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Authors: Laura Gallego García

Alas de fuego (12 page)

BOOK: Alas de fuego
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—Son preciosas, Ahriel —aseguró Bran—. Pero no volveré a tocarlas si no quieres.

Ahriel calló un momento.

—No —dijo finalmente—. Puedes hacerlo. Pero con cuidado.

Bran rozó las plumas de sus alas con tanta ternura que Ahriel se estremeció entera.

—¿Te molesta?

—No. Me gusta —añadió, sorprendida.

Bran se separó un poco de ella para mirarla a los ojos, y sonrió.

Ahriel también sonrió.

Los días siguientes fueron muy confusos para Ahriel. Aquel torrente de emociones que la inundaba por dentro parecía haber acallado completamente la voz de su conciencia, que era también la voz de lo que sus mayores le habían enseñado desde su nacimiento.

Los ángeles no amaban, porque aquel tipo de emociones hacían que perdiesen objetividad.

Y, por descontado, los ángeles no amaban a los humanos.

Pero allí, en Gorlian, con Bran, todo aquello parecía haber quedado muy atrás. Ahriel llevaba tanto tiempo sin poder utilizar las alas que se había acostumbrado a ver las cosas a ras de suelo, como hacían los humanos.

Y, por el momento, sólo podía ver a Bran.

Día a día, Ahriel iba explorando poco a poco la infinidad de matices que poseía aquel sentimiento que hasta entonces le había estado vedado. Se sentía como una niña tímida e insegura, y había descubierto que llegaba a gustarle aquella sensación. Nunca había cerrado los ojos para dejarse llevar de aquella manera, pero ahora lo estaba haciendo, y sentía que, aunque quisiera, no tendría poder para obrar de otro modo.

Pero una mañana se despertó y vio a Bran dormido junto a ella, y recordó lo que había sucedido la noche anterior. Y una oleada de miedo y vergüenza la desbordó, ocultando las emociones que habían gobernado su vida en los últimos días, convirtiéndola en un bote solitario a merced de la tormenta.

Se levantó de un salto y buscó sus ropas. No se atrevió a mirar a Bran en ningún momento.

El joven despertó cuando ella ya estaba en la puerta.

—¿Ahriel? —murmuró, medio dormido—. ¿A dónde vas?

—Necesito estar sola —dijo ella—. Yo... lo siento. Adiós, Bran.

El humano percibió algo extraño en su voz, y se levantó de un salto.

—¡Espera, Ahriel! ¡No te vayas!

Salió a la puerta de la cabaña, olvidando que estaba completamente desnudo, y miró a su alrededor.

Ahriel ya se había ido.

El ángel recorrió la Cordillera sin rumbo fijo, confusa y perdida. Sentía que, en algún lugar de su corazón, su amor por Bran seguía allí, aguardando a que ella volviese a buscarlo. Pero, por el momento, la voz de su conciencia sonaba más fuerte. De alguna manera, Ahriel sentía que había traspasado un límite que jamás habría debido cruzar.

—Pero yo le quiero —dijo en voz alta.

Una parte de su ser deseaba volver corriendo a la cabaña, a buscar a Bran, y no volver a separarse de él.

La otra se encogía de miedo ante la sola idea de volver a verlo.

Al caer la tarde se encontró casualmente con el Loco Mac, que aporreaba el suelo rocoso con una piedra sin lograr arañar apenas la superficie.

—Estoy haciendo un pasadizo para escapar de aquí —le confió—. Aunque, ¿sabes lo que encontraré más abajo?

—No —dijo Ahriel en voz baja—. ¿Qué encontrarás?

—Más cristal.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

—Para escapar de aquí.

Ahriel sabía por experiencia que no valía la pena tratar de hablar con él. Aunque a veces se enfurecía y atacaba a cualquiera que se le pusiese lo bastante cerca, la mayor parte de las veces se mostraba bastante amigable, si bien lo que decía solía carecer de sentido.

