Al Oeste Con La Noche (3 page)

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Authors: Beryl Markham

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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El aire me introduce en su reino. La noche me envuelve por completo dejándome sin contacto con la tierra, dejándome dentro de ese pequeño mundo móvil de mi propiedad, viviendo en el espacio con las estrellas.

Mi avioneta es un biplano ligero cuyas letras de registro, VP-KAN, están vistosamente pintadas en plata sobre el fuselaje azul turquesa.

Durante el día es un pequeño y gracioso complemento en el azul alegre del cielo, como un pez brillante bajo la superficie de un mar claro. En una oscuridad como ésta, no es más que un murmullo pasajero, un murmullo suave e incongruente por encima de la tierra.

Con unas letras de registro como las suyas, no hace falta un exceso de humor o de imaginación para que mis amigos, al hablar de ella, la llamen sólo la Lata, y es la Lata, incluso para mí.
3

Pero no es una difamación, porque ese tipo de apodos nacen del amor.

Para mí está viva y me habla. A través de las plantas de los pies en la barra del timón, siento la tensión servicial y flexible de sus músculos. La voz resonante y gutural de sus tubos de escape tiene un timbre más articulado que la madera y el acero, más vibrante que los cables, y las chispas, y el golpeteo de los pistones.

Ahora me habla, dice que el viento es bueno, la noche es tranquila, el esfuerzo que se le ha pedido es el correcto para su potencia.

Vuelo rápido. Vuelo alto, en dirección sur-sudoeste sobre las colinas de Ngong. Estoy relajada.

Mi mano derecha descansa sobre la palanca y se comunica fácilmente con el querer y el poder de la avioneta. Estoy sentada en la parte posterior de la cabina. La parte delantera la ocupa el pesado tanque de oxígeno -atado con correas y en posición vertical en el asiento- cuya cúpula prominente y redonda me recuerda estúpidamente la rigidez en equilibrio de un pasajero en su primer vuelo.

El viento en los cables es como el desgarrón de una tela de seda bajo el zumbido mezclado del motor y la hélice. El tiempo y la distancia pasan con suavidad por la punta de mis alas, sin sonido, sin retorno, cuando miro hacia abajo por encima de las hondonadas sombreadas de noche del valle de Rift y me pregunto si Woody, el piloto perdido, podría estar allí -un pinchazo pequeño y humano de esperanza y de desesperación- escuchando el canto débil e indiferente de la Avian en vuelo hacia cualquier parte.

II

LOS HOMBRES AQUEJADOS DE AGUAS NEGRAS MUEREN

Al llegar casi al término de un vuelo a través de la oscuridad, se produce una sensación de vacío absoluto. E1 esquema general de las cosas con las que se ha vivido con intensidad -durante horas, dentro de un ruido zumbante, en un elemento totalmente desarraigado del mundo- queda de pronto interrumpido. La avioneta enfila hacia el suelo, las alas sienten la fricción más potente del aire de la tierra, las ruedas se posan y el motor susurra hasta quedar en silencio. El sueño del vuelo ha desaparecido de repente ante las realidades mundanas de la hierba que crece y el polvo en remolinos, el lento y pesado caminar de los hombres y la paciencia perdurable de los árboles enraizados. La libertad desaparece de nuevo, y las alas, que hace un instante eran similares a las de un águila, y más veloces, son una vez más, metal y madera, inertes y pesadas.

El claro de Nungwe parpadeó en mi horizonte una media hora antes del alba. A una altura de mil pies las vacilantes antorchas de petróleo crudo sólo marcaban el contorno de una estrecha pista, una fina cicatriz sobre el vasto cuerpo extendido del desierto.

Di una vuelta observando las antorchas que cedían ante el viento levantado y marcaban su dirección. Las sombras producidas por el movimiento de los hombres se entrecruzaron en el claro, se desplazaron, cambiaron de forma y quedaron inmóviles.

Un suave tirón del acelerador redujo el motor a un zumbido sin fuerza. Mantuve el morro de la Avian sobre las balizas hasta que el suelo se precipitó por debajo y las ruedas, al tocar tierra firme, hicieron que la avioneta avanzara por la pista en un torbellino de polvo y luz, anaranjada y vacilante. Detuve el motor, me relajé en el asiento y adapté mis oídos a la ausencia de silencio.

El aire era pesado, se le escapaba la vida. De la pista llegaban voces humanas que, entremezcladas con el zumbido sordo del avión, sonaban como el gemido débil de los caramillos o como los susurros aflautados de un bosque de bambú.

Descendí de la carlinga y observé a un grupo de figuras borrosas que se aproximaba por delante de las teas bailarinas. Por su forma de caminar y por su atuendo pude ver que la mayoría eran negros -kavirondo semidesnudos de voluminosas caderas que seguían a dos hombres blancos cuyos pasos eran más rápidos y firmes en el claro.

