Ala de dragón (65 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

BOOK: Ala de dragón
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En su deambular sin rumbo, el chambelán se encontró cerca de la puerta de Bane. Inmerso en su agitación interior, el pasillo lóbrego y sombrío se le hizo borroso delante de los ojos. Se detuvo hasta que se le aclarara la vista, ansiando que sucediera lo mismo con sus pensamientos, y llegó a sus oídos el murmullo de unas sábanas y la voz del chiquillo llorando y maldiciendo. Tras echar un vistazo arriba y abajo del pasillo para cerciorarse de que no lo veía nadie, Alfred alzó dos dedos de la mano derecha y trazó un signo mágico sobre la puerta. La madera pareció desaparecer bajo sus órdenes y le permitió ver el interior como si no estuviera.

Bane arrojó el amuleto a un rincón de la estancia.

—¡Nadie me quiere y me alegro de ello! ¡Yo tampoco los quiero! ¡Los odio! ¡Los odio a todos!

El chiquillo se dejó caer en el lecho y hundió el rostro en la almohada. Alfred exhaló un suspiro profundo y agitado. ¡Por fin! ¡Por fin había sucedido, y justo cuando su corazón empezaba ya a desesperar!

Había llegado el momento de alejar al muchacho del borde de la trampa de Sinistrad. Alfred dio un paso adelante, sin acordarse de la puerta, y estuvo a punto de darse de frente contra la madera, pues el hechizo no la había quitado de su sitio sino que, simplemente, le permitía ver a través de ella.

El chambelán se dominó y, al propio tiempo, se dijo: «No; yo, no. ¿Qué soy yo? Un criado, nada más. Su madre. ¡Sí, su madre!».

Bane escuchó un ruido en la alcoba. Se apresuró a cerrar los ojos y permaneció inmóvil. Se había cubierto la cabeza con la manta y se enjugó las lágrimas con un rápido y sigiloso movimiento de la mano.

¿Era Sinistrad, que venía a decirle que había cambiado de idea?

—¿Bane?

La voz era suave y delicada. Su madre.

El muchacho fingió estar dormido. « ¿Qué querrá?», pensó. « ¿Quiero hablar con ella?» Sí, decidió, escuchando de nuevo las palabras de su padre; le apetecía conversar con su madre. Toda su vida, se dijo, los demás lo habían utilizado para sus propósitos. Era hora de que él empezara a hacer lo mismo con ellos.

Con un parpadeo soñoliento, Bane alzó su cabecita despeinada de debajo de las sábanas. Iridal se había materializado en la alcoba y se encontraba al pie de la cama. Poco a poco, una luz que surgía de su interior empezó a iluminar a la mujer y bañó al muchacho con un resplandor cálido y delicioso mientras el resto de la estancia permanecía en sombras. Bane miró a su madre y supo, por la expresión apenada de su rostro, que había advertido sus ojos llorosos. «Estupendo», pensó. Una vez más, podía recurrir a su arsenal.

—¡Oh, hijo mío! —Iridal se acercó a él y se sentó en la cama. Pasándole el brazo por los hombros, lo estrechó contra sí y lo llenó de caricias.

Una sensación de deliciosa calidez envolvió al chiquillo. Acurrucado en aquellos brazos acogedores, se dijo a sí mismo: «Le he dado a mi padre lo que quería. Ahora le toca el turno a ella. ¿Qué quiere de mí?»

Nada, al parecer. Iridal rompió a llorar y a decirle con murmullos incoherentes lo mucho que lo había añorado y cuánto había deseado tenerlo junto a ella. Esto dio una idea a Bane.

—¡Madre! —La interrumpió, mirándola con sus ojos azules llenos de lágrimas—. ¡Yo quiero estar contigo, pero mi padre dice que va a mandarme lejos!

—¡Mandarte lejos! ¿Adonde? ¿Por qué?

—¡Al Reino Medio, con esa gente que no me quiere! —Tomó su mano y la estrechó con fuerza entre las suyas—. ¡Quiero quedarme contigo! ¡Contigo y con mi padre!

—Sí —murmuró Iridal. Atrajo a Bane contra su pecho y lo besó en la frente—. Sí... Una familia, como siempre he soñado. Tal vez existe una posibilidad. Quizá no pueda salvarlo yo, pero sí su propio hijo. Seguro que no podrá traicionar un amor y una confianza tan inocentes. Esta mano —besó los dedos del niño, bañándolos de lágrimas—, esta mano puede apartarlo del oscuro camino que ha emprendido.

Bane no entendió de qué hablaba. Para él, todos los caminos eran uno, ni luminoso ni oscuro, y todos conducían al mismo objetivo: que la gente hiciera lo que él quería.

—Hablarás con mi padre —pidió mientras se escabullía del abrazo de la mujer, considerando que, después de todo, los besos y abrazos podían llegar a ser un fastidio.

—Sí, hablaré con él mañana.

