Ala de dragón (50 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

BOOK: Ala de dragón
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—Bien, ¿qué estragos has causado ahí abajo, además de haber estado a punto de matarnos a todos? —exigió el capitán.

Al teniente le corría un reguero de sangre por el rostro, tenía sus rubios cabellos salpicados de coágulos y manchas del rojo líquido y sus mejillas mostraban un tono ceniciento, con los ojos nublados por el dolor.

—Se soltó un cable, señor, y el ala derecha se deslizó. Ya hemos aparejado provisionalmente un nuevo cable y volvemos a tener el control de la nave.

El teniente Bothar'in no hizo mención de la caída contra la cubierta, de su esfuerzo hombro con hombro junto a un esclavo humano, ambos luchando desesperadamente para recuperar el dominio del ala y salvar las vidas de todos. No era preciso explicar tales cosas. La experimentada tripulación era consciente de la lucha a vida o muerte que se había desarrollado bajo sus pies. Tal vez el capitán también, pese a no haber comandado nunca una nave hasta aquel viaje, o quizá lo vio reflejado en el rostro de los tripulantes. Por eso no se lanzó a una diatriba contra el teniente y su incompetencia, sino que se limitó a preguntar:

—¿Ha muerto alguna de las bestias?
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Al teniente se le ensombreció la expresión.

—Un humano ha resultado gravemente herido, señor: el esclavo al que se le rompió el cable. Ha salido despedido y se ha estrellado contra el casco. El cable se le ha enroscado a la cintura y casi lo parte en dos antes de que pudiéramos liberarlo.

—Pero no ha muerto, ¿no es eso? —El capitán levantó una ceja perfectamente depilada.

—No, señor. El mago de a bordo se está ocupando de él ahora.

—¡Tonterías! Es una pérdida de tiempo. Que lo arrojen por la borda. Hay muchas más bestias como ésa en el lugar del que ha salido.

—Sí, señor —respondió el teniente con la mirada fija en algún punto inconcreto a la izquierda del hombro del capitán.

Una vez más, los ojos almendrados de los tripulantes elfos intercambiaron miradas con disimulo. Para ser sinceros, debe reconocerse que ninguno de ellos sentía el menor amor por los esclavos humanos. Con todo, aquellos humanos gozaban al menos de un cierto respeto, reconocido de mala gana, por no hablar del hecho de que la tripulación había decidido, perversamente, tomar partido siempre por aquel que sufriera los ataques del capitán. Todos los presentes en el puente, incluido el propio capitán Zankor'el, sabían que el teniente no tenía la menor intención de cumplir la orden.

La nave se estaba acercando al punto de encuentro con el Conducto Vital. El capitán Zankor'el no tenía tiempo para hacer una cuestión de aquel asunto, ni podía hacer otra cosa, en realidad, sino bajar y ocuparse en persona de que la orden fuera obedecida. Sin embargo, tal cosa iría en detrimento de su dignidad de comandante y podía salpicarle de sangre el uniforme.

—Eso es todo, teniente.

Vuelva a sus obligaciones —dijo, pues, y se dio la vuelta catalejo en mano para mirar por las portillas, alzando el artilugio óptico para comprobar si ya estaba a la vista la tubería. No obstante, Zankor'el no olvidó el incidente ni perdonó al teniente.

—Esto le costará la cabeza —murmuró a su geir, que se limitó a asentir, cerró los ojos y pensó en ponerse gravemente enfermo.

Por fin, la tubería del agua fue avistada descendiendo del cielo y la nave elfa se colocó en posición para guiarla y escoltarla. El conducto del agua era muy antiguo y había sido construido por los sartán cuando llevaron a los supervivientes de la Separación al mundo de Ariano, que tenía abundancia de agua en el Reino Inferior pero carecía de ella en los reinos superiores. La tubería era de un metal que no se oxidaba nunca. La aleación seguía siendo un misterio para los alquimistas elfos, que habían pasado siglos tratando de reproducirla. Accionada mediante un enorme mecanismo, la tubería caía por un pozo que atravesaba el continente de Aristagón. Una vez al mes, de forma automática, descendía por cielo abierto hasta el continente de Drevlin.

Aunque el conducto podía bajar por sí solo, era precisa una nave elfa para guiarlo hacia los Escollos Flotantes, donde tenía que ser conectado a un enorme surtidor. Cuando ambas bocas quedaban sujetas, la Tumpa-chumpa recibía una misteriosa señal y abría el paso del agua. Una combinación de fuerzas mágicas y mecánicas enviaban el líquido tubería arriba. Y en lo alto, en Aristagón, los elfos conducían el agua a inmensas cisternas de almacenamiento.

