánta comida se necesitaría para el banquete del funeral. Y a despecho también de su pena, era capaz de darse cuenta de que la camisa blanca de Samuel estaba muy limpia, y de que el traje negro de su marido estaba recién cepillado y sin lamparones, y los zapatos lustrados. Puede que dos caracteres tan diferentes sean los mejores para formar un buen matrimonio, cuya armonía nace de las fuerzas contrapuestas y desiguales.
Una vez que Samuel aceptó la muerte, probablemente hubiera vivido más que Liza si el proceso que le llevó a esa aceptación no le hubiera destrozado. Liza lo observó con atención después de que tomaran la decisión de ir a Salinas. No estaba muy segura de lo que él se proponía, pero, como toda madre buena y avisada, sabía que su marido se traía algo entre manos. Era una mujer completamente realista. Si todo lo demás seguía igual, se alegraba de ir a ver a sus hijas. Sentía curiosidad por verlas, a ellas y a los nietos. No tenía preferencia por ningún lugar. Estos no eran más que sitios de paso y de descanso en el camino hacia el cielo. No amaba el trabajo en si, pero lo hacía porque había que hacerlo. Pero lo cierto es que se sentía cansada. Cada vez le era más difícil luchar contra los dolores y el envaramiento que pugnaban por retenerla en cama por la mañana, cosa que muy pocas veces conseguían.
Y ella levantaba sus ojos al cielo, que era el lugar donde los vestidos no se ensuciaban, donde no había necesidad de cocinar ni de lavar los platos. En su fuero interno, había algunas cosas en el cielo que ella no aprobaba por completo. Por ejemplo, en él se cantaba demasiado, y no comprendía cómo, aun siendo un Elegido, se podía soportar por mucho tiempo el ocio celestial prometido. Ella encontraría algún quehacer en el cielo; tenía que haber algo en lo que ocupar el tiempo: algunas nubes que remendar, algunas alas cansadas que hubiese que frotar con linimento, acaso los cuellos de las vestiduras tendrían que volverse de vez en cuando…; y cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que en algún rincón del cielo debía de haber telarañas que había que limpiar con una escoba cubierta en su extremo por un trapo.
Se sentía contenta y asustada ante el viaje a Salinas. Le gustaba tanto aquella idea, que forzosamente tenía que ser pecaminosa. ¿Y el Chautauqua ese? Bueno, no tenía obligación de ir y casi seguro que no lo haría. Samuel se desbocaría, tendría que vigilarlo. Ella seguía creyendo que su marido era joven e indefenso. Era mejor que no supiese lo que sucedía en la mente de su marido, y cómo repercutía en su cuerpo.
Los lugares eran muy importantes para Samuel. Consideraba el rancho como a un pariente y cuando lo abandonó, le pareció que hundía un cuchillo en el cuerpo de un ser querido. Pero, una vez tomada la decisión, quiso hacerlo lo mejor posible. Fue a hacer visitas de cumplido a todos sus vecinos, que llevaban muchos años allí y que recordaban muy bien cómo era aquello y cómo estaba ahora. Y cuando se despidió, sus viejos amigos supieron que no volverían a verlo a pesar de que él no lo dijo. Samuel se puso a contemplar las montañas y los árboles, e incluso los rostros de los seres humanos, como si tratase de recordarlos para la eternidad.
Dejó para el final la visita a la propiedad de Trask. Hacía meses que no aparecía por allí. Adam ya no era un joven. Los niños tenían once años, y Lee…, bueno, Lee no había cambiado mucho. Acompañó a Samuel al cobertizo.
—Hace mucho tiempo que deseaba hablar con usted —le dijo Lee—. Pero aquí siempre hay mucho que hacer. Y tengo que ir a San Francisco, por lo menos, una vez al mes.
—Usted ya sabe lo que pasa —respondió Samuel—. Cuando sabes que un amigo está cerca, no vas a verlo. Y cuando se va, te tiras de los pelos por no haberlo hecho.
—Me enteré de lo de su hija. Lo siento.
—Ya recibí su carta, Lee, y la guardo. Le agradezco sus buenas palabras.
—Cosas de chinos —explicó Lee—. Cuanto más viejo me hago, más chino me vuelvo.
—Le encuentro cambiado, Lee. ¿Qué es?
—La coleta, señor Hamilton. Me la corté.
—Eso era, claro.
—Todos lo hemos hecho. ¿No se ha enterado? La Emperatriz Viuda se ha ido. China es libre. Los manchúes ya no son los amos absolutos, y ya no estamos obligados a llevar coleta, según una proclama del nuevo Gobierno. No queda una sola coleta en toda China.
—¡Y hay alguna diferencia, Lee?
—No mucha. Es más cómodo. Pero siento la cabeza más ligera, y eso me pone nervioso. Es difícil acostumbrarse.
—¿Cómo está Adam?
