Al Oeste Con La Noche (4 page)

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Authors: Beryl Markham

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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Había una radio, pero debía de llevar muchos meses callada: tubos, cables, condensador y dial -con señales de haber sido cambiados con frecuencia y, al parecer, para nada- formaban un amasijo sin esperanza en la parte superior de un cajón de embalaje marcado con las letras: VÍA MOMBASA.

Vi unos tarros de arena negra que debían de haber contenido oro, o esperanzas del mismo, y otros tarros etiquetados con cifras enigmáticas que no tenían ningún significado para mí, pero, en cualquier caso, estaban vacíos. Sobre una de las paredes había un cianotipo; una araña que bajaba descolgándose de la paja del techo contempló las rayas y cifras finamente dibujadas y se volvió, indiferente, a su telaraña de geometría perfecta.

Me levanté y me acerqué a la ventana. No era mayor que una bandeja pequeña de té y la mitad inferior de la misma estaba reforzada con hierro ondulado. En la senda del sol naciente los matorrales desparramados y las matas de hierba tendían una red de sombras sobre la tierra y allí donde más se espesaba vi un chacal solitario hurgando esperanzado entre un montón de basura.

Volví a sentarme, deprimida y un poco inquieta. Empecé a pensar de nuevo en Woody o, por lo menos, a reflexionar, pues en realidad no había nada en qué pensar.

La vista del chacal me había traído a la mente la idea poco reconfortante de que en África no hay nunca desperdicios. La muerte, en particular, nunca se desperdicia. Lo que deja el león es un deleite para la hiena, y los desechos de ésta son un bocado para el chacal, el buitre o incluso para el sol. Busqué un pitillo en los bolsillos de mi mono de vuelo, lo encendí e intenté ahuyentar una ola de somnolencia. Era un esfuerzo inútil, pero instantes después volvió Ebert con los bártulos del té en una bandeja y pude mantener los ojos abiertos mientras observaba sus movimientos. Me percaté de que su rostro estaba de nuevo sombrío y pensativo, como si durante el tiempo que había permanecido fuera de la habitación en su mente hubiera empezado a crearse una antigua preocupación, o quizá una nueva.

Colocó la bandeja sobre la tabla larga y buscó a tientas una lata de galletas en un estante. La luz del sol, fuerte y poderosa, había empezado a caldear los colores pardos de la cabaña. Alargué la mano y apagué la llama del quinqué.

-Habrá oído hablar de las aguas negras --dijo Ebert de repente.

Me enderecé en la silla y, a falta de cenicero, aplasté el cigarrillo con el pie en el suelo de tierra. Mi memoria retrocedió a los días de mi niñez en la granja de Njoro, días en que las palabras malaria y aguas negras se habían mezclado por vez primera en mi conciencia con médicos indios o goaneses que llegaban demasiado tarde, rumores de peste en los labios de los nativos aterrorizados, muerte, y entierros callados antes del amanecer en el bosque de cedros que colindaba con nuestro molino de posho y los paddocks.

Fueron días tenebrosos entre el olor acre del pesimismo. Todos los placeres insignificantes de la primera juventud, los juegos, las amistades con los pequeños
rotos
nandi perdieron su encanto.

El tiempo se transformó en un peso que no se movería hasta que los cuerpos se hubieran trasladado, y las raíces de la hierba hubieran encontrado la nueva tierra de las tumbas, y las mujeres hubieran limpiado de muerte las cabañas vacías, y pudiera verse de nuevo el sol.

-Uno de nuestros hombres --dijo Ebert al pasarme una taza de té--está aquejado de aguas negras. El tipo para el que usted, trajo el oxígeno tiene una remota posibilidad, pero éste, ninguna.

El doctor no puede hacer nada y a un hombre con aguas negras no se le puede trasladar.

-No -puse la taza de té sobre la tabla y recordé que trasladar a una persona con aguas negras equivalía a condenarla a muerte y que la única posibilidad de retrasar el desenlace era no hacerlo-.

Lo siento muchísimo -dije.

Es posible que hubiera otras cosas que decir, pero no se me ocurrió ninguna. En lo único que se me ocurrió pensar fue en el día en que tuve que trasladar a un paciente aquejado de aguas negras desde Masongaleni, en el país de los elefantes, hasta el hospital de Nairobi.

Nunca llegué a saber cuántas horas había volado en compañía de un cadáver, porque, cuando aterricé, el hombre estaba muerto. I

-Si hay algo que pueda hacer... -en ocasiones así, parece imposible no ser trivial. Las viejas frases inútiles son las únicas seguras: lo siento muchísimo y si hay algo que pueda hacer....

-Le gustaría hablar con usted -dijo Ebert-. Oyó la llegada del avión. Le dije que creía que iba a pasar el día aquí y se marcharía mañana por la mañana. Es posible que no dure tanto, pero quiere hablar con alguien de fuera y en Nungwe nadie ha estado en Nairobi desde hace más de un año.

Me puse en pie, olvidándome del té.

-Hablaré con él, por supuesto. Pero no puedo quedarme. Hay un piloto perdido en algún lugar del Serengetti...

