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Authors: Laura Gallego García

Alas negras

BOOK: Alas negras
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Ahriel ha recobrado su libertad y obtenido su venganza, pero aún hay algo que debe hacer. Tras acudir a rendir cuentas a sus semejantes en la Ciudad de las Nubes, se dispone a reanudar la búsqueda de la mágica prisión de Gorlian para recuperar aquello que dejó atrás al escapar. Está decidida a hacer cualquier cosa para encontrarlo, incluso interrogar a la única persona que sabe dónde se oculta. Llegar hasta ella no será fácil, pero Ahriel no estará sola esta vez...

Laura Gallego García

Alas negras

Ahriel II

ePUB v1.0

Johan
15.07.11

En primer lugar, y como siempre, a Andrés,

por su apoyo durante el proceso de desarrollo de esta novela.

También, a Pablo, por sus lúcidos comentarios

sobre el primer borrador y por todas las

anotaciones al margen, que me fueron muy útiles.

No podría olvidar a todos los lectores de

Alas de fuego
que deseaban poder leer algún día

la continuación, especialmente a Alexia, por todo

el cariño que ha demostrado siempre hacia esta

historia y sus personajes.

Y, por último, al equipo de la editorial Laberinto,

que retomó este proyecto con mucha ilusión.

Muchas gracias a todos por ayudarme a que

Ahriel volviese a volar.

I
Consejo

Ahriel no recordaba cuánto tiempo había pasado desde la última vez que sus ojos habían contemplado las blancas torres de Aleian, la Ciudad de las Nubes.

El hogar de los ángeles.

Aleian era pura, inmaculada y liviana como las alas de sus habitantes. Sus edificios, altos y esbeltos, parecían desafiar las leyes de la gravedad. Sus amplias calles, pavimentadas con bloques de mármol de la más perfecta blancura, desembocaban en anchas escalinatas, en plazas presididas por fuentes de aguas tintineantes, en pórticos sostenidos por elegantes columnas. Todo en Aleian invitaba a la calma y al sosiego, pues la Ciudad de las Nubes era para los ángeles mucho más que una urbe. Era el refugio con el que todos soñaban cuando se hallaban lejos, el lugar de reposo tras un largo vuelo, el santuario inviolable que los humanos jamás lograrían corromper.

Porque Aleian era un sueño inalcanzable para todos aquellos incapaces de desplegar las alas y volar hasta él.

Pese a llamarse la «Ciudad de las Nubes», Aleian no era en realidad tan ligera ni se había levantado sobre una pradera de cúmulos. Los ángeles la habían erigido en tiempos remotos en la más alta cima de la cordillera más inaccesible del mundo conocido. De hecho, Aleian se hallaba a tanta altura que el manto de nubes se extendía muy por debajo de ella. Por esta razón, todo cuanto podía contemplarse desde sus balcones y azoteas era un mar de niebla y nubes hasta donde alcanzaba la vista. Y la mirada de los ángeles llegaba muy, muy lejos.

«Pero no ven el mundo en realidad», pensó Ahriel, mientras recorría la concurrida avenida principal, la que llevaba a la sede del Consejo Angélico. «Seguros en lo alto de su montaña, los ángeles se creen los reyes del mundo; piensan que lo dominan todo y que nada puede escapar a su aguda mirada. Pero las nubes les impiden contemplar lo que sucede a ras de suelo. Estamos demasiado lejos como para verlo.»

Probablemente, era el primer ángel que pensaba así en muchas generaciones; pero, si era consciente de ello, no le concedía importancia.

Llegó por fin a su destino, un enorme edificio sostenido por blancas columnas. Bajo el arco de entrada, dos imponentes ángeles armados con lanzas custodiaban la entrada.