—No soy humana —le dijo, sin saber muy bien por qué.

—Yo tampoco —respondió el Loco Mac.

—Pero creo que tampoco soy un ángel. Ya no.

—Nadie lo es.

—Me he comportado como un ser humano durante demasiado tiempo. Ya no puedo ser objetiva. Pero, si no soy un ángel, pero tampoco soy humana, ¿qué soy?

El Loco Mac no respondió. Seguía golpeando la roca con fe inquebrantable.

Ahriel no quiso molestarlo más. Se alejó de allí en silencio, tratando de poner en orden sus caóticos sentimientos.

«Necesito saber quién soy», pensaba todavía cuando, horas más tarde, contemplaba el cielo encapotado, sentada sobre una enorme roca.

Sintió de pronto una súbita y apremiante necesidad de volver a ver a Bran, de hablar con él, de confesarle sus dudas y sus temores. Recordó que había salido por la mañana sin decirle a dónde iba, y estaba a punto de anochecer. Sin duda estaría preocupado.

Se levantó y se encaminó con presteza a la cabaña. Entonces empezó a llover torrencialmente, y Ahriel se apresuró. Su casa tenía goteras, y siempre era necesaria la colaboración de los dos para contenerlas. Imaginó a Bran tratando de taponar todas las grietas a la vez, y sonrió. Algo en su interior se rebeló contra la idea de abandonarlo para siempre. ¿Por qué?, dijo aquella vocecita sediciosa. A nadie en Gorlian iba a importarle. De hecho, desde el primer momento todos habían dado por sentado que ellos dos eran pareja. Y en cuanto a la gente del exterior... bueno, seguramente no volvería a verlos. Y tampoco debía de importarles demasiado a los demás ángeles, puesto que la habían dejado abandonada a su suerte en Gorlian.

Cuando se acercaba a la cabaña, sin embargo, oyó un grito que la hizo detenerse, horrorizada.

Era Bran.

Ahriel echó a correr, mientras la lluvia caía sin piedad sobre ella. Cuando llegó a la cabaña descubrió a un grupo de hombres rodeando a su amigo, que se doblaba sobre sí mismo, probablemente a causa del dolor que le producía el golpe que acababan de asestarle.

Ahriel distinguió allí a Yuba y a otros dos guerreros que conocía; también había una mujer, pero no pudo identificarla porque estaba de espaldas a ella.

—¡Deteneos! —gritó, pero un trueno ahogó su voz.

Uno de los hombres tiró de Bran sin ningún miramiento hasta ponerlo en pie. Ahriel vio que Yuba alzaba el brazo. Su mano sostenía algo recto y alargado, acabado en punta.

—¡¡No!! —chilló el ángel.

Yuba descargó su arma sobre Bran, que gimió.

Cegada por la desesperación, Ahriel cayó sobre aquellos hombres desde la oscuridad. Su puñal encontró el modo de llegar hasta la espalda de Yuba, que se desplomó en el suelo, muerto. Algo rebotó sobre la roca con un sonido metálico. Ahriel lo miró, sin dar crédito a sus ojos.

Era una espada.

Se apresuró a recogerla del suelo. Miró a su alrededor, blandiéndola amenazadoramente. Los demás retrocedieron. Un relámpago iluminó el rostro de la mujer.

Se trataba de Gia.

—El Rey de la Ciénaga os quiere muertos —dijo—. Recuérdalo.

Ahriel no dijo nada. Se colocó frente al cuerpo de Bran, en ademán protector, sin dejar de mirar a los agresores. Ninguno de ellos llevaba espada.

—¿A qué esperáis? —dijo Gia—. ¡Atacad!

Los dos hombres alzaron sus garrotes y, con un grito salvaje, se abalanzaron sobre ella. Ahriel descubrió enseguida que no había perdido destreza en aquel tiempo. Con un par de movimientos acabó con ellos.