—Está bien. Pero no ha cambiado mucho. Me hubiera gustado saber cómo era antes.
—Sí, a mí también. Fue una primavera muy corta. Los niños ya deben de estar crecidos.
—Lo están. Me alegro de haberme quedado. He aprendido mucho viendo crecer a los niños y cuidándolos.
—¿Les enseñó chino?
—No. El señor Trask no quiso que lo hiciera, y creo que tuvo razón. Hubiera sido una complicación innecesaria. Pero soy su amigo, sí, el amigo de ambos. Admiran a su padre, pero creo que a quien quieren es a mí. Y los dos son muy diferentes: no puede usted imaginarse cuánto.
—En qué sentido, Lee?
—Ya lo verá usted cuando vuelvan de la escuela. Son como las dos caras de una moneda. Cal es agudo, retraído y observador, mientras que su hermano, bueno, es un muchacho que te gusta antes de que hable, y todavía más cuando lo hace.
—¿Es que no le gusta Cal?
—Siempre tengo que defenderlo. Lucha por su existencia, mientras que su hermano no tiene necesidad de hacerlo.
—Con mi progenie ha ocurrido lo mismo —corroboró Samuel—. Es algo que me cuesta comprender. Con la misma educación y corriendo por sus venas la misma sangre, tendrían que ser iguales, pero no lo son en absoluto.
Más tarde, Samuel y Adam bajaron paseando por la carretera sombreada por los robles, hasta la entrada de la cañada, desde donde podían contemplar el valle Salinas.
—¡Se quedará a cenar? —preguntó Adam.
—Yo no quiero ser responsable del asesinato de más pollos —respondió Samuel.
—Lee ha preparado un asado.
—Bien, en ese caso…
Adam todavía tenía un hombro más bajo que otro, a consecuencia de la vieja herida. Su rostro era duro e impenetrable, y sus ojos se fijaban más en el aspecto general de las cosas que en los detalles. Los dos hombres se detuvieron en mitad de la carretera para mirar al valle, que las lluvias tempranas habían llenado de verdor.
—¡No le da vergüenza tener tan descuidadas estas tierras? —preguntó Samuel con ternura.
—No tengo ninguna razón para cultivarlas —contestó Adam—. Ya hablamos de eso en una ocasión. Usted creyó que yo cambiaría, pero no ha sido así.
—¡Se enorgullece usted de su herida? —preguntó Samuel—. ¿Cree que le hace parecer grande y trágico?
—No lo sé.
—Pues piense en ello. Tal vez esté representando un papel en un gran escenario, sin otro público que usted mismo.
—¿Por qué viene a sermonearme? Me alegra que haya venido, pero ¿por qué se pone a escudriñar en mi interior? —la voz de Adam denotaba una ligera irritación.
—Para ver si puedo despertarle algo de ira. Soy un entrometido. Aquí está toda esta tierra baldía, y junto a mí este hombre estéril. Me parece un desperdicio y yo no soporto que se desperdicien las cosas. ¿Le parece bien malgastar su vida de esta forma?
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Puede tratar de empezar de nuevo.
Adam se volvió hacia Samuel.
—Me da miedo, Samuel —admitió. Tendré que limitarme a seguir como hasta ahora. Acaso me falten la energía o el valor necesarios. —¡Y qué hay de sus hijos? ¿Los quiere?
—Si…, sí.
—¿Quiere a uno más que a otro?
—¿Por qué me lo pregunta?
—No lo sé. Quizá por el tono de su voz.
—Volvamos a casa —propuso Adam, y desanduvieron su camino bajo los árboles.
—¿Le han dicho algo de que Cathy está en Salinas? —preguntó Adam de pronto—. ¿No le ha llegado a los oídos ese rumor?
—¿A usted sí?
—Sí, pero no quiero creerlo. Me es imposible creerlo.
Samuel caminaba en silencio por una carretera arenosa y llena de roderas. Su mente vagaba perezosamente, dando vueltas a lo que había dicho Adam, y una vieja idea, que ya creía enterrada, regresó a su mente.
—No debería usted haberla dejado marchar —le dijo.
—Supongo que no. Pero permití que disparase. Ya no tiene remedio.
—No seré yo quien le diga cómo tiene que vivir —continuó Samuel, aunque a usted le pueda parecer que lo estoy haciendo. Sé que sería mejor para usted salir del refugio de sus «pudiera haber sido», para lanzarse en brazos del mundo. Y mientras le digo esto, también estoy tamizando mis recuerdos, del mismo modo que un hombre hace caer la suciedad que hay en el fondo de un carretón en busca de los pedacitos de polvo de oro que se incrustan en las hendiduras. Es un pequeño trabajo de minería. Todavía es usted demasiado joven para cribar sus recuerdos, Adam. Tiene que adquirir algunos nuevos, para que el filón sea más rico cuando llegue a viejo.