Authors: Laura Gallego García
—A pesar de lo sucedido estos últimos meses, en la actualidad el reino cuya custodia se me encomendó ya está pacificado. Me encargué de ello personalmente antes de acudir a presentarme ante el Consejo. Porque no he venido a hablar del pasado ni a rendir cuentas de lo que ocurrió. Ya no se puede volver atrás ni cambiar lo sucedido. No; si he solicitado audiencia al Consejo se debe a otro motivo.
—¡Qué arrogante! —murmuró otro ángel, alto y de rizado cabello castaño, de quien Ahriel sabía poco más que su nombre: Adenael.
Lekaiel cerró un instante los ojos y volvió a abrirlos casi enseguida. Esa fue su única reacción.
—¿Cuál es la razón, pues, por la que has solicitado audiencia? —quiso saber.
Ahriel irguió un poco más las alas y paseó su mirada por todos los miembros del Consejo. Sus rostros permanecían serenos, pero sus ojos denotaban cierta indignación.
Tan sólo uno de los ángeles se mostraba casi ausente, como si aquello no le interesara lo más mínimo. Se había recostado contra el respaldo de su asiento, de modo que su rostro permanecía en sombras. Todos los ángeles conocían la identidad de todos los Consejeros y, aunque Ahriel no pudiera verle la cara en aquellos momentos, por eliminación sabía que se trataba de Ubanaziel.
Y Ubanaziel tenía una reputación bastante interesante. Ahriel sonrió para sus adentros. Había supuesto que al miembro más peculiar del Consejo no le interesarían los problemas políticos de un reino humano, aun cuando su soberana hubiese amenazado con resucitar la magia negra en el mundo. Sin embargo, lo que estaba a punto de revelar era una historia muy distinta.
Tomó aliento y formuló su petición al Consejo Angélico, con calma, con seguridad y sin aspavientos:
—Solicito permiso para abrir la puerta del infierno.
Sobrevino un incrédulo silencio. Los miembros del Consejo permanecieron inmóviles como estatuas, como si la insólita demanda de Ahriel hubiese detenido el tiempo. Pero uno de ellos se inclinó hacia delante para observarla con atención.
Tal y como había previsto Ahriel, se trataba de Ubanaziel.
Ambos se midieron con la mirada. Ubanaziel era viejo, mucho más viejo de lo que sugería su aspecto. Tenía la piel del color del ébano y una larga melena negra que llevaba recogida en multitud de pequeñas trenzas. Ahriel recordó los tiempos en que ella, como muchos otros jóvenes ángeles, había admirado a Ubanaziel hasta el punto de imitar su estilo y su curioso peinado. Pero lo que confería al Consejero aquel aura tan especial iba más allá de su aspecto. Tampoco tenía que ver con la larga cicatriz que surcaba uno de sus musculosos brazos, que llevaba siempre al aire, y cuya piel morena resaltaba poderosamente junto al blanco de su túnica. Era inevitable que aquella cicatriz llamase la atención, porque ni las heridas más profundas eran capaces de dejar marcas tan duraderas en la perfecta piel de los ángeles, maestros en el arte de la sanación. Pero la que desfiguraba el brazo de Ubanaziel no había desaparecido, y corría el rumor de que el resto de su cuerpo también estaba marcado de forma similar. Entre los ángeles había muchos que podían enorgullecerse de ser fieros luchadores, pero ninguno de ellos exhibía cicatrices de guerra. Se decía que las marcas de Ubanaziel eran indelebles porque habían sido infligidas por la espada de un demonio.
Ésa era la leyenda de Ubanaziel, el Guerrero de Ébano, que ocupaba un asiento en el Consejo Angélico —aunque él jamás buscó ese honor, ni parecía especialmente contento con él— porque era el único ángel que había visitado el infierno y había vuelto para contarlo.
Y no eran las cicatrices, comprendió de pronto Ahriel, ni su gesto severo, ni las historias que se contaban sobre él, ni su peculiar personalidad, tan diferente de la de los demás Consejeros; ni mucho menos, su peinado.