—Antes no hacía esto —le aseguró a Gia—. Sólo mataba si era completamente necesario. Antes... en otro tiempo... los habría dejado inconscientes. Pero Bran...

Gia no se movió. Ahriel sintió que algo cálido le corría por la mejilla y comprobó, sorprendida, que era una lágrima.

—¿A qué esperas? —le gritó a la mujer, rabiosa—. ¡Atácame! ¡Atácame y correrás su misma suerte!

Gia sonrió.

—Estoy desarmada. Tú tienes mi espada. Se la dejé a Yuba para que acabase con tu amigo. Me lo pidió con tanta insistencia... No por Bran, pobre diablo. Es por la espada. ¿Sabes lo que daría cualquiera de esos desgraciados por dejar de pelear con garrotes?

Ahriel no la escuchó. Se abalanzó hacia ella, ciega de ira y de dolor. Gia la esquivó hábilmente.

—Ahora no voy a pelear contigo. Pero volveremos a vernos...

Amparándose en las sombras producidas por las rocas y en la creciente oscuridad, favorecida por la lluvia, Gia desapareció.

Ahriel se quedó quieta sólo unos segundos. Después se inclinó sobre Bran y escudriñó su rostro, ansiosa.

—¿Bran?

Descubrió que todavía respiraba. Pero la herida era profunda, y probablemente le habría dañado algún órgano vital.

—Puedo curarte —le dijo—. No te preocupes, vas a ponerte bien.

—¿A... Ahriel? —dijo él con esfuerzo.

—Estoy aquí —el ángel sondeó el aura de Bran y descubrió, con horror, que la vida se le escapaba con demasiada rapidez y que, aunque iniciase el círculo de curación en aquel mismo momento, no llegaría a tiempo; se sintió tan abrumada por la pena que rompió a llorar—. Oh, Bran, siento tanto haberme marchado... No debería haber...

—No... llores, alitas —sonrió Bran con cansancio—. No es propio de ti. Tú... nunca... nunca lloras.

Ahriel se mordió el labio y colocó las manos sobre la herida de Bran, sin llegar a rozarla. Pese a que la lógica le decía que era inútil, que su amigo moriría de todas formas, comenzó a transferir energía curativa al cuerpo de él.

Bran alzó la mano para coger la de ella.

—Ha... ha sido bonito, ¿verdad? —dijo.

Ahriel se llevó la otra mano a los labios. De repente, no podía dejar de llorar. Y nunca antes, en toda su vida, había derramado una sola lágrima.

—Sí, Bran —sollozó.

—Yo... tenía razón. Tú y yo... somos iguales. Amas y lloras... igual... que yo.

—No hables, Bran. Descansa. Te pondrás bien.

—Y también... mientes —sonrió Bran

—Yo... nunca te lo he dicho, Bran, pero... también te quiero. Quería que lo supieras.

—Ya lo sabía —susurró Bran—. Tú y yo.. Somos grandes. Y nada...

—... Nada podrá pararnos —concluyó ella, con un nudo en la garganta.

El cuerpo de Bran se estremeció un momento y después quedó inmóvil. Sus ojos sin vida dejaron de enfocar el rostro de Ahriel.

El ángel sintió que algo se desgarraba en su interior algo que jamás podría ser reparado. Sabiendo que ni todas las lágrimas del mundo bastarían para expresar su dolor, gritó con toda la fuerza de sus pulmones mientras estrechaba el cuerpo de Bran entre sus brazos y lo envolvía amorosamente con sus alas, y la lluvia sobre los dos, inmisericorde.

No habría sabido decir cuánto tiempo permaneció allí, sollozando, abrazada a Bran.

Pero, cuando levantó de nuevo la cabeza, su mirada se detuvo sobre la espada que había dejado en el suelo y sus ojos relucieron con un brillo acerado.

Y decidió que, si había conocido el amor, también podía seguir los caminos del odio.

