Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Por desgracia, la mente de Alfred seguía concentrada en el terrible descubrimiento de la noche anterior y no en lo que estaba diciendo. Bane, a su vez, estaba concentrado en hacer cierto descubrimiento y, gracias a las irreflexivas respuestas del chambelán, se estaba acercando mucho a su objetivo.
Jarre y los miembros de la UAPP marchaban tras los gardas, quienes lo hacían a su vez detrás de los prisioneros. Ocultos bajo las capas, mantones y largas barbas llevaban tronadores, tintineadoras, un surtido de bocinas y alguno que otro gemidor de fuelle
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. En una reunión de la UAPP celebrada apresuradamente y en secreto avanzada la noche, Jarre había enseñado la canción a sus correligionarios. Siendo una raza amante de la música —los cantores de noticias habían mantenido informados a los gegs durante siglos—, no tuvieron problemas en aprenderla muy pronto. Luego, regresaron a sus casas y la cantaron a sus esposas, hijos y vecinos de confianza, que también la aprendieron. Nadie sabía muy bien por qué cantaban aquella pieza en concreto. Jarre había sido bastante imprecisa al respecto, pues ella tampoco estaba muy segura.
Corría el rumor de que era así cómo luchaban welfos y humanos: cantaban y hacían sonar las bocinas y los demás instrumentos. Cuando los welfos fueran derrotados (y podían serlo, ya que no eran inmortales) serían obligados a entregar más tesoros a los gegs.
Jarre, cuando supo que corría este rumor entre los miembros de la Unión, no lo negó. Al fin y al cabo, era algo parecido a la verdad.
Camino de los Levarriba, sus correligionarios parecían tan ansiosos y entusiasmados que Jarre estaba convencida de que los gardas leerían sus planes en los ojos radiantes y las sonrisas presumidas de la comitiva —por no hablar del hecho de que quienes portaban los instrumentos tintineaban, tronaban y en ocasiones gemían de la manera más misteriosa—. Al entender de los gegs, perturbar la ceremonia era en cierto modo un acto de justicia, pues aquellos rituales mensuales con los welfos eran un símbolo del trato de esclavos que recibía el pueblo geg. Quienes vivían en Drevlin —la mayoría de ellos pertenecientes al mismo truno que el survisor jefe— eran los únicos que recibían con regularidad el soldo mensual y, aunque el survisor jefe insistía en que todos los gegs podían acudir a reclamar el suyo, tanto él como el resto de moradores de Drevlin sabían que los gegs estaban atados a la Tumpa-chumpa y que sólo un puñado de ellos —y, en su mayor parte, ofinistas— podían abandonar su servidumbre el tiempo suficiente para complacerse con la visión de los welfos y para conseguir una parte de la recompensa que éstos entregaban en sus visitas.
Los gegs, muy exaltados, marchaban a la batalla y en sus manos tintineaban, tronaban y gemían las armas. Jarre, avanzando entre ellos, les recordó las instrucciones que les había impartido.
—Cuando los humanos empiecen a cantar, irrumpiremos en las escaleras cantando a voz en grito. Limbeck pronunciará un discurso...
Sonaron algunos aplausos.
—... y, junto con los dioses que no lo son, entrará en la nave...
—¡Queremos esa nave! —gritaron varios de sus correligionarios.
—¡No, no! —replicó Jarre con irritación—. Lo que queréis es la recompensa. Esta vez vamos a conseguir nuestro soldo. Integro.
El aplauso fue ahora multitudinario.
—¡El survisor jefe no se llevará esta vez ni un tapete de punto! ¡Limbeck subirá a la nave y viajará en ella a los mundos superiores, donde conocerá la Verdad, y volverá para proclamarla y liberar a su pueblo!
En esta ocasión, no hubo aplausos. Después de la promesa de acceder a la recompensa de los welfos —en especial a los tapetes de punto, de los que había una gran demanda últimamente—, a nadie le importaba ya la Verdad. Jarre se dio cuenta de ello y se entristeció, pues sabía que también apenaría a Limbeck si alguna vez se enteraba.
Pensando en Limbeck, Jarre se abrió paso poco a poco entre la multitud hasta que se encontró caminando detrás de él. Cubriéndose la cabeza con el mantón para que nadie la reconociera, mantuvo sus ojos y sus pensamientos fijos en Limbeck.
Jarre quería acompañarlo; al menos, se decía a sí misma que lo deseaba. Sin embargo, no había protestado demasiado y había guardado completo silencio cuando Limbeck le había dicho que debía quedarse en Drevlin y encabezar el movimiento en su ausencia.
En realidad, Jarre estaba asustada. Al parecer, había espiado por una rendija y había visto fugazmente algún fragmento de la Verdad durante su recorrido por los túneles con Alfred. La Verdad no era algo que uno salía a buscar y encontraba con facilidad. La Verdad era amplia, vasta, profunda e inacabable, y lo único que uno podía esperar era ver una pequeña parte de ella. Y ver esa pequeña parte y confundirla por el todo era falsear tal Verdad.
