Al Filo de las Sombras (22 page)

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Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
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—Bueno, no viene en negro —dijo Kylar a la ligera, volviendo a absorber el ka’kari con la mano—. Por si eso rebaja un poco el precio.

—Mi señor, no lo entendéis. Aunque pudiera daros lo que vale, aunque de algún modo lograra ponerle un precio, jamás podría... Vale más de lo que ganaré en toda mi vida. Aunque pudiera comprarla, nunca la vendería: es demasiado valiosa. Quizá uno o dos coleccionistas en el mundo tienen el dinero y el ojo para comprar una espada así. Aun entonces, mi señor, esta no es una espada hecha para exhibirse. Su sitio es la mano de un héroe. Su sitio es vuestra mano. Mirad, una empuñadura que no se soltará de vuestra mano aunque esté ensangrentada o mojada. La humedad resbala de inmediato. No solo es brillante, es práctica. No es una pieza de museo. Es arte. Es arte para matar. Como vos. —Levantó las manos y se hundió en su silla, como si la mera visión de Sentencia lo agotara—. Aunque mi abuelo dijo que la inscripción estaba en hirílico... oh cielos.

La PIEDAD de la hoja se metamorfoseó ante su mirada en un idioma que Kylar no sabía leer. No daba crédito a sus ojos. Nunca antes había hecho eso.

Una serpiente se le retorcía en el estómago y le estrangulaba las tripas, la serpiente de perder algo cuyo valor no podía ni siquiera calcular. Era la misma sensación que experimentaba al pensar en su maestro muerto, un hombre cuya valía apenas había conocido.

—Pese a todo —dijo, con un nudo en la garganta—, debo venderla.

Si se la quedaba, volvería a matar. No le cabía ninguna duda. En su mano, el arma era la justicia implacable. Tenía que venderla, si quería ser fiel a la promesa que había hecho a Elene. Mientras se aferrase a la espada, se aferraría a su vida anterior.

—Mi señor, ¿necesitáis dinero? Os daré lo que queráis.

La parte pequeña y mezquina de Kylar se lo planteó. Sin duda aquel hombre podía desprenderse de dinero más que suficiente para lo que Kylar necesitaba.

—No, yo... necesito venderla. Es... Tiene que ver con una mujer.

—¿Vendéis un artefacto que vale un reino para poder estar con una mujer? ¡Sois inmortal! ¡Hasta el matrimonio más largo terminará en una minúscula fracción de vuestra vida!

Kylar esbozó una mueca.

—Exacto.

—No solo estáis vendiendo esta espada, ¿verdad? Estáis renunciando. Estáis renunciando al camino de la espada.

Con la vista puesta en la mesa, Kylar asintió.

—Debe de ser toda una mujer.

—Lo es —dijo Kylar—. ¿Qué podéis darme por ella?

—Depende de lo pronto que lo necesitéis.

Kylar no sabía si podría aguantar sin acobardarse. Sabía que estaba a punto de decir algo que probablemente le costaría una fortuna, pero más le costaría perder a Elene. Nunca le había importado hacerse rico, de todas formas.

—Basta lo que podáis darme antes de que me vaya.

—¿Antes de que os vayáis de la ciudad?

—Antes de que me vaya del taller. —Kylar tragó saliva, pero el maldito nudo no desaparecía.

El gran maestro abrió la boca para protestar, pero vio que Kylar estaba decidido.

—Treinta y una mil reinas —dijo—. Puede que unos cientos más, según lo que hayamos vendido hoy. Seis mil en oro, el resto en pagarés que os canjearán la mayoría de los cambistas aunque, por esa suma, tendréis que visitar a la mitad de los que trabajan en la ciudad. Tendréis que ir directamente al Gigante Azul si queréis cambiarlo todo.