IX

En los días siguientes corrió por la Ciénaga un inquietante rumor. Varios hombres y mujeres habían aparecido muertos, y nadie sabía quién era el responsable, porque nadie que lo hubiera visto había sobrevivido para contarlo. Al principio se barajó la posibilidad de que un nuevo engendro, especialmente violento, hubiese llegado a Gorlian y estuviese sembrando el terror entre sus habitantes. Pero los que habían visto los cuerpos de cerca habían llegado a la conclusión de que las heridas parecían estocadas, y los cortes eran demasiado limpios para haber sido producidos por garras o colmillos. Y los más avispados se percataron enseguida de que el asesino era un ser inteligente, pues el camino que llevaba, dejando una estela de muertos a su paso, lo conducía, directamente y sin lugar a dudas, a la corte del Rey de la Ciénaga.

El tirano se encontraba entre los pocos perspicaces que se dieron cuenta de esta circunstancia. Su intuición le decía, además, que, fuera lo que fuese aquello que se acercaba, había venido a buscarlo a él y, probablemente, al matar a aquellas personas no hacía sino eliminar obstáculos que se interponían en su camino. En cuanto a la identidad del asesino, el Rey de la Ciénaga no podía sino especular. Tenía muchos enemigos, pero ninguno, que él supiera, tan letal.

En los días sucesivos envió a sus mejores hombres a detener a la muerte que se acercaba, pero ninguno de ellos regresó. Entretanto, protegió su corte con un buen destacamento de guardia, al mando del cual puso a Gia. La mujer tenía sus propias sospechas al respecto, pero no dijo nada a nadie, porque la idea le parecía demasiado descabellada.

Finalmente, una tarde lluviosa, la muerte se presentó en la corte del Rey de la Ciénaga. Los guerreros de Gia cerraron filas en torno a la montaña donde estaba situada la morada de su líder, blandiendo las nuevas armas que éste les había proporcionado, y que, pese a ello, no estaban al alcance de todos. Dagas, espadas, hachas y sables relucieron a la luz de las antorchas, preparadas para recibir a la figura alta que avanzaba a través del lodazal con la misma seguridad que si pisase una calzada empedrada.

El recién llegado no se inmutó. Sacó su propia espada, y las sospechas de Gia se confirmaron.

Atacaron todos a la vez, pero lo cierto era que pocos de ellos sabían realmente manejar una espada. Su contrincante, en cambio, era un experto, y se movía con mucha más seguridad y convicción que ellos. Algunos arrojaron sus armas y huyeron. Otros cayeron heridos o muertos: Al final, no quedó nadie en pie.

Excepto Gia.

Cuando el recién llegado se disponía a subir por el empinado camino que conducía a la entrada, la mujer le cerró el paso.

—Volvemos a vernos, Ahriel —dijo con voz neutra.

El intruso alzó la cabeza. Gia entrevió su rostro a la débil luz que emergía de la entrada de la caverna, y a duras penas pudo disimular su sorpresa.

Era Ahriel, pero estaba muy cambiada. El cabello, sucio y encrespado, enmarcaba un rostro que antaño había sido puro y frío como el mármol, pero que ahora era una máscara de odio. Y sus ojos...

—No voy a dejarte pasar —dijo Gia resueltamente; pero algo en su interior se estremecía de terror.

—Entonces tendré que matarte —replicó Ahriel, impávida.

Descargó la espada contra su oponente; Gia alzó su arma para detener el golpe, y los dos aceros chocaron sobre ellas.

La lucha fue intensa, pero breve. Gia había aprendido a luchar con espada tiempo atrás, antes de llegar a Gorlian, pero no era rival para Ahriel. Pronto, el arma de la mujer cayó al suelo, y ella se vio acorralada contra la pared rocosa, con el filo de la espada de Ahriel rozándole el cuello.

—Explícate —dijo solamente.

Gia se mordió el labio inferior.

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