Pero Jarre había dado su promesa. No podía defraudar a Limbeck, cuando aquello significaba tanto para él. Y también estaba su pueblo, sumido en la mentira. Sin duda, un poco de Verdad lo beneficiaría y no le haría daño.
Los gegs que avanzaban junto a Jarre comentaban lo que harían con su soldo. Jarre permaneció callada, con los ojos clavados en Limbeck; no estaba muy segura de si prefería que sus planes se cumplieran o se vieran frustrados.
El survisor jefe llegó ante el portalón ubicado al pie del brazo. Vuelto hacia el ofinista jefe, aceptó ceremoniosamente una gran llave, casi mayor que su mano, y la utilizó para abrir el cerrojo.
—Traed a los prisioneros —ordenó, y los gardas condujeron al grupito hacia la puerta.
—¡Cuidado con el perro! —masculló el ofinista jefe, largando un puntapié al animal, que le olisqueaba los zapatos con gran interés.
Haplo llamó al perro a su lado. El survisor jefe, su cuñado el ofinista, varios miembros de la guardia personal del survisor y el grupo de prisioneros penetraron en el Levarriba. En el último momento, Limbeck se detuvo en el umbral y, volviéndose, paseó la mirada por la multitud. Al reconocer a Jarre, la contempló larga e intensamente. La expresión de Limbeck era serena y resuelta. No llevaba puestas las gafas, pero Jarre tuvo la sensación de que la estaba viendo con toda claridad.
Tragándose las lágrimas, Jarre alzó una mano en un amoroso gesto de despedida. La otra mano, oculta bajo la capa, asía su arma: una pandereta.
LEVARRIBA, DREVLIN,
REINO INFERIOR
—Capitán —informó el teniente tras estudiar el terreno a sus pies—, se observa una cantidad inusual de gegs esperándonos en la Palma.
—No son gegs, teniente —replicó el capitán, con el ojo en el catalejo—. Por su aspecto, yo diría que son humanos.
—¡Humanos! —El teniente continuó mirando hacia la Palma. Sus manos deseaban vehementemente arrancarle el catalejo al capitán para comprobar lo que decía.
—¿Qué deduce usted de eso, teniente? —inquirió el capitán.
—Yo diría que problemas, señor. He servido muchos años en esta ruta, y mi padre antes que yo, y jamás he oído hablar de que se haya encontrado a algún humano en el Reino Inferior. Yo le sugeriría... —el teniente se interrumpió, mordiéndose la lengua.
—¿Sugeriría? —repitió el capitán Zankor'el en tono peligroso—. ¿Usted le
sugeriría
a su comandante? Vamos, teniente, ¿qué sugeriría?
—Nada, señor. No es mi cometido.
—No, no, teniente. Insisto —replicó Zankor'el, con una mirada a su geir.
—Sugeriría que no atracásemos hasta haber descubierto qué sucede.
Era una propuesta perfectamente lógica y razonable, como bien sabía el capitán, pero ello significaba dialogar con los gegs y Zankor'el no conocía una sola palabra del idioma geg. El teniente, en cambio, sí lo hablaba. El capitán llegó de inmediato a la conclusión de que estaba ante otro truco de su subordinado para burlarse de él, ¡del capitán Zankor'el de la familia real, ante los ojos de la tripulación! Bothar'in ya lo había hecho en una ocasión, con su condenada y estúpida heroicidad.
Zankor'el decidió que prefería ver su alma en la cajita con incrustaciones de lapislázuli y calcedonia que el geir llevaba consigo en todo momento, antes que permitir que tal cosa sucediera de nuevo.
—No sabía que le dieran tanto miedo los humanos, teniente —contestó, pues—. No puedo tener a mi lado a un hombre asustado en lo que podría ser una situación peligrosa. Vaya a su camarote, teniente Bothar'in, y quédese allí lo que resta de viaje. Yo me ocuparé de las bestias.
Un silencio de perplejidad cayó sobre el puente. Nadie sabía dónde mirar y, por tanto, todos evitaban mirar a cualquier lado. Una acusación de cobardía contra un oficial elfo significaba la muerte a su regreso a Aristagón. Desde luego, el teniente podría hablar en su propia defensa ante el tribunal, pero su único recurso sería denunciar al capitán. Y, si éste era miembro de la familia real, ¿a quién creerían los jueces?
La cara del teniente estaba rígida; sus ojos almendrados no parpadeaban. Un tripulante abatido comentaría más tarde que había visto más vida en muchos cadáveres.
—Como ordene, señor. —El teniente dio media vuelta con marcialidad y abandonó el puente.