En algún lugar el motor viejo de un automóvil entró en acción y sus pistones y cojinetes gastados martilleaban como toques de tambor. El viento caluroso de la noche acechaba a través de los espinos y los leleshwas que rodeaban el claro. Traía el olor de las marismas, el olor del lago Victoria, el aliento de la maleza, las llanuras sofocantes y la breña enmarañada. Azotaba las antorchas e intentaba agarrarse a las diferentes superficies de la Avian. Pero llevaba consigo soledad y no tenía objetivo fijo, como si su paso no fuera más que una labor estéril, carente incluso de la promesa benefactora de lluvia.

Apoyada en el fuselaje, observé la cara de un hombre pequeño y fornido que iba perfilándose gradualmente hasta quedar encuadrada ante mí en la luz vacilante. Era un rostro fláccido bajo una parcela de cabellos grises, y sus ojos castaños parecían atrapados en una telaraña de líneas cansadas.

Sonrió y me tendió una mano que yo estreché.

-Soy el médico -dijo-. Yo envié el mensaje -señaló con la cabeza al otro hombre blanco que se encontraba a su lado-. Éste es Ebert. Pídale lo que necesite, té, comida, todo lo que quiera. No será de buena calidad, pero lo tendrá a su disposición.

Antes de poder responderle dio media vuelta, murmurando mientras se alejaba algo sobre las enfermedades y la hora que era y la lentitud de la furgoneta Ford que en ese momento atravesaba la pista a bandazos para recoger el oxígeno. Le seguían media docena de kavirondo.

Cualquiera de ellos era lo bastante grande como para levantar del suelo al pequeño doctor y transportarle con un solo brazo como si fuera un cabritillo. Por el contrario, caminaban desgarbados detrás de él a una cierta distancia que -pensé- debía de mantenerse inalterable en una mezcla perfecta de sencillo temor y sincero respeto.

-Llega usted pronto -dijo Ebert-. Ha tardado poco.

Era alto y anguloso, y vestía una camisa gris llena de manchas y unos pantalones anchos de pana remendados varias veces. Hablaba como excusándose, como si yo, visitante de la lejana y atractiva civilización de Nairobi, pudiera considerar que mi recibimiento era un tanto inferior al que tenía derecho a esperar.

-Arreglamos la pista lo mejor que pudimos -dijo.

Asentí mirándole a la cara huesuda y morena.

-Está muy bien -le aseguré-, mejor de lo que esperaba.

-E improvisamos una manga -extendió el brazo en dirección a un poste delgado alrededor del cual había media docena de teas. De la parte superior del poste colgaba un tubo fláccido de tela blanca y barata, del género americani, que tenía una cierta similitud con la pernera cortada de un pijama.

Con la brisa que corría, el tubo tendría que haber estado totalmente inflado pero, por el contrario, desafiando las reglas más elementales de la física, sólo se balanceaba en el aire con descarada indiferencia, tanto hacia la fuerza del viento como hacia su dirección.

Al acercarme vi que el extremo inferior estaba cosido con toda la fuerza que podían conferir un hilo y una aguja, por eso, como instrumento destinado a indicar la dirección del viento, su eficacia era menor que la de un par de pijamas completos.

Le expliqué a Ebert este error técnico de diseño y, en la semiluminosidad de las antorchas, tuve la satisfacción de ver que su rostro se distendía en lo que, sospeché, era su primera sonrisa desde hacía mucho, mucho tiempo.

-Lo que nos despistó fue la palabra calcetín -dijo-. No podíamos imaginarnos un calcetín con un agujero en la punta, ¡y mucho menos una manga!
4

Con la ayuda del pequeño doctor, que había caído en un silencio ensimismado, desatamos el tanque de oxígeno, lo sacamos de la parte delantera de la cabina y lo depositamos en el suelo. No pesaba demasiado, pero los kavirondo que lo recogieron alegremente y lo transportaron hacia la Ford llevaban la gruesa botella de metal como si de una pluma se tratara.

Es esa mezcla de fuerza física y buena disposición hacia el trabajo lo que ha convertido a los kavirondo en la mano de obra más dócil y segura del África Oriental.

Desde los imprecisos confines de un territorio de origen, el cual en un principio se extendía hacia el sur, desde el monte Elgon, unas doscientas millas más o menos a lo largo de las costas orientales del Victoria Nyanza, anduvieron errantes en todas direcciones, mezclándose, trabajando y riendo, hasta que la que antaño fuera una tribu asustadiza y desconocida, hoy se encuentra en todas partes, de tal manera que un viajero poco observador podría tomar a todos los nativos por kavirondo. Esta concepción errónea no resulta perjudicial en sí pero más vale no manifestarla en presencia de unos tragafuegos como los nandi, los somalíes o los masai, cuyo orgullo racial nada tiene que envidiar al más orgulloso de los orgullosos ingleses.