Después de la Separación, elfos y humanos habían convivido en paz en Aristagón y las islas que lo rodeaban. Bajo la dirección de los sartán, las dos razas compartían por igual el líquido vital. Sin embargo, con la desaparición de los sartán, su caro sueño de paz se hizo añicos. Los humanos dijeron que la guerra era culpa de los elfos, que habían caído poco a poco bajo el control de una poderosa facción de hechiceros. Los elfos afirmaron que los responsables eran los humanos, manifiestamente belicosos y bárbaros.

Los elfos, con sus vidas más largas, su población más numerosa y su conocimiento de las artes mágicas, habían demostrado ser los más fuertes y habían expulsado a los humanos de Aristagón, la fuente de agua del Reino Medio. Los humanos contraatacaron con ayuda de los dragones, asaltando las ciudades elfas para robarles el agua o abordando las naves elfas que transportaban el preciado líquido a las islas vecinas bajo el control elfo.

Un transporte de agua como el comandado por el capitán Zankor'el llevaba a bordo ocho enormes toneles de rara madera de roble (obtenida sólo los sartán sabían dónde), ribeteados con aros de acero. Cuando la nave regresaba a las islas elfas, llevaba agua en esos toneles, pero en su viaje de ida los recipientes iban llenos de la chatarra que los elfos daban a los gegs como pago
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.

Los elfos tenían un desprecio absoluto por los gegs. Si los humanos eran bestias, los gegs eran insectos.

CAPÍTULO 39

WOMBE, DREVLIN,

REINO INFERIOR

Los sartán construyeron la Tumpa-chumpa, nadie sabe cómo ni por qué. Los magos elfos habían hecho hacía tiempo un estudio minucioso de la máquina, del que sacaron en conclusión un montón de teorías, pero ninguna respuesta. La Tumpa-chumpa tenía algo que ver con el mundo, pero ¿qué? El bombeo de agua a los reinos superiores era importante, desde luego, pero para los magos resultaba evidente que tal trabajo podría haberlo llevado a cabo una máquina mágica mucho más pequeña y menos complicada (aunque también menos maravillosa).

De todas las construcciones de los sartán, los Levarriba eran las más impresionantes, misteriosas e inexplicables. Nueve brazos gigantescos, hechos de latón y acero, se alzaban de la coralita, algunos de ellos a varios menka de altura sobre el suelo. Sobre cada brazo había una mano enorme con los dedos de oro y goznes de latón en todas las articulaciones y en la muñeca. Las manos resultaban visibles a las naves elfas en su descenso y todos cuantos alcanzaban a verlas coincidían en que muñecas y dedos —de un tamaño tal que hubieran podido sostener una de las enormes naves de transporte de agua en la dorada palma— eran móviles.

¿Para qué habían sido diseñadas aquellas manos? ¿Habían cumplido su cometido? ¿Lo estaban cumpliendo todavía? Esto último parecía improbable. Todas, menos una, habían languidecido hasta caer en una agotada rigidez, como la de un cadáver. La única mano que aún poseía vida pertenecía a un brazo más corto que los demás y se erguía en un enorme círculo de brazos que circundaba una extensa zona correspondiente en tamaño, aproximadamente, a la circunferencia del ojo de la tormenta. El brazo corto estaba situado cerca del orificio de salida del agua y tenía la mano extendida y plana, con los dedos juntos y la palma hacia arriba, formando una plataforma perfecta en la que podía sostenerse en pie quien así quisiera. El interior del brazo estaba hueco, con un pozo en su centro. Un portalón en la base permitía el acceso, y cientos de peldaños que subían en espiral alrededor del hueco central permitían ascender hasta lo alto a los dotados de buenos pulmones y piernas resistentes.

Aparte de las escaleras, una puerta dorada y bellamente tallada conducía al pozo central del brazo. Entre los gegs corría una leyenda según la cual todo el que entrara por la puerta sería aspirado hasta la cima con la fuerza y velocidad del agua que surgía del geiser, y de ahí el nombre que daban los gegs a los artefactos, «Levarriba», aunque no se guardaba recuerdo de nadie que se hubiera atrevido a abrir la puerta dorada.

Allí, en aquel brazo, el survisor jefe, el ofinista jefe y otros gegs considerados dignos de compartir el honor se congregaban cada mes para dar la bienvenida a los welfos y recibir su pago por los servicios prestados. Todos los gegs de la ciudad de Wombe y los que acudían en peregrinación de sectores vecinos de Drevlin se aventuraban bajo la furiosa tormenta para reunirse en torno a la base de los brazos, observando el cielo y esperando que cayera de éste el soldo, como se lo conocía. Durante la ceremonia, se producían frecuentes heridos entre los gegs, pues nunca se sabía qué podía caer de los toneles de las naves welfas. (En cierta ocasión, un voluminoso sofá de terciopelo con patas como garras había acabado con una familia entera.) Pese a ello, todos los gegs estaban de acuerdo en que el riesgo merecía la pena.