—¡Si hay algo que no voy a tolerar, es la cobardía! —exclamó el capitán Zankor'el—. ¡Que todo el mundo lo tenga presente!
—Sí, señor —fue la respuesta seca y fría de unos hombres que habían servido a las órdenes del teniente en varias batallas contra los elfos rebeldes y contra los humanos, y que conocían mejor que nadie el valor de Bothar'in.
—Que venga el mago de a bordo —ordenó el capitán, observando de nuevo por el catalejo al pequeño grupo congregado en la palma de la mano gigantesca.
Mandaron llamar al mago de a bordo, que apareció de inmediato. Algo aturdido, el hechicero estudió la expresión de los reunidos en el puente como si quisiera asegurarse de que era cierto el rumor que había oído mientras acudía hacia allí.
Nadie lo miró. Nadie se atrevía a hacerlo. No era preciso: viendo sus caras tensas sus miradas fijas, el mago de a bordo adivinó la respuesta.
—Vamos a tener un encuentro con humanos, mago. —El capitán lo dijo con voz imperturbable, como si no sucediera nada anormal—. Supongo que se habrán repartido silbatos a toda la tripulación.
—Sí, capitán.
—¿Todo el mundo está familiarizado con su uso?
—Creo que sí, señor. El último combate de esta nave fue con un grupo de rebeldes elfos que nos abordó...
—No te he pedido que recites el historial bélico de la nave, ¿verdad, mago?
—No, capitán.
El mago de a bordo no se disculpó. A diferencia de la tripulación, él no estaba obligado a obedecer las órdenes de un capitán de nave. Dado que sólo ellos conocían el empleo adecuado de sus artes misteriosas, los hechiceros eran responsables únicamente de mantener la magia a bordo de las naves. Un capitán insatisfecho con el trabajo de un mago podía presentar acusaciones contra él, pero el hechicero sería juzgado por el Consejo de los Arcanos, no por el Tribunal Naval. Y, en tal juicio, no importaría si el capitán era miembro de la familia real pues todo el mundo sabía quiénes eran los auténticos gobernantes de Aristagón.
—¿La magia funciona? —Prosiguió el capitán—. ¿Está en plena operatividad?
—Los tripulantes sólo tienen que llevarse el silbato a los labios. —El mago de a bordo se puso muy erguido y miró al capitán con aire altivo. Ni siquiera añadió el acostumbrado «señor». Se estaba poniendo en duda su capacidad.
El geir, que también era mago, advirtió que Zankor'el se había excedido en su autoridad.
—Y lo has hecho todo muy bien, mago de a bordo —intervino con voz apaciguadora y zalamera—. Desde luego, comentaré elogiosamente tu trabajo cuando volvamos a puerto.
El mago de a bordo replicó con una sonrisa burlona. ¡Como si le importara mucho la opinión de un geir! Pasarse la vida corriendo tras chiquillos malcriados con la esperanza de atrapar un alma... ¡Eso era casi lo mismo que ser un criado y correr tras un perro faldero con la esperanza de poder recoger sus excrementos!
—¿Nos acompañarás en el puente? —preguntó el capitán con cortesía siguiendo la sugerencia del geir.
El mago de a bordo no tenía intención de moverse de él. Allí estaba su puesto de combate y, aunque en esta ocasión el capitán actuaba con absoluta corrección al formular la invitación, el hechicero decidió tomarla como un insulto.
—Por supuesto —declaró en tono seco y frío. Se acercó a las portillas, observó la Palma y el grupo de gegs y humanos y añadió—: Creo que deberíamos establecer contacto con los gegs y averiguar qué sucede.
¿Sabía el mago que ésta había sido la sugerencia del teniente? ¿Sabía que tal comentario había precipitado la crisis en que se encontraban? El capitán, con sus enjutas mejillas encendidas, le dirigió una mirada furibunda. El mago de a bordo, vuelto de espaldas, no la advirtió. El capitán abrió la boca pero, al percatarse de que su geir movía la cabeza a modo de advertencia, volvió a cerrarla rápidamente.
—¡Esta bien! —Zankor'el estaba haciendo un evidente esfuerzo por contener su cólera. Al escuchar un ruido a sus espaldas, se volvió en redondo y clavó una mirada furiosa en la tripulación, pero todos los hombres parecían concentrados en sus respectivas tareas.
Con una rígida reverencia, el mago de la nave ocupó una posición en la proa, junto al mascaron. Ante él tenía una bocina cónica fabricada con un diente de grenko ahuecado
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. En el extremo más ancho, el diente llevaba un parche de piel de tiero que amplificaba por arte de magia la voz que se proyectaba en su interior. El sonido surgía con gran potencia por la boca abierta del dragón y resultaba muy impresionante incluso para aquellos que sabían cómo funcionaba. Para los gegs, constituía un milagro.