—Gracias, madre. —Bane bostezó.

—Deberías estar durmiendo —dijo Iridal, levantándose—. Buenas noches, hijo mío. —Con ternura, arregló las ropas en torno a Bane y se inclinó para posar un beso en su mejilla—. Buenas noches.

El resplandor mágico empezó a apagarse. Iridal levantó las manos, se concentró con los ojos cerrados y desapareció de la habitación.

Bane sonrió en la oscuridad. No tenía idea de qué clase de influencia podría ejercer su madre; sólo podía tomar como referencia a la reina Ana, que normalmente conseguía lo que quería de Stephen.

Pero, si aquello no funcionaba, siempre quedaba el otro plan. Para que este último diera resultado, tendría que revelar gratis algo que suponía de inestimable valor. Sería discreto, desde luego, pero su padre era listo. Sinistrad podía adivinarlo y robárselo. De todos modos, pensó el chiquillo, quien nada arriesga, nada gana.

Probablemente, no tendría que resignarse. Todavía no. No lo mandarían lejos. Su madre se encargaría de eso.

Bane, satisfecho, apartó la ropa de la cama a patadas.

CAPÍTULO 52

CASTILLO SINIESTRO,

REINO SUPERIOR

A la mañana siguiente, Iridal penetró en el estudio de su esposo. Encontró allí a su hijo con Sinistrad, ambos sentados ante el escritorio de su esposo, repasando unos dibujos realizados por Bane. El perro, tendido a los pies del niño, levantó la cabeza al verla y batió el suelo con la cola.

Iridal hizo una pausa en el umbral. Todas sus fantasías se habían hecho realidad. Un padre amante, un hijo adorable; Sinistrad dedicando pacientemente su tiempo a Bane, estudiando el resultado del trabajo del muchacho con una fingida seriedad que resultaba enternecedora. En aquel instante, viendo la cabeza cubierta con el bonete tan cerca de la cabecita rubia, oyendo el murmullo de las voces —una joven, vieja la otra— llenas de excitación por lo que sólo podía ser algún proyecto infantil de su hijo, Iridal se lo perdonó todo a Sinistrad. Con gusto habría barrido y desterrado de su recuerdo todos los años de horror y sufrimiento, si él le hubiera concedido aquello.

Adentrándose en la estancia casi con timidez —hacía muchos años que no pisaba el santuario de su esposo—, Iridal intentó hablar pero no le salieron las palabras. Sin embargo, el sonido ahogado llamó la atención de padre e hijo. Uno la miró con una sonrisa radiante, cautivadora. El otro pareció molesto.

—Bien, esposa, ¿qué quieres?

Las fantasías de Iridal se tambalearon, desvanecida la brillante niebla por la voz fría y la mirada helada de los ojos sin pestañas.

—Buenos días, madre —dijo Bane—. ¿Quieres ver mis dibujos? Los he hecho yo mismo.

—Si no molesto... —La mujer miró a Sinistrad, dubitativa.

—Acércate, pues —concedió él con displicencia.

—Vaya, Bane, son magníficos. —Iridal tomó varias láminas y las volvió a la luz del sol.

—He usado la magia. Padre me ha enseñado. He pensado lo que quería dibujar, y la mano se ha encargado de hacerlo. Aprendo magia muy deprisa —aseguró el chiquillo, mirando a su madre con una expresión encantadora—. Padre y tú podríais enseñarme en las horas libres. No os molestaría.

Sinistrad tomó asiento. La túnica de grueso moaré crujió con un ruido seco, como el aleteo de un murciélago. Entreabrió los labios en una helada sonrisa que disipó los últimos jirones de las fantasías de Iridal. La mujer habría huido a sus aposentos de no haber estado allí Bane, mirándola esperanzado y rogándole en silencio que continuara. El perro volvió a apoyar la cabeza entre las patas y sus ojos se movieron de un lado a otro, atentos a quien hablaba.

—¿Qué..., qué son esos dibujos? —Preguntó Iridal con un titubeo—. ¿La gran máquina?

—Sí —contestó Bane—. Mira, ésa es la parte que los gegs llaman el utro. Padre dice que eso quiere decir el «útero» y es donde nació la Tumpa-chumpa. Y esta parte pone en acción una gran fuerza que pondrá todas las islas...

—Con eso basta, Bane —lo interrumpió Sinistrad—. No debemos entretener a tu madre; tiene que atender a los... invitados. —Tardó en decir la palabra y dedicó a Iridal una mirada que la hizo enrojecer y que causó la confusión en sus pensamientos—. Supongo que has venido aquí con algún propósito, esposa. ¿O tal vez sólo para asegurarte de que tenía el tiempo ocupado, de modo que tú y ese atractivo asesino...?

—¿Cómo te atreves...? ¿Qué? ¿Cómo lo has llamado?

A Iridal empezaron a temblarle las manos y se apresuró a dejar de nuevo sobre el escritorio las láminas que sostenía en ellas.