No había nada que temer en realidad. En muchos siglos, nadie había tratado de atentar contra la sede del Consejo Angélico ni contra ninguno de sus miembros. Los únicos que podían alcanzar Aleian eran los propios ángeles, y el Consejo no tenía nada que temer de los suyos. Pero los ángeles guardianes seguían allí, quizá para subrayar la importancia del lugar, o tal vez como reliquia de un tiempo pasado en el que otras criaturas habían amenazado la paz de la ciudad. Ahriel no lo sabía, pero tampoco la preocupaba. Se detuvo al pie de la escalinata y los contempló dubitativa.

Ellos la miraron con desconfianza. Probablemente, jamás habían recibido así a ningún ángel, pero Ahriel era diferente.

Incluso aunque la historia de su fracaso en la educación de su protegida no hubiese llegado a los oídos de los guardias, era evidente que la recién llegada había pasado por algún tipo de experiencia difícil de imaginar bajo la clara luz de Aleian. Sus alas no presentaban la albura nívea que caracterizaba a las de los demás ángeles, sino que eran de un blanco sucio, desvaído; y, en lugar de alzarse con gracia y orgullo, parecían caídas, dañadas, tal vez, con una herida que jamás sanaría. Sus movimientos, pese a que aún no habían perdido la gracia angélica, eran mucho más bruscos y enérgicos de lo que sería deseable; casi, casi, más propios de una humana habituada a caminar que de una criatura alada que podía elevarse por encima de las nubes. Su gesto, duro, incluso hosco, contrastaba con los semblantes serenos, casi marmóreos, de los guardias.

Y sus ojos...

... Sus ojos, desde luego, sugerían cualquier cosa en lugar de la paz espiritual que debería haberse adivinado en ellos.

Por primera vez en su largo servicio como guardianes del Consejo, los ángeles cruzaron sus lanzas, los dos a una, cerrando el paso a un visitante.

—¿Quién eres? —demandó uno de ellos.

Ahriel subió un escalón, pero se detuvo allí. Alzó la cabeza con orgullo y respondió:

—Me llamo Ahriel. Se me ha concedido una audiencia ante el Consejo Angélico.

Los ángeles cruzaron una mirada. Debían de saber que ella tenía permiso para entrar, que la estaban aguardando. Quizá no habían oído los rumores sobre Ahriel y su extraña historia. Quizá, simplemente, era su aspecto, o su mirada, lo que les hacía desconfiar.

Fuera como fuese, aún tardaron un par de segundos en retirar las lanzas e invitarla a entrar.

—Puedes pasar —declaró el segundó ángel.

—Gracias —respondió ella con sencillez.

Se recogió el borde de la túnica con la punta de los dedos y subió el tramo de escalinata que le quedaba. Los ángeles no la miraron, ni siquiera de reojo, cuando pasó entre ellos; pero ella pudo percibir su recelo y su inquietud.

Entró en el recibidor; allí no la esperaba nadie, por lo que avanzó por el largo corredor abovedado que conducía a la Sala del Consejo. Lo recorrió con aparente calma, pero su corazón latía con tanta fuerza que estaba segura de que allá fuera, en la entrada, los ángeles guardianes serían capaces de escucharlo. No la preocupó.

No le importaba que su corazón se acelerara. La primera vez que eso había sucedido, un joven de sonrisa picara había sido el culpable; y, aunque entonces ella ya era adulta, había sentido que volvía a nacer, o quizá, que en aquel instante comenzaba a vivir de verdad.

Pero aquello había ocurrido mucho tiempo atrás. ¿Cuánto, en realidad? Para ella, encerrada en la mágica prisión de Gorlian, habían sido años, tal vez décadas. Para el resto del mundo, apenas habían transcurrido varios meses desde aquel fatídico día en que la reina Marla la había traicionado.

Ahora, Marla estaba peor que muerta, y Gorlian había desaparecido con ella. Y, sin embargo, el corazón de Ahriel no había perdido la capacidad de palpitar con fuerza, en respuesta a sus emociones más intensas.

No se avergonzaba de ello. Ya no.

Por fin, sus pasos la condujeron hasta la Gran Sala del Consejo. Alzó la cabeza involuntariamente para contemplar la inmensa cúpula que la cubría, en la que se abría un tragaluz que arrojaba un haz de claridad sobre las blancas baldosas de mármol.