Kylar se quedó boquiabierto al oír la suma. Sería suficiente para comprar una casa, saldar cuentas con la tía Mia, abrir una tienda con un inventario enorme, comprarle un guardarropa entero a Elene y aun así ahorrar una parte, además de adquirir un par de los mejores anillos nupciales que pudieran pagarse con dinero. ¿Y el tipo protestaba diciendo que no era bastante ni por asomo?

—Un buen precio por tu herencia, ¿eh?

El pensamiento casi lo dejó sin aliento. Se puso en pie de golpe.

—Hecho —dijo. Caminó hasta la puerta y cogió el picaporte.

—Esto... mi señor —lo detuvo el gran maestro Haylin, que se señaló la cara.

—Ah.

Kylar se concentró; sus facciones engordaron y su pelo volvió a enrojecer.

Al cabo de cinco minutos, un Sonrisas todavía atónito había ayudado a cargar un cofre lleno de soberanos, cada uno de los cuales valía veinte reinas, y había visto cómo su padre colocaba encima un grueso fajo de pagarés. El total era de treinta y una mil cuatrocientas reinas. El cofre no era grande, pero pesaba tanto como dos hombres corpulentos. El gran maestro había mandado buscar un caballo, pero Kylar pidió que en vez de eso añadieran dos correas de cuero al cofre. Aprendices y oficiales dejaron lo que hacían para mirar, pero a Kylar no le importaba. Con una sonrisa, Haylin las fijó en persona.

—Mi señor —dijo, mientras acababa con las correas—. Si alguna vez queréis recuperarla, aquí estará.

—Tal vez. En el tiempo de vuestros nietos.

El gran maestro Haylin sonrió de oreja a oreja.

Kylar sabía que no tendría que haberlo dicho tan alto. No debería haber rechazado el caballo. No le importaba. En cierta manera, le llenaba de alegría hablar con un hombre que sabía en parte lo que era y no sentía miedo ni asco, aunque lo tomara por su maestro. También era cierto que, en cualquier caso, Kylar probablemente se parecía más a Gaelan Fuego de Estrella de lo que Durzo Blint se había parecido. Lo aliviaba tanto sentirse conocido y aceptado que no le importaba estar siendo imprudente.

Con un empujón de su Talento, se cargó el cofre a la espalda. Un murmullo de exclamaciones recorrió la herrería. La verdad era que casi resultaba demasiado pesado hasta con el Talento. Kylar se despidió del gran maestro Haylin con un gesto de la cabeza y salió.

—¿Quién demonios era ese? —oyó que preguntaba Sonrisas.

—Algún día, cuando estés preparado, quizá te lo cuente —dijo el gran maestro.

Capítulo 22

—Hola —dijo Kylar a Capricia cuando volvió a la anillería.

—Hola —correspondió ella, sorprendida. Estaba sola, cerrando la tienda.

—El borde ha vuelto —dijo Kylar con una mueca—. Siento lo de... antes.

—¿Qué? —preguntó ella—. No, no pasa nada. Entiendo que todo parece raro si no eres de aquí. A los hombres nunca les hace gracia, aunque las mujeres también tienen que perforarse las orejas y nunca se quejan. —Se encogió de hombros.

—Ya, bueno... —Kylar se dio cuenta de que no tenía nada que decir. ¿Qué tenían las joyas que le hacían sentirse un inútil?—. Ya —concluyó, penosamente.

—Para serte sincera —prosiguió Capricia—, la mayoría de los hombres apenas notan el dolor. O sea, las mujeres se aseguran de tenerlos distraídos. En teoría, el matrimonio solo se consuma después de la perforación pero, las más de las veces, es teoría pura.

Kylar tosió. Había estado pensando en ello.

—Hum, ¿recuerdas los que ha señalado ella? —preguntó.

—Claro —respondió Capricia. Se rió—. Me temo que son de los que de verdad preservan los conjuros. —Sus ojos centellearon y se ruborizó.

—Tengo la desgracia de tener una esposa con un gusto excelente.

—Deja en buen lugar sus otras elecciones —dijo Capricia, dedicándole su sonrisa radiante.

Fuese cual fuera el desenlace con el shinga, Kylar se alegraba de haberla salvado. La chica sacó el cajón y lo dejó delante de él. Al depositarlo, arrugó la frente y cogió un par de anillos del cajón.

—Un segundo —dijo, y se arrodilló detrás del mostrador para guardarlos; después se levantó otra vez—. Creo que era uno de estos —prosiguió, señalando varios pendientes que ocupaban la hilera más alta, la de hebras de oro y mistarillë entrelazadas.

—¿Cuánto cuestan estos? —preguntó Kylar.

—Dos mil cuatrocientos, dos mil ochocientos y treinta y dos mil.

Kylar silbó sin poder contenerse.

—Tenemos estilos parecidos en oro blanco y amarillo que salen más económicos —dijo Capricia—. El mistarillë dispara mucho el precio.

La espada de Jorsin Alkestes había sido de mistarillë con un núcleo de oro endurecido, según Durzo. Hacía falta una forja especial para trabajar el mistarillë, porque no se fundía hasta someterlo al triple de calor que el acero. Una vez que alcanzaba su temperatura de trabajo, la conservaba durante horas, a diferencia de otros metales que había que recalentar una y otra vez. Los herreros consideraban un puro placer y un puro terror utilizarlo porque, después de ese primer calentamiento y las primeras horas de las que disponían para trabajar, no volvería a fundirse. Solo tenían una oportunidad de hacerlo bien. Solo un herrero con un Talento sustancial podía intentar cualquier trabajo a gran escala con mistarillë.

—¿Hay alguien que lleve anillos de mistarillë puro? —preguntó mientras ojeaba los pendientes. Juraría que los ojos de Elene se habían iluminado al ver uno de aquellos pares. ¿Cuál era?

Capricia meneó la cabeza.

—«Aunque pudieras permitírtelo, no te convendría», como dice el maestro Bourary. Según él, varios de los conjuros más sencillos en realidad agarran mejor en oro. Hasta los anillos más antiguos combinan los dos metales. Él tiene un par que hizo su tatara-tatara-tataranosecuantos abuelo y que parece de mistarillë puro, pero en realidad contiene un núcleo de oro amarillo y diamantes. Son increíbles. Perforó el mistarillë con unos agujeritos minúsculos de forma que, con buena luz, puede verse destellar a través de ellos el oro y los diamantes.

Kylar casi empezaba a creerse la palabrería sobre los conjuros. O bien el maestro Bourary no era un charlatán, o bien se había tomado muchas molestias documentándose con entendidos para aprender a hablar sobre magia.

No dejaba de antojarse una locura estar mirando unos pendientes que costaban dos o tres mil oros. Debería haberle preguntado al gran maestro Haylin por los anillos esa tarde. El herrero le habría dicho si eran legítimos. Sin embargo, Kylar estaba animado. Ya había vendido su herencia. Estaba comprometido. Ahora era solo cuestión de encontrar el anillo perfecto para complacer a la mujer que amaba, la mujer que lo estaba salvando de convertirse en la ruina amargada que había acabado siendo Durzo Blint.

La verdad era que la magia de los anillos no importaba. Lo que importaba era hacerle saber a Elene lo que valía para él.

—Había otro juego, juraría que estaba en esta caja —le dijo a Capricia—. ¿Cuáles eran esos que has sacado?

—Eran un juego de muestra... bueno, en realidad no. La reina se enfadó con un mercader de gemas que no quiso venderle unas joyas hace una década porque eran de muestra, y prohibió que se expusieran artículos que no estaban a la venta. De modo que técnicamente no es un juego de muestra, pero en realidad no está a la venta. Tenemos otros cajones...