La ceremonia de aquella mañana estaba especialmente concurrida, pues los cantores de noticias y el misor-ceptor habían corrido la voz de que Limbeck y sus dioses que no lo eran iban a ser entregados a los dioses que sí lo eran, los welfos. El survisor jefe, que esperaba problemas, parecía bastante desconcertado al observar que no se producían. La multitud, que había apretado el paso entre la coralita aprovechando un respiro entre tormenta y tormenta, estaba tranquila y en orden. Demasiado tranquila, pensó el survisor jefe mientras avanzaba chapoteando entre los charcos.

A su lado marchaba el ofinista jefe, cuyo rostro era el retrato de la indignación más hipócrita. Tras ellos venían los dioses que no lo eran. Considerando su situación, se tomaban las cosas bastante bien. También ellos guardaban silencio; incluso Limbeck, el agitador, quien parecía, al menos, amansado y serio. Su actitud proporcionó al survisor jefe la satisfacción de pensar que, por fin, el joven rebelde había aprendido la lección.

Los brazos apenas podían distinguirse entre las veloces nubes, con su acero y su metal despidiendo reflejos de la luz solar que únicamente brillaba en aquel lugar de todo Drevlin. Haplo los observó con indisimulado asombro.

—En nombre de la creación, ¿qué es eso?

Bane también los contemplaba boquiabierto y con los ojos como platos. Hugh explicó en breves palabras lo que sabía de los brazos; es decir, lo que había oído comentar sobre ellos a los elfos y que se reducía a casi nada.

—¿Entendéis ahora por qué resulta tan frustrante? —Dijo Limbeck, despertando de sus preocupaciones y contemplando casi con enfado los Levarriba que centelleaban en el horizonte—. Sé que si los gegs reuniéramos nuestros conocimientos y analizáramos la Tumpa-chumpa, comprenderíamos el cómo y el porqué. Pero no quieren. Sencillamente no quieren.

Irritado, dio un puntapié a un fragmento suelto de coralita y lo envió rodando por el suelo.

El perro, animado, se lanzó a perseguirlo dando alegres saltos entre los charcos. Los gardas que rodeaban a los prisioneros echaron miradas nerviosas al animal.

—El «porqué» es un arma peligrosa —comentó Haplo—. Desafía los usos antiguos a los que uno está acomodado; obliga a la gente a pensar en lo que hace, en lugar de llevarlo a cabo mecánica y estúpidamente. No es extraño que tus congéneres le tengan miedo.

—Creo que el peligro no está tanto en preguntarse el «porqué» como en creer que ha topado uno con la única respuesta —intervino Alfred, casi como si hablara consigo mismo.

Haplo lo oyó y pensó que era una sentencia bastante extraña para proceder de un humano. Aunque aquel Alfred era, en efecto, un humano muy extraño. La mirada del chambelán ya no se volvía furtivamente hacia las manos vendadas del patryn. Al contrario, parecía evitar mirarlas y también parecía evitar en lo posible el roce con él. Alfred parecía haber envejecido durante la noche. Las arrugas de preocupación eran más hondas y unas marcadas ojeras cubrían las bolsas de piel bajo sus párpados. Era evidente que había dormido poco o nada, aunque ello tal vez no fuera insólito tratándose de un hombre que iba a afrontar una batalla por su vida esa mañana.

Haplo se tocó las vendas, pensativo, para cerciorarse de que los reveladores signos mágicos tatuados en su piel estaban a cubierto. Mientras lo hacía, se vio obligado a preguntarse por qué razón el gesto le parecía, de pronto, vacío e inútil.

—No te preocupes, Limbeck —dijo Bane en voz muy alta, olvidando que estaban alejándose del estruendo de la enorme máquina—. ¡Cuando lleguemos junto a mi padre, el misteriarca, él tendrá todas las respuestas!

Hugh no sabía que acababa de decir el chiquillo, pero vio que Limbeck fruncía el entrecejo y echaba una mirada de temor hacia los guardianes, y advirtió que éstos observaban con suspicacia al príncipe y a sus compañeros. Sin duda, Bane había dicho alguna inconveniencia. ¿Dónde diablos estaba Alfred? Se suponía que debía ocuparse de su príncipe...

Se volvió, dio un golpe en el brazo al chambelán y, cuando éste alzó la mirada,
la Mano
le señaló al muchacho. Alfred parpadeó como si por un momento se preguntara quién era, pero enseguida reaccionó. Apretando el paso, resbalando y tropezando, y moviendo los pies en direcciones que uno no hubiera creído humanamente posibles, Alfred llegó al lado de Bane y, para distraer su atención, empezó a responder a las preguntas de Su Alteza sobre las armas de fuego.

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