—¿No lo sabías, querida? Uno de nuestros invitados es un asesino profesional. Hugh
la Mano,
es su apodo; una mano manchada de sangre, si me perdonas la pequeña broma. Tu galante campeón fue contratado para matar al niño. —Sinistrad le desordenó el cabello a Bane—. De no haber sido por mí, esposa, este chico tuyo no habría vuelto nunca a casa. Yo desbaraté los planes de Hugh...

—¡No te creo! ¡No es posible!

—Sé que te sorprende, querida, descubrir que tenemos en casa a un invitado que nos asesinaría a todos en nuestros propios lechos. Pero no temas: he adoptado todas las precauciones. El mismo me hizo un favor anoche al beber en exceso y caer en ese ciego letargo. Ha resultado muy fácil trasladar su cuerpo empapado en vino a un lugar bajo custodia. Bane dice que hay una recompensa por ese hombre, así como por el criado traidor del muchacho. Esa cantidad servirá para financiar mis planes en el Reino Medio. Y bien, querida, ¿qué es lo que querías?

—¡Que no me quites a mi hijo! —Iridal jadeó buscando aire, como si acabaran de echarle encima un cubo de agua fría—. Haz lo que quieras, no me opondré, ¡pero déjame a mi hijo!

—Hace apenas unos días, renegabas de él. Ahora dices que lo quieres contigo. —Sinistrad se encogió de hombros—. Esposa mía, no puedo someter al muchacho a tus impulsos caprichosos, que cambian cada día. Bane debe regresar al Reino Medio y asumir sus obligaciones. Y, ahora, es mejor que te vayas. Me alegro de que hayamos tenido esta pequeña charla. Deberíamos tenerlas más a menudo.

—Madre —intervino Bane—, creo que antes deberías haber hablado de esto conmigo. ¡Yo
quiero
volver allí! Estoy seguro de que padre sabe qué es lo mejor para mí.

—Yo también estoy segura —musitó Iridal.

Dando media vuelta, la mujer salió del estudio con porte digno y sereno, y consiguió alejarse por el pasillo helado y tenebroso antes de echarse a llorar por su hijo perdido.

—En cuanto a ti, Bane —declaró Sinistrad, devolviendo a su lugar correspondiente los dibujos que Iridal había desordenado—, no vuelvas a intentar nada parecido conmigo. Esta vez he castigado a tu madre, que debería haber sido más prudente. La próxima vez, te tocará a ti.

Bane aceptó en silencio la reprimenda. Era estimulante que, para variar, su oponente en la partida fuera tan habilidoso como él mismo. Empezó a repartir la siguiente mano, con movimientos rápidos para que su padre no advirtiera que las cartas salían del fondo de una baraja preparada.

—Padre —dijo Bane—, quiero preguntarte una cosa sobre magia.

—¿Sí? —Una vez restaurada la disciplina, a Sinistrad le complació el interés del muchacho.

—Un día vi a Triano dibujando algo en una hoja de papel. Era como una letra del alfabeto, pero no exactamente. Cuando le pregunté, estrujó el papel y lo arrojó al fuego con gesto nervioso. Dijo que era magia y que no debía molestarlo con preguntas al respecto.

Sinistrad levantó la cabeza de los dibujos que estaba estudiando y volvió la atención a su hijo. Bane respondió a la mirada curiosa de sus ojos penetrantes con la expresión ingenua que tan bien sabía utilizar el muchacho. El perro se sentó sobre las patas traseras y empujó con el hocico la mano de Bane, pidiendo que lo acariciara.

—¿Cómo era ese símbolo?

Bane trazó una runa en el reverso de uno de los dibujos.

—¿Eso? —Sinistrad soltó un bufido—. Es un signo esotérico, utilizado en la magia rúnica. Ese Triano debe de ser más estúpido de lo que yo pensaba, para andar jugando con ese arte arcano.

—¿Por qué?

—Porque sólo los sartán eran expertos en runas.

—¡Los sartán! —El muchacho pareció asombrado—. ¿Sólo ellos?

—Bueno, se decía que en el mundo que existía antes de la Separación, los sartán tenían un enemigo mortal, un grupo tan poderoso como ellos y más ambicioso; un grupo que quería usar sus poderes casi divinos para gobernar, y no para guiar. Se los conocía como los patryn.

—¿Seguro que nadie más puede utilizar esa magia?

—¿No te lo he dicho ya una vez? ¡Cuando yo digo una cosa, hablo en serio!

—Lo siento, padre.

Ahora que estaba seguro, Bane podía permitirse ser magnánimo con un oponente perdedor.

—¿Qué hace esa runa, padre?

Sinistrad observó el dibujo.

—Es una runa curativa, creo —repuso sin interés.

Bane sonrió y dio unas palmaditas al perro, que le lamió los dedos en agradecimiento.

CAPÍTULO 53

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