Eran sus ojos. En la mirada de Ubanaziel, Ahriel detectó algo dolorosamente familiar: la huella que había dejado en su alma un pasado lleno de sufrimiento. Ella sabía de qué se trataba, pues había visto algo similar en los ojos de los prisioneros de Gorlian, y tenía la sospecha de que ese dolor se veía reflejado también en su propia mirada. Nunca la había preocupado, ya que hacía ya tiempo que sabía que ella no era un ángel como los demás, que su paso por Gorlian la había cambiado para siempre. Porque los ángeles no entendían de dolor, no conocían el verdadero significado de la angustia y el sufrimiento, y, hasta ese momento, Ahriel se había creído única y especial por haberlo experimentado.
Pero los ojos de Ubanaziel también hablaban de ese conocimiento.
Se preguntó qué habría visto en el infierno, y si las cicatrices de su cuerpo eran reflejo de las que laceraban su alma.
Si no eran tan diferentes... si Ubanaziel era el único, entre todos los Consejeros, y, probablemente, entre todos los ángeles, capaz de comprender lo que Ahriel había sufrido en Gorlian... tal vez apoyaría su petición ante el Consejo.
—¿Cómo has dicho? —preguntó entonces Lekaiel, repuesta ya de la sorpresa—. Me temo que no te he oído bien.
—La has escuchado perfectamente —gruñó Ubanaziel, despegando los labios por primera vez—. Esta loca pretende abrir la puerta del infierno.
Su voz era seca, dura, y desprovista del armonioso timbre angélico. Ubanaziel tampoco había sido nunca muy diplomático; decía las cosas tal cual las pensaba, y ello había ocasionado problemas al Consejo en más de una ocasión. Por fortuna para Lekaiel y los demás, había pocos asuntos que mereciesen el interés del Guerrero de Ébano. Sin embargo, estaba claro que sí tenía mucho que decir acerca de aquella petición.
—Tenía la esperanza de que Ahriel no hubiese recapacitado bien antes de hablar —replicó Lekaiel, con voz gélida—. Porque, aunque yo no lo habría expresado en esos términos, está claro que abrir la... puerta del infierno... es...
—Un desatino —cortó Ubanaziel—. La respuesta del Consejo es no, y no hay más que hablar.
Probablemente los otros ángeles estaban de acuerdo con él en cuanto al fondo, pero Ahriel detectó que no les gustaba que Ubanaziel hablara por todos ellos, y menos de forma tan rotunda. Hubo murmullos, que Lekaiel acalló con un solo gesto.-
—Dado que todos tenemos claro que resulta una medida tan... excesiva... —matizó, todavía con frialdad—, imagino que también Ahriel será consciente de lo inusual de su petición... y tendrá algún motivo para plantearla.
—Que está loca, por supuesto —dijo Ubanaziel, irguiendo las alas y cruzando sus poderosos brazos ante el pecho—. Ha vivido una experiencia que, es evidente, ha cambiado su forma de ver el mundo, y ahora se cree con derecho a decidir lo que se puede o no se puede hacer; piensa que, por el simple hecho de haber sobrevivido a ese lugar, está preparada para enfrentarse a todo lo que habita en el infierno. Está loca, sí —añadió, frunciendo el ceño—. Pero, además, es una loca arrogante.
Ahriel luchó por contener la ira que aquellas palabras provocaron en su corazón. Estaba desencantada, ciertamente, porque no era aquélla la respuesta que había esperado. Pero, aunque sabía que seguía bien cuerda, no tenía más remedio que reconocer que Ubanaziel la había calado en todo lo demás. Y de qué manera.
—Aun así, debemos dejar que exponga sus razones —replicó Lekaiel, recuperando el mando de la situación—. Ahriel, ¿por qué quieres abrir la puerta del infierno?
Ubanaziel sacudió la cabeza, en señal de desaprobación, y las cuentas que adornaban sus trenzas tintinearon un breve instante. Sin embargo, no volvió a interrumpir.
Ahriel inspiró hondo, replegó un poco las alas y respondió:
—Hace unos meses, detