Al Oeste Con La Noche (12 page)

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Authors: Beryl Markham

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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Dejamos las armas en el suelo, descansamos bajo los árboles, y bebimos agua del río en el cuenco de nuestras manos.

Arab Maina levantó el rostro desde el borde del río y sonrió amablemente.

-Parecía que tenía cenizas en la boca, Lakweit -dijo-, pero este agua es de verdad más dulce que el tembo que Jebbta prepara con tanto cuidado.

-Es más dulce -dijo Arab Kosky-, y en este momento, mejor recibida. ¡Te aseguro que casi se me ha agriado el estómago por la sed!

Mirándome, Arab Maina rió.

-¡Dice que se le ha agriado por la sed, Lakweit! Creo que se le ha agriado al ver al león en el salegar. La valentía reside en el estómago del hombre, pero hay veces en que no se siente a gusto y, entonces, el estómago se agría.

Arab Kosky estiró sus miembros flexibles y lisos en la hierba enmarañada y sonrió, enseñando unos dientes tan blancos como un hueso curado al sol.

-La palabra vive en la cabeza del hombre -respondió-, pero a veces está muy sola, porque en la cabeza de algunos hombres no hay nada para hacerle compañía y la palabra sale así de sus labios.

Me reí con los dos, coloqué cómodamente los hombros contra el árbol, me apoyé y, a través de una grieta en el techo del bosque, vi un buitre que volaba bajo.

-Sabes Maina, odio esas aves. Sus alas están separadas como si fueran un montón de pequeñas serpientes.

-Como bien dices, Lakwani, son criaturas de mal agüero, mensajeros de la muerte. Demasiado cobardes para matar por sí mismas, se contentan con pinchar la carne de la caza de otro hombre -Arab Maina escupió, como si se limpiara la boca después de hablar de cosas desagradables.

Buller y los perros nativos habían entrado en el río y se revolcaban en el lodo frío y negro de sus orillas. Buller volvió cubierto de cieno, goteando y feliz. Esperó a que los dos murani y yo estuviéramos a su alcance, se sacudió con una especie de desfachatez diabólica y se quedó ondeando la cola rechoncha, mientras nosotros nos secábamos el agua y el barro de la cara.

-Es su forma de gastar una broma -dijo Arab Kosky, y se miró la shuka salpicada.

-También es su forma de decirnos que nos movamos -dijo Arab Maina-. El cazador que se tumba en el bosque consigue poco alimento y no hace ejercicio. Hoy hemos empleado mucho tiempo en otras cosas, pero el jabalí sigue esperando.

-Lo que dices es cierto -Arab Kosky se levantó de la hierba-. El jabalí sigue esperando y ¿a quién le quedan ganas de seguir esperando? Seguro que a Buller no. Debemos seguir su consejo y marcharnos.

Nos levantamos de la orilla del río, nos pusimos otra vez en fila y nos deslizamos por un laberinto de cantos gris plata y hormigueros color rojo oxidado, cuyas formas variaban y eran como gorros de brujas, o como gigantes arrodillados, o como árboles sin ramas. Algunos de los hormigueros eran enormes, más altos que las cabañas en las que vivíamos, y otros no nos llegaban a las rodillas. Estaban desparramados por todas partes.

-¡Búscalos, Buller!

Pero no era necesario que le metiera prisa. Conocía la tierra del jabalí en cuanto la veía y sabía lo que debía hacer. Se precipitó hacia delante seguido por los perros nativos envueltos en la tormenta de polvo que ellos mismos levantaban.

Conozco animales más elegantes que el jabalí africano, pero ninguno más valiente. Es el campesino de las llanuras, el excavador pardo y desaliñado de la tierra. Es el defensor desgarbado pero intrépido de la familia, el hogar y el convencionalismo burgués, y luchará contra cualquier cosa de cualquier tamaño que se entrometa en su existencia. Incluso sus armas son plebeyas -colmillo curvados, afilados, mortales, pero no bonitos-, que utiliza con poca elegancia tanto para arrancar raíces como para pelear.

Una vez ha alcanzado la madurez, su altura es superior a la de un puerco; su piel, áspera y de color pardo, está cubierta cerdas. Sus ojos son pequeños y apagados y sólo conoce una forma de expresión: la desconfianza. Cuando no entiende algo, desconfía, y cuando desconfía, lucha. Puede dar un salto en el aire y destripar a un caballo antes de que su jinete termine de idear una estrategia de ataque, y la velocidad que emplea en salir de su agujero demuestra que la ventaja de la sorpresa es prácticamente perfecta.

No le falta astucia. Entra de espaldas en su guarida, pequeña y confortable (que le ha pedido prestada -por no decir que le ha expropiado a su constructor, el oso hormiguero), de manera que nunca se le coja desprevenido. Mientras se tumba esperando a que el enemigo, llevado por la curiosidad o la indiscreción, se ponga a su alcance, utiliza el hocico para formar un montón de polvo fin dentro del agujero. El polvo sirve a modo de pantalla de humo, y estalla en una gran oleada envolvente en el momento en que el jabalí sale a luchar. Entiende la retirada táctica, pero es incapaz de rendirse y, ante un perro con poca veteranía, o un hombre que sólo sea un novato intrépido, no será la sangre del jabalí la única en derramarse.

Siempre tenía presente todo esto cuando Buller cazaba con nosotros, cosa que siempre sucedía. Pero no era cuestión de dejarle. Hubiera sido como impedir a un soldado novato que marchara con su regimiento, o como negarle a un campeón de lucha el derecho a competir en el ring, por si resultaba herido. Por lo tanto, Buller venía siempre y a menudo me preocupaba.

Ahora corría a la cabeza flanqueado por los perros nativos. Los dos murani y yo íbamos desplegados en abanico y corríamos detrás.

La primera señal del jabalí fue el berrido de un cachorro sorprendido en la hierba por uno de los perros. El berrido vino acompañado por lo que parecían los berridos de todos los jabatos de África mezclados, ampliados, taladrando los oídos. Sobrecogidos de pánico, los cerditos corrían en todas direcciones, como ratones en el sueño de un gato atigrado. Sus colas erguidas y rectas cortaban la hierba, como si otras tantas espadañas hubieran resucitado para incorporarse a una danza frenética, una danza alocada y un tanto alegre, pero que abandonaban de inmediato, porque los berridos no tenían ningún propósito ni intención. Estaban destinados a las orejas pequeñas y atentas de su padre, que cuando llegara vendría con premeditación asesina.

Y llegó. Ninguno supimos de dónde, pero en medio de la algarabía, la hierba frente a Arab Maina se dividió como cortada por una guadaña, y de ella surgió un gran jabalí ciego de rabia que se lanzó directamente a los murani.

Si Buller no se hubiera adelantado tras su propia presa, las cosas hubieran sucedido de otra manera. Por decirlo así, hubo más diversión que tragedia en lo ocurrido.

Su tamaño era superior a la media y los jabalíes cuanto mayores son más fuerza tienen. Su piel es dura como el cuero de unas botas y nada les detendrá, salvo la estocada de una lanza en una parte vital.

Arab Maina estaba listo y esperaba. El jabalí embistió, los murani le esquivaron, la lanza centelleó y el jabalí se fue. Pero no solo. Tras él, escupiendo polvo, jurando en nandi y en swahili, corría Arab Maina acompañado por dos de sus perros, todos ello siguiendo con ojos y piernas el mango de la lanza de Arab Maina que oscilaba borracha, con la punta sólida y fuertemente clavada entre las paletillas del jabalí.

Arab Kosky y yo empezamos a seguirles, pero no podíamos reír y correr al mismo tiempo, por lo que dejamos de correr y observamos. En menos de un minuto, perros, hombre y jabalí habían encontrado el horizonte y desaparecido tras él, como cuatro personajes fabulosos a la búsqueda de Esopo.

Volvimos y continuamos trotando por la dirección que Bulle había tomado, escuchábamos sus ladridos roncos y excitados que llegaban a intervalos regulares. Después de haber cubierto una tres millas, le encontramos junto a un gran agujero, donde había corrido a encerrar a su jabalí.

Buller permanecía observando en silencio la polvorienta abertura, como si esperara que el jabalí fuera tan tonto como para pensar que, puesto que ya no había ladridos, no había perro. Pero el jabalí no se lo tragó. Saldría en el momento oportuno y sabía tan bien como Buller que ningún perro que entrara en la guarida de un jabalí estando ocupada saldría con vida.

-¡Buen chico, Buller!

Como siempre, sentía un gran alivio al verlo todavía ileso pero, en el momento en que hablé, rompió su silencio estratégico y pidió con movimientos repetidos de la cola y con una serie de ladridos quejumbrosos que sacáramos al jabalí de su guarida y le preparáramos para la batalla.

En el transcurso de estas cacerías de jabalíes, el cuerpo de Buller ha quedado más de una vez desgarrado, pulgada a pulgada, con horribles y profundas cuchilladas, pero, por fin, ha aprendido al menos a no tirarse a la cabeza del jabalí, lo que, a la postre, es fatídico para cualquier perro.

Hasta ese momento siempre me las había arreglado para llegar a la escena del conflicto a tiempo para atravesar al jabalí. Pero no siempre tendría tanta suerte.

Anduve con cuidado hasta la parte posterior de la abertura, mientras que Arab Kosky se quedaba lejos, a un lado.

-Si tuviéramos papel para hacerlo crujir ante el agujero, Kosky...

El murani se encogió de hombros.

-Tendremos que probar otros trucos, Lakweit.

Parece una tontería, y tal vez lo sea, pero, tras haber fallado otros métodos, muy a menudo hemos sacado a los jabalíes al exterior, mucho antes de que estuvieran listos para el ataque, simplemente haciendo crujir un pedazo de papel a la entrada de sus guaridas. No siempre resultaba sencillo conseguir un artículo como el papel, tan restringido en el África Oriental en aquellos tiempos, pero cuando lo teníamos, siempre funcionaba. No tenía ni idea del porqué. Lo que nunca daba resultado era meter un palo por el agujero, ni siquiera utilizar humo. Creo que para el jabalí el papel emitía un ruido muy insultante, tal vez comparable con lo que hoy en día se conoce en todas partes como pedorretas.

Pero no teníamos papel. Intentamos todo lo demás sin ningún éxito y, al final, decidimos dejarlo ante la cara despreciativa de Buller y averiguar lo que le había sucedido a Arab Maina en su busca de la lanza perdida.

Ya nos marchábamos del escenario de nuestro mutuo desencanto, cuando la curiosidad de Arab Kosky fue superior a su natural precaución. Se inclinó frente al agujero oscuro y el jabalí salió.

Aquello fue más parecido a una explosión que al ataque de un cerdo salvaje. A través del estallido de polvo sólo veía extremidades: la cola del jabalí, los pies de Arab Kosky, las orejas de Buller y la punta de una lanza.

Mi propia lanza era inútil en mis manos. Si tiraba al jabalí, podría golpear al perro o al murani.

Era un enredo infernal sin principio, sin fin y sin salida. Duró cinco segundos. Entonces el jabalí salió disparado de la masa desordenada, como sale despedida la tierra de un torbellino, y desapareció a través de un pasillo de hormigueros, con Buller detrás, vapuleando las ancas grises que huían.

Me volví a Arab Kosky. Estaba sentado en el suelo en un charco de su propia sangre, con el muslo derecho cortado, como atravesado por una espada. Presionó un pliegue de su shuka contra la herida y se levantó. El ladrido de Buller se hizo más tenue, y se oyó su eco a través del bosque de hormigueros. El jabalí había ganado la primera batalla y podría ganar la segunda, a no ser que me apresurara.

-¿Puedes andar, Kosky? He de seguir a Buller. Le puede matar.

El murani sonrió sin alegría.

-¡Por supuesto, Lakweit! Esto no es nada, salvo la recompensa a mi estupidez. Volveré despacio al
singiri
para que me atiendan. Más vale que no pierdas tiempo y sigas a Buller. El sol ya está bajando. ¡Vete y corre!

Agarré con firmeza el mango redondo de la lanza y corrí con todas mis fuerzas. Para mí -porque todavía era una niña- ésta era una experiencia deprimente. Pasaron tantos pensamientos por mi cabeza... ¿Aguantaría el tiempo suficiente como para salvar a Buller de los colmillos del jabalí? ¿Qué le había sucedido a Arab Maina y por qué le había dejado marchar? ¿Cómo volvería a casa el pobre Kosky? ¿Sangraría mucho durante el camino?

Corrí y corrí para seguir el ladrido casi inaudible de Buller y las pocas gotas de sangre que a intervalos se agarraban a la hierba o empapaban la tierra absorbente. Era sangre de Buller o del jabalí. Lo más probable es que fuera de los dos.

-¡Ah-eh, ojalá pudiera correr un poco más deprisa!

No debo parar ni un minuto. Empiezan a dolerme los músculos, me sangran las piernas por culpa de las espinas de las espera-un-poquito
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y las hojas de la hierba de elefante.
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Mi mano, húmeda de sudor, resbala por el mango de la lanza. Doy un traspiés me recupero y sigo corriendo pues el sonido del ladrido de Buller crece, se acerca, después se desvanece de nuevo.

El sol se va y las sombras se extienden como grandes obstáculos en mi carrera. Nada tiene importancia para mí, excepto mi perro: El jabalí no se retira; aparta a Buller de mí, de mi ayuda.

Hay más sangre y es más espesa. El ladrido de Buller es débil e irregular, pero se oye un poco más cerca. Ahora hay árboles que sobresalen de la planicie amplia, solitaria y silenciosa.

El ladrido cesa y no hay nada que seguir, salvo la sangre. ¿Cómo puede haber tanta sangre?

Jadeante y corriendo, miró la luz cambiante y veo que algo se mueve en un pedazo de césped bajo un espino con la copa aplastada.

Me detengo y espero. Aquello se mueve otra vez y adquiere color, blanco y negro y salpicado de rojo. Está callado, pero se mueve. Es Buller.

No necesito ni aliento ni músculos para recorrer los pocos cientos de yardas hasta el espino. De repente estoy allí, bajo sus ramas, entre un revoltijo de sangre. El jabalí más grande que jamás haya visto -seis veces mayor que Buller- está sentado exhausto sobre sus perniles mientras el perro le desgarra el vientre.

El viejo jabalí me ve, otro enemigo, y embiste una vez más con magnífico valor, le esquivo y le hundo la lanza en el corazón. Se derrumba hacia delante, rasca la tierra con sus grandes colmillos y cae muerto. Dejo la lanza metida en su cuerpo, me vuelvo hacia Buller y siento que los ojos se me llenan de lágrimas. El perro está abierto en canal como una oveja degollada. Su lado derecho es un valle de carne al descubierto desde la punta de la cola hasta la cabeza, y se le ven las costillas casi blancas, como los dedos de una mano manchada de sangre. Mira al jabalí, después a mí, de rodillas a su lado y deja caer la cabeza entre mis brazos. Necesita agua, pero no hay agua en ninguna parte en una extensión de muchas millas.

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