El kavirondo, aunque exento de conciencia racial, es al menos consciente de estar vivo y, en la sola y alegre comprensión de este hecho, encuentra un placer inagotable. Es el porteador de África, el chico para todo, el bufón despreocupado. Muestra una indiferencia afable ante la acusación de otras tribus más severas, no sólo de no estar circuncidado, sino de comer carne de animales muertos sin importarle demasiado la forma en que hayan sido sacrificados. Su resistencia a la infiltración de los blancos es, en el mejor de los casos, pasiva, pero, dado que ésta consiste en la simple estratagema de comer de buena gana y multiplicarse profusamente, es posible que algún día resulte un tanto excesiva.

Una vez descargado el oxígeno, observé que un grupo de aquellos hombres robustos y fuertes se congregaba alrededor de mi avioneta y miraba la elegancia de su diseño con una curiosidad halagadora. Uno de los más altos, tras permanecer mirándola boquiabierto por espacio de un minuto, retrocedió de repente y soltó unas carcajadas que hubieran hecho avergonzarse, si no salir huyendo, a la hiena más próxima.

Cuando le pedí, en swahili, que me explicara la gracia, pareció sentirse muy ofendido. Dijo que no había ninguna gracia, simplemente, ¡la avioneta estaba tan brillante y sus alas eran tan potentes que le habían entrado ganas de reír!

No pude menos que preguntarme qué habría sido África si a una constitución física como la de estos kavirondo le hubiera acompañado una inteligencia similar o, tal vez debiera decir, un ingenio similar al de sus hermanos blancos. En tal caso, supongo que la carretera a Nungwe sería ancha y espaciosa, estaría bordeada de gasolineras y las orillas del lago victoria se encontrarían salpicadas de centros de recreo, comunicados con Nairobi y la costa por ferrocarriles de libre competencia, probablemente anunciados como Líneas Kavirondo o Líneas Kikuyu. El país salvaje y subdesarrollado cambiaría de erial a paraíso de colonias residenciales, zonas de baño pintorescas y playas de moda, todo ello impregnado, en los días calurosos, del aroma sutil de la cultura europea.

Pero la esencia del progreso está en el tiempo y sólo nos queda esperar.

Según Ebert, mi anfitrión, que todavía hablaba como disculpándose, el pequeño doctor tendría que conducir durante una hora por lo menos antes de llegar a la mina de Nungwe propiamente dicha, donde yacía su paciente en una cabaña de paja, demasiado enfermo para ser trasladado.

-El doctor lo intentó todo -dijo Ebert mientras escuchábamos el chisporroteo de la Ford que se perdía de vista-, régimen, medicinas, incluso brujería, creo. Y ahora el oxígeno. El tipo enfermo es un minero de las minas de oro. Tiene los pulmones deshechos, el corazón débil y continúa vivo, pero Dios sabe hasta cuándo. Siguen viniendo y siguen muriendo. De acuerdo que hay oro, pero ésta no será nunca una ciudad próspera... excepto para los enterradores.

Al parecer no había respuesta a esta predicción pesimista, pero observé que Ebert la había hecho al menos con algo semejante a una amarga sonrisa. Pensé de nuevo en Woody y me pregunté si existiría aún alguna remota esperanza de encontrarlo en el camino de vuelta a Nairobi. Tal vez no, pero decidí salir en cuanto pudiera escaparme cortésmente.

Me ocupé de que la Avian quedara segura en la pista y después me encaminé hacia el poblado con Ebert, dejando atrás las hileras de teas de color rosa, ya impotentes al borde del amanecer.

Navajas grises de luz cortaban la oscuridad y, en unos instantes, vería el campamento minero en toda su soledad fría y, en cierto modo, valiente -un puñado de cabañas de paja, un laberinto de maquinaria usada, un almacén de hierro ondulado-. Varios perros desalentados y con el estómago vacío yacían despatarrados en el polvo y, tras los brazos retorcidos de los espinos circundantes, el campo se extendía como un telón de teatro abandonado, amarillo y sin lustre.

Ni una mujer. Ni un niño. Aquí, bajo el sol ecuatorial de África, se levantaba un lugar exento de calor humano, una comunidad en la que ni siquiera había risas.

Ebert me condujo hasta el interior de una de las cabañas mayores y me prometió un té, diciendo que esperaba no lo encontrara excesivamente malo, pues hacía sólo ocho meses que había repuesto las existencias de su almacén en una tienda hindú de Kisumu.

Desapareció por una puerta al fondo de la habitación, y yo me recosté en una silla y miré a mi alrededor.

Un quinqué, con el tubo agrietado y manchado de hollín, chisporroteaba en el centro de una tabla larga que, apoyada en dos barriles colocados en posición vertical sobre el suelo de tierra, hacía las veces de mesa. Detrás de la tabla había unos estantes en los que se desparramaban latas de carne de vaca, verduras y sopa, la mayoría de fabricación americana. En un extremo de la tabla se amontonaban varios números antiguos del
Punch y sobre
la silla situada frente a la mía descansaba un ejemplar del
Illustrated London News,
de octubre de 1929.

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