Pero se obligó a sí misma a mirar al frente, porque ellos la estaban observando.

Eran ocho.

Habían sido elegidos directamente por sus predecesores mucho tiempo atrás, en función de su sabiduría y su experiencia. Llevaban muchos siglos dirigiendo los destinos de Aleian y de toda la raza angélica. Su miembro más joven ocupaba aquel asiento desde hacía no menos de ciento cincuenta años. Lo cual, en realidad, no era mucho para un ángel.

Vestían túnicas blancas, como la mayor parte de los habitantes de Aleian, pero lo que los diferenciaba de los demás era el cinto dorado que sólo los Consejeros portaban; en él se podía leer un símbolo que todos los ángeles reconocían, y que hacía referencia a su rango.

Los ocho estudiaron a Ahriel con atención, evaluándola. Ella alzó la cabeza, irguió las alas y dijo solamente:

—Saludos.

La presidenta del Consejo, un ángel llamado Lekaiel, clavó sus ojos violáceos en ella.

—Saludos, Ahriel —respondió.

Su voz era vibrante y profunda, como el tañido de una campana. Ahriel se descubrió a sí misma admirando la delicada elegancia de su cuello de cisne, su aristocrático porte, sus blancos cabellos, recogidos en una trenza enrollada en torno a su cabeza. Todo en ella transmitía serenidad y sabiduría. Y la recién llegada añoró los tiempos en que, si bien no habría podido tampoco compararse con Lekaiel, sí irradiaba una cierta aura de dignidad que el fango de Gorlian se había tragado, quizá para siempre.

—Solicitaste audiencia ante el Consejo Angélico —prosiguió Lekaiel—, y se te ha concedido. ¿Qué deseas? ¿Tal vez has regresado a Aleian para exponer ante nosotros tu versión acerca de lo que sucedió en Karish?

No era una historia que Ahriel tuviese ganas de rememorar, por lo que se encogió de hombros —un gesto que algunos de los presentes contemplaron con reprobación— y respondió:

—No hay mucho que contar. La reina Marla me mintió, me engañó y me traicionó. Con la ayuda de una secta iniciada en la magia negra creó una prisión de pesadilla en la que no solamente encerraba a los criminales, sino también a todo el que la estorbaba en sus planes de expansión imperialista. Descubrí su juego y me condenó a una vida penosa en Gorlian, pero logré escapar y acabé con ella. Y eso es todo.

—¡Pero era tu protegida! —le reprochó otro de los miembros del Consejo, un ángel severo y circunspecto llamado Radiel.

—Lo sé —se limitó a contestar Ahriel, y dejó que los ángeles sacasen sus propias conclusiones al respecto.

—¿No tienes nada más que añadir acerca de Marla? —preguntó la presidenta.

—No, Lekaiel.

—Entonces, ¿no has venido a pedir perdón al Consejo por haber fallado?

—Lo hice lo mejor que supe —replicó Ahriel—. Seguí el código en todo momento, y actué de buena fe. Si todo lo que sucedió fue culpa mía, y no de Marla, entonces ya he pagado por mi error entre los muros de Gorlian.

Hubo un murmullo que Lekaiel acalló con una sola mirada.

—Karish ya está en paz —prosiguió Ahriel—. Los karishanos han elegido rey al duque Bargod, hermano del difunto rey Briand, el padre de Marla. Es un hombre justo; vivía retirado en su castillo de las montañas, pero ha regresado para reorganizar el reino tras la desaparición de su sobrina. Puede que no viva mucho tiempo, pues su salud es delicada, pero se encargará de nombrar un sucesor adecuado. Confío plenamente en su criterio.

—¿Igual que confiabas en el criterio de Marla? —inquirió Radiel, mordaz; pero Ahriel se limitó a devolverle una mirada penetrante y se dirigió de nuevo a Lekaiel:

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