—Tú enséñame los que te digo —insistió Kylar, que sintió un repentino escepticismo. ¿Se trataba de un ardid comercial? Lo había visto antes; una chica mona le dice a un tipo: «Mira, esto está muy bien» mientras aparta algo ridículamente caro y saca algo barato, y el hombre al instante dice: «¿Qué pasa con eso?», para demostrar su virilidad.

Sin embargo, Capricia no le parecía ese tipo de dependienta. Parecía sincera. Sacó los anillos y se los puso delante. Con solo verlos Kylar se imaginaba menguar el tamaño del inventario de su tienda.

—Esos son —dijo.

El diseño era seductoramente sencillo y elegante, una media vuelta de metal plateado que de algún modo arrojaba destellos dorados a la luz, como comprobó al levantar el mayor de los dos.

Capricia ahogó una exclamación y levantó una mano como si Kylar fuese a romperlo. Él miró hacia uno de los espejos de la tienda y sostuvo el pendiente junto a su lóbulo izquierdo. Quedaba un poco afeminado, pero eso era algo que, en apariencia, no preocupaba a ninguno de los millares de hombres que había visto por la ciudad.

—Hum —dijo. Movió el pendiente más hacia arriba en la oreja. Así quedaba algo más masculino—. ¿Cuál es el punto más doloroso en el que una mujer puede perforar a un hombre?

—Más o menos... —Capricia se inclinó hacia delante y señaló, pero su mano no quedaba a la vista de Kylar en el espejo. Se movió y el dedo de ella le tocó la oreja—. ¡Ay! —exclamó Capricia—. Lo siento. No pretendía tocar...

—¿Qué? —preguntó Kylar. Entonces se acordó—. Ah, no, es culpa mía. De verdad, allá de donde vengo las orejas no tienen nada de especial. ¿Has dicho aquí mismo? ¿Para que pase por la parte de arriba?

Miró el espejo. Sí, definitivamente más masculino, y dolería una barbaridad. Por algún motivo, eso le hacía sentirse mejor.

Cogió el anillo más pequeño y, con cuidado de no tocarla, lo sostuvo junto a la oreja de Capricia. Era precioso.

—Me los llevo —dijo.

—Lo siento mucho —respondió la dependienta—. No tenemos nada exactamente igual a la venta, pero el maestro Bourary podría fabricar algo que pareciese casi idéntico.

—Me has dicho que no había artículos de muestra —protestó Kylar.

—Técnicamente, no. Después de que la reina proclamase la ley... Bueno, todo está a la venta. Lo que hacen es ponerle un precio ridículo a lo que no quieren vender.

—¿Y estos son de esos? —preguntó Kylar. Ya empezaba a encogerse hasta la casa.

—Estos son los mismos anillos que os decía antes. Los que hizo el tatara-tatara-tatarabuelo del maestro Bourary, los de mistarillë sobre oro con diamantes. —Sonrió con timidez—. Lo siento. No intento poneros en evidencia. Se suponía que ni siquiera debían estar en este expositor.

—¿De qué precio ridículo estamos hablando? —preguntó Kylar.

—Ridículo —respondió ella.

—¿Muy ridículo?

—Totalmente. —Capricia hizo una mueca.

Kylar suspiró.

—Dímelo.

—Treinta y una mil cuatrocientas reinas. Lo siento.

Fue una patada al estómago de Kylar. Se trataba de una coincidencia, por supuesto, pero... Elene lo llamaría la economía divina. Había vendido a Sentencia por la cantidad exacta que le costaría casarse con ella.

¿Sin que les quedara nada más? «Elene, si esta es la economía de tu Dios, sirves a un dios miserable. Ni siquiera me queda para comprar un cuchillo nupcial.»

—Si quieres mirar el lado bueno —dijo Capricia, con una risilla forzada—, de regalo te llevarías un cuchillo nupcial.

Un bloque de hielo cayó al estómago de Kylar.

—Lo siento —repitió Capricia, que había confundido la expresión pasmada de su cara—. Por aquí tenemos otros anillos preciosos...

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