—Gracias por lo que hizo —le tendió la mano—. Antes me mostré muy duro con usted —miró alrededor—. ¿Dónde está ese Richards? Quisiera agradecérselo también. Se necesita auténtico valor para actuar como lo hizo.
—Ha marchado ya en un transporte. Le pedí que esperara, pero… —se encogió de hombros con tristeza.
Bolitho asintió.
—Comprendo. Aquí estamos todos, felicitándonos, mientras él no tiene un futuro seguro, ni siquiera ojos para ver lo que le aguarda.
El hombrecito sonrió, sin dejar de mirar a Bolitho, como si intentara descubrir algo.
—Mi nombre es Majendie. Me gustaría hablar con usted de nuevo.
Bolitho le golpeó en el hombro forzando una sonrisa.
—Entonces, que sea en mi barco. Si hemos de esperar dos horas, prefiero hacerlo donde al menos me siento libre.
El jurado se reunió puntualmente, y Bolitho descubrió que apenas podía apartar su mirada de la espada de Colquhoun. Apuntaba hacia él, con la empuñadura en el lado opuesto de la mesa.
La voz del capitán de mayor grado se perdía en sus pensamientos y sus recuerdos confusos. Escuchó fragmentos como: «Arriesgando la vida de los hombres bajo su mando, los barcos empleados bajo su dirección», y después: «Presentó falsas evidencias para manchar el nombre de un oficial del rey y de ese modo atraer el descrédito sobre este consejo». Hubo mucho más, pero Bolitho escuchó otras voces entremezcladas con los fríos detalles. Maulby, Tyrrell, e incluso Bethune, estaban allí, y sobre todos el hombre ciego, Richards. «Fue un buen comandante». Sin duda, no existía un epitafio mejor.
Se sobresaltó y dejó a un lado sus pensamientos cuando escuchó la voz del almirante.
—La sentencia dictamina que será relevado en el mando de su barco y confinado bajo arresto hasta el momento en el que sea trasladado a Inglaterra.
Colquhoun fijó su mirada en los oficiales de rostro severo y luego en su espada; apartado de su barco. Bolitho desvió la mirada. Deberían haberle ahorcado. Habría sido menos cruel. Una voz rompió el silencio.
—Prisionero y escolta, marchen.
Había terminado.
Mientras los ordenanzas conducían a los asistentes, que no dejaban de hablar, a la cubierta superior, el contraalmirante Christie rodeó la mesa y le tendió la mano.
—Ha actuado bien, Bolitho —estrechó cálidamente la mano de Bolitho—. Albergo grandes esperanzas para oficiales jóvenes de su talla —vio la incertidumbre de Bolitho y sonrió—. Me dolió tratarle como lo hice, pero debía mantener su nombre apartado de este turbio asunto. Fuera cierto o no, le habría marcado para el resto de su vida —suspiró pesadamente—. Sólo Colquhoun podía librarle, y le correspondió al pobre Richards encender la mecha.
—Sí, señor. Ahora lo veo.
El almirante recogió su sombrero y lo estudió.
—Venga a tierra conmigo esta noche. El gobernador da una fiesta. Cuestión de negocios, pero no nos hará daño ver cómo se divierten —pareció sentir el estado de ánimo de Bolitho—. Tómelo como una orden.
—Gracias, sir Evelyn.
Bolitho le observó mientas caminaba hacia su cámara cercana. Una invitación a tierra. El almirante podía haberle sentenciado a la ignominia con igual facilidad si el destino no hubiera salido en su ayuda. Lanzó un largo suspiro. Cuándo terminaría de saberlo todo acerca de asuntos tan complicados. Entonces salió fuera para buscar su yola en medio de los numerosos botes que se agolpaban al costado.
La recepción de esa noche resultó para Bolitho mucho más agotadora y enervante de lo que había imaginado. Mientras tendía su sombrero a un lacayo negro empelucado y esperaba que el contraalmirante Christie cambiara unas palabras con otro alto oficial, su mirada recorrió el gran salón con columnas, la muchedumbre de figuras de alegre colorido que parecían llenar cada pulgada del espacio en la planta baja, y también una hermosa balconada. Predominaban con mucho las casacas rojas militares, entremezcladas con terciopelos y brocados de las señoras, y el azul familiar de los oficiales de la armada, aunque Bolitho constató, un poco alarmado, que la mayoría de estos parecían ser almirantes de un tipo u otro.
Había también oficiales de infantería de marina, con sus rostros macilentos y botones de plata que les distinguían de los soldados, y tantos civiles que resultaba sorprendente que Nueva York no se hubiera paralizado. A lo largo de una pared, se abrían varios huecos donde los lacayos negros y los criados atendían largas mesas cuyo contenido era suficiente para que Bolitho pensara que estaba soñando. La nación estaba en guerra, y a pesar de ello las mesas se tambaleaban bajo el peso de la comida y de las exquisiteces. Carnes, e inmensas porciones de pastel, frutas tentadoras y una deslumbrante batería de boles de ponche de plata, que eran rellenados mientras él los contemplaba. Christie se unió a él.
—Écheles una buena ojeada, Bolitho —murmuró—. Un hombre debe saber a quién sirve, no sólo su causa.
Un lacayo de librea verde se encontró con ellos en lo alto de la escalera de mármol, y después de una mirada acusadora dirigida a los huéspedes reunidos, habló con una voz que hubiera avergonzado a un vigía durante una galerna.
—Sir Evelyn Christie, caballero de Bath, contraalmirante de la armada.
No se molestó en anunciar a Bolitho; posiblemente le tomó como a un hombre de confianza o algún pariente. Eso no importaba. No hubo interrupción en la marea de risas y conversaciones, y prácticamente nadie se volvió para examinar a los recién llegados.
Christie se movió ágilmente entre el ajetreo de la multitud, inclinando la cabeza a un rostro aquí, haciendo una pausa para un besamanos o para inclinarse ante una señora. Era difícil verle en ese papel de por la mañana como Presidente del tribunal, sin tener que dar explicaciones a nadie de su sentencia.
Bolitho siguió la esbelta figura del almirante hasta que alcanzó una mesa en el extremo más lejano del salón. Más allá de ella y de los hombres, un pasillo terminaba en un gran patio, donde pudo ver que una fuente brillaba bajo la luz indirecta de los faroles.
—¿Y bien? —Christie esperó hasta que cada uno de ellos tuviera una pesada copa en la mano—. ¿Qué le parece?
Bolitho se volvió para echar una ojeada a las figuras que se apiñaban en el salón, y escuchó las cuerdas de una orquesta invisible que hizo que se unieran en una alegre cuadrilla. No podía imaginarse cómo alguien podía encontrar sitio para bailar.
—El país de las hadas, señor.
Christie le observó, divertido.
—Encaja mejor con la tierra de los locos.
Bolitho probó el vino. Como la copa, era perfecto. Se relajó un poco. La pregunta le había puesto en guardia, pero el comentario del almirante demostraba que no tenía intención de ponerle a prueba.
—La ciudad sitiada —añadió Christie—, y debemos aceptar que ésta es la auténtica realidad: siempre resulta absurdo. Está abarrotada de refugiados y estafadores, mercaderes que buscan un rápido beneficio sin preocuparse del bando con el que negocian. Y, como siempre en una campaña a cualquier nivel, aquí hay dos ejércitos.
Bolitho le observó, y olvidó por un momento el ruido y el bullicio que le rodeaban, la desesperación y la ansiedad de la mañana. Como había pensado desde un principio, la austera apariencia de Christie escondía una mente aguda, un cerebro que podía sopesar y examinar cada reto y cada problema, desechando lo que fuera superfluo.
—¿Dos ejércitos, señor?
El almirante hizo una seña para conseguir nuevas copas.
—Bébalo hasta el final. No encontrará vino como este en ningún otro sitio. Sí, tenemos a los militares, que se enfrentan día a día al enemigo, que buscan su debilidad, su punto flaco, y que tratan de contener sus ataques. Soldados que se mueven a pie y que han olvidado lo que era un cama limpia o una buena comida —sonrió tristemente—. Como los que salvó en la bahía de Delaware. Auténticos soldados.
—¿Y los otros?
Christie sonrió.
—Detrás de cada gran ejército, existe la organización —señaló hacia la multitud—. El gobierno militar, el secretariado y los comerciantes que viven de los contendientes como si fueran sanguijuelas.
Bolitho contempló las figuras que se movían fuera de la sala con creciente incertidumbre. Siempre desconfiaba de la gente como aquella, pero parecía imposible que todos fueran tan interesados, tan deshonestos como había dicho el almirante. Y aún así… recordó a los curiosos alegres y parlanchines del consejo de guerra. Eran espectadores de la desgracia de un hombre, pero la veían solamente como algo que rompía el aburrimiento de su propio mundo.
Christie le contempló pensativo.
—Sólo Dios sabe cómo terminará la guerra. Luchamos contra demasiados enemigos, en un área demasiado amplia del mundo para esperar una victoria espectacular; pero usted, y los que son como usted, deben ser advertidos de lo que ocurre, si queremos mantener una esperanza de honor, ya no hablemos de dominio, sobre nuestros adversarios.
El vino era muy fuerte, y el calor del salón ayudó a romper la precaución de Bolitho.
—Pero, sir Evelyn, sin duda, aquí en Nueva York, después de todo lo que ha ocurrido y de la rebelión, deben de estar al tanto de los hechos.
Se encogió de hombros, un gesto desganado.
—El personal, en general, está demasiado ocupado cuidando de sus propios asuntos como para que le quede tiempo para preocuparse de lo que ocurre aquí, y el Gobernador, si es que podemos llamarle así, pasa el día a la caza de jovencitas ligeras de cascos y disfrutando de su riqueza, y no desea que nada cambie. Fue oficial de la Armada, además de un avezado ladrón, y se encuentra bien respaldado por un Gobernador militar, que era oficial aduanero en una ciudad conocida por su contrabando —chasqueó la lengua—. De modo que, entre los dos, han convertido este lugar en una bolsa en la que guardar su botín. Ningún comerciante ni capitán puede entrar ni salir sin permiso, lo que supone un buen porcentaje para nuestros gobernantes. Nueva York llena de refugiados, y el Gobernador decide que el dinero de la ciudad, la iglesia y los colegios debe unirse en un solo fondo para mayor seguridad.