-Oh -Ebert pareció desilusionado y por su expresión supe que, como el enfermo, estaba hambriento de noticias de fuera, noticias de Nairobi. Y en Nairobi, lo que todo el mundo deseaba eran noticias de Londres.

Al parecer, sea cual sea el lugar donde nos encontremos, hemos de tener noticias de algún otro sitio, un sitio mayor y, por ello, un hombre en su lecho de muerte en las marismas del Victoria Nyanza está más interesado por lo último que ha sucedido en esta vida que por lo que pueda ocurrir en la siguiente. Eso es, en realidad, lo que hace que la muerte sea tan difícil: la curiosidad insatisfecha.

Pero si la interpretación correcta del desprecio hacia la muerte es la valentía, el amigo moribundo de Ebert era un valiente.

Yacía en un catre, bajo una manta fina y pegajosa, y su rostro resultaba irreconocible. La malaria y las aguas negras habían hecho con él lo que hicieran los egipcios con los cadáveres a base de productos químicos.

He visto cestos de pieles de animales sin curtir extendidas entre palos y puestas a secar al sol, y esos cestos no estaban más vacíos y descarnados por el semicadáver que Ebert me presentó en la cabaña en penumbra.

Era una cabaña pequeña, con la única ventana habitual bloqueada con hierro ondulado, el techo de paja habitual -viejo, y del que se desprendían briznas como de un árbol podrido- y el suelo de tierra habitual, alfombrado de cerillas quemadas, papeles y restos de tabaco.

Creemos que la suciedad no tiene nunca razón de ser, pero hay ciertas ocasiones, como ésta, en las que resultaría difícil encontrar un motivo para la limpieza. Dice un antiguo proverbio que La pobreza no es una desgracia, sino una gran cochinada. Aquí había pobreza -pobreza de mujeres que ayudaran, pobreza de esperanza, e incluso de vida-. Por todo lo que sabía, podía haber oro a puñados enterrado en aquella cabaña, pero, caso de haberlo, era el menor de los consuelos.

El enfermo se llamaba Bergner, quizá era holandés o alemán. Inglés no -pensé-, aunque los rasgos raciales que en otro tiempo le diferenciaran ahora habían desaparecido en los contornos casi góticos de su reducida cabeza.

Sólo sus ojos parecían vivos. Eran enormes, como si se movieran en sus cuencas con independencia del cuerpo al que servían. Pero me miraban fijamente desde la cama con algo que, por lo menos, era interés y casi podría haber sido humor. Parecían decir: ¡Qué forma más extraña de recibir a una dama que acaba de llegar de Nairobi! ; ¡pero ya ve lo que son las cosas!.

Creo que mi sonrisa fue un poco triste, y me volví hacia Ebert, o hacia el lugar en donde había estado. Con una habilidad que hubiera honrado al fakir más consumado de la India, Ebert había desaparecido, dejándome a solas con Bergner.

Permanecí unos instantes en el centro de la habitación experimentando, a mi pesar, la turbación que podríamos sentir al oír cerrarse a nuestras espaldas la puerta de un panteón.

Ahora la comparación parece exagerada, pero la verdad es que durante toda mi vida he tenido un odio hacia la enfermedad es que llega casi al grado de fobia.

No hay motivo para ello. No es temor a la infección, porque África, de vez en cuando, me ha concedido plena participación en la malaria y otras enfermedades, junto con una especie de filosofía de compensación para soportarlas. Mi fobia es una repulsión física inexplicable hacia los seres enfermos, más que hacia la enfermedad en sí.

Hay ciertas personas a quienes repugna hasta el mero hecho de pensar en las serpientes. Esto es lo único con lo que puedo comparar lo que siento ante la enfermedad: mambas, pitones, víboras del Gabón y algunos de sus congéneres han irrumpido frecuentemente en mi vida durante las expediciones a través de los bosques, o en las cacerías de elefantes, o cuando siendo niña vagaba por la breña en busca de pequeñas aventuras. Sin embargo, aunque he aprendido a evitar las serpientes y creo haber desarrollado un sexto sentido para ello, pienso que, en caso necesario, podría hacer frente con mucha más tranquilidad a una mamba que a un ser humano envuelto en el ambiente empalagoso de la enfermedad y la muerte inminente.

Aquí, en esta cabaña, junto a un hombre desconocido y postrado, tuve que reprimir el impulso de abrir la puerta de par en par y largarme por la pista a encerrarme en la cabina protectora de mi avioneta. Además, me daba cuenta de que el sol estaba cada vez más alto, el calor aumentaba y si Woody, por milagro, aún seguía vivo, una hora más o menos de retraso por mi parte podría derivar en tragedia, que no sería menor por el consuelo que Bergner pudiera hallar en mi visita.

En ese momento, en algún lugar no muy lejos de Nungwe, el pequeño doctor estaría derramando oxígeno en los pulmones de otro hombre si todavía seguía con vida.

La muerte, o la sombra que la precede, parecía haber acechado por todas partes aquella mañana.

Acerqué una silla y me senté junto a la cabecera de la cama de Bergner; intenté encontrar algo que decir, pero él habló primero.

Su voz era suave y controlada. Y muy cansada.

-Espero que no le importe estar aquí -dijo-. Hace cuatro años que salí de Nairobi y no he recibido muchas cartas -se pasó la punta de la lengua por los labios e intentó sonreír-. La gente olvida -añadió-. Para cierta gente es fácil olvidar a una sola persona, pero si pasas mucho tiempo en un sitio como éste, te acuerdas de todos los que has conocido. Incluso te preocupan los que nunca te han gustado; sientes nostalgia de tus enemigos. Son cosas en las que pensar y todo eso ayuda.

Asentí con la cabeza, observando que en su frente crecían gotitas de sudor. Tenía fiebre y empecé a preguntarme cuánto tiempo transcurría antes de que el inevitable delirio se apoderara nuevamente de él.

Desconozco cuál es la denominación científica de las aguas negras, pero el nombre que le han dado los que han vivido en África es de lo más idóneo.

Un hombre puede verse acribillado sin cesar por la malaria durante años, con sus tiritonas, sus fiebres y sus pesadillas, pero si un día comprueba que la orina que sale de sus riñones es negra, sabe que no volverá a moverse de aquel lugar, donde quiera que esté, o donde quisiera estar. Sabe que le esperan días por delante, días largos y aburridos, sin verdadero principio ni fin, pero los cuales entrarán y saldrán de la noche sin cambiar de color, o de sonido, o de significado. Yacerá en su lecho sintiendo que los minutos y las horas atraviesan su cuerpo como una cinta de dolor, porque el tiempo se transforma en dolor. La luz y la oscuridad se transforman en dolor. Todos sus sentidos existen sólo para recibirlo, para transmitir de nuevo a su mente, una y otra vez, en una repetición incesante, el simple hecho de que está muriendo.

Era así como estaba muriendo el hombre postrado en la cama. Quería hablar porque es posible olvidarse de uno mismo cuando hablas, pero no cuando lo único que haces es estar tumbado y pensar.

-Hastings -dijo-. Usted debe conocer a Carl Hastings. Fue cazador blanco durante un tiempo y luego se estableció en una plantación de café al oeste de Ngong. ¿Se habrá casado? Solía decir que no se casaría nunca, pero nadie le creía.

-Sí, se ha casado -dije-. Jamás había oído aquel nombre, pero parecía un pequeño detalle mentir sobre un nebuloso Carl Hastings y hasta darle una mujer si era preciso.

Durante los cuatro años que Bergner llevaba fuera, la ciudad de Nairobi había crecido y reventado como la vaina de una raíz madura. Ya no era tan acogedoramente pequeña como para que cada habitante fuera un vecino o cada nombre el de un amigo.

-Pensé que lo conocería -dijo Bergner-. Todo el mundo conoce a Carl. Y cuando vuelva a verlo, le dice que me debe cinco libras. Es una apuesta que hicimos una Navidad en Mombasa. Apostó a que no se casaría nunca o, por lo menos, no en África. De que se sentiría orgulloso de vivir en un país de hombres de verdad ¡pero no se puede esperar encontrar allí a una mujer casadera!

-Se lo diré -dije-. Puede enviarlo por Kisumu.

-Está bien, por Kisumu.

Bergner cerró los ojos y un estremecimiento de dolor sacudió su cuerpo bajo la manta ligera.

Era como un hombre atrapado en una tormenta, que busca refugiarse de la furia del viento en el hueco de un muro, y luego echa a correr hasta que la ráfaga siguiente le obliga a cubrirse de nuevo.

-Está Phillips -dijo- y Tom Krausmeyer en el hotel Stanley. Los conocerá a los dos, y Joe Morley. Hay un montón de gen por la que quiero preguntarle, pero tenemos mucho tiempo. Ebert dijo que usted se quedaría. Cuando oí su avión, casi recé para que tuviera un pinchazo en la rueda o lo que haya en los aviones, cualquier cosa con tal de ver una cara nueva y oír una nueva voz. No soy nada considerado, pero se hace uno así viviendo en un agujero como éste... o muriéndose en él.

-No tiene que morirse en él. Se pondrá bien y yo volveré para llevarle a Nairobi.

-O a lo mejor a Londres -sonrió Bergner-. Después podríamos probar París, Berlín, Buenos Aires y Nueva York. Mi futuro se presenta cada vez más brillante.

-Se ha olvidado de Hollywood.

-No. Sólo que me parecieron demasiadas esperanzas en momento.

Observé que a pesar de su ánimo y su valor, su voz era m débil y su resistencia no tan segura.

Se automantenía por pura fuerza de voluntad y su esfuerzo creó un ambiente tenso y tirante en la cabaña.

-Entonces, ¿se va a quedar? -hizo la pregunta con una urgencia repentina.

No sabía cómo explicarle que debía marcharme. Tenía la impresión de que no daría crédito a mis razones; con la aguda suspicacia de los locos y los moribundos, pensaría que mi única pretensión era escapar.

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