Bolitho frunció el ceño.
—Pero, sin duda, lo hace de buena fe.
—Es posible. Pero la mayor parte de ello se ha dilapidado. Bailes y fiestas, recepciones como ésta, amantes y prostitutas, parásitos y favoritos. Todo ello se lleva mucho dinero y apoyo.
—Ya veo.
En realidad no lo veía. Cuando pensaba en su barco, en el riesgo diario de ser herido o muerto sin alivio ni comodidades, en el modo en el que todos los hombres que luchaban se enfrentaban a un enemigo determinado, se sentía descorazonado.
—Para mí, el deber se antepone a todo —dijo Christie—. Ahorcaría a cualquiera que actuara de otro modo. Pero estos… —no escondió su desdén—. Estas cigarras no merecen lealtad. Si debemos luchar en una guerra, debemos también asegurarnos de que no saquen provecho de nuestro sacrificio.
Entonces sonrió, y la súbita relajación de las líneas en torno a sus ojos y a su cara le transformaron otra vez.
—Aquí, Bolitho, ha aprendido la siguiente lección, ¿no? Primero una comandancia, luego un barco. Después, alcanzará el control de más barcos y de veleros cada vez mayores. Esa es la ambición, sin la cual ningún oficial me merece el menor respeto —bostezó—. Ahora debo marchar —extendió la mano—. Pero usted, permanezca aquí, y continúe con su educación.
—¿No se queda para saludar al Gobernador, señor?
Algo similar al pánico ante la idea de quedarse solo le hizo mostrar sus miedos. Christie sonrió alegremente.
—No aparecerá esta noche. Da estas fiestas solamente para pagar viejas deudas y para mantener el ambiente —hizo una seña a un lacayo—. De modo que diviértase. Se lo merece, aunque me atrevo a decir que preferiría estar en Londres, ¿no?
Bolitho sonrió.
—En Londres, no, señor.
—¡Ah!, por supuesto —el almirante vio que el criado se aproximaba con su sombrero y su capa—. Es usted un patriota. Lo olvidé.
Y con una inclinación de cabeza, se movió hacia la puerta y desapareció entre las profundas sombras del patio. Bolitho encontró una esquina vacía al final de la mesa, e intentó decidir qué debería comer. Debía tomar algo, porque el vino comenzaba a hacer su trabajo. Se sentía raramente ligero, pese a que sabía que la culpa no era solamente del vino. Al dejarle que se defendiera solo, el almirante había cortado por un momento las riendas. Le había dado libertad para actuar y pensar como quisiera. No podía recordar que eso hubiera ocurrido antes.
Un capitán de rostro rechoncho y con el rostro enrojecido por el calor y el buen vino le empujó y se sirvió una enorme porción de pastel, añadiendo varios pedazos más de carne fría antes de que ningún criado le atendiera. Bolitho se acordó de Bethune. Ese plato le hubiera quitado el apetito incluso a él por varios días. El capitán se volvió y posó sus ojos sobre él.
—¡Ah!, ¿de qué barco?
—El
Sparrow
, señor.
Bolitho vio que guiñaba los ojos como para aclarar su visión.
—Nunca lo he oído nombrar —frunció el ceño—. ¿Cuál es su nombre?
—Richard Bolitho, señor.
El capitán sacudió la cabeza.
—Tampoco he oído hablar nunca de usted.
Regresó junto al gentío, dejando parte de la carne contra una columna sin ni siquiera refrenar el paso. Bolitho sonrió. En ese ambiente, uno encontraba pronto si era o no conocido.
—¡Pero capitán! —la voz le hizo girarse en redondo—. Es usted. Sabía que era usted.
Bolitho contempló a la chica durante unos segundos antes de reconocerla. Vestía un hermoso vestido de gala, del color del vino ambarino, y su cabello, que colgaba en tirabuzones sobre sus hombros desnudos, brillaba como seda bajo la luz de los candelabros.
—Señorita Hardwicke —exclamó—. No sabía que estuviera aquí, en América.
Se dio cuenta de lo estúpido que sonaba aquello, pero su súbita aparición le había sorprendido con la guardia baja. Estaba bellísima, más aún de lo que recordaba en aquel día ya lejano, cuando había desafiado a su tío, el general Blundell, y había gritado y golpeado cuando sus marineros la habían arrastrado del
indiaman
antes de la lucha con el
Bonaventure
. Aún así, no había cambiado nada; su sonrisa, medio divertida y medio burlona, sus ojos violetas, parecían echar por tierra sus defensas y dejarle reducido al nivel de un campesino confuso. Se volvió al alto oficial que estaba a su lado, el cual vestía la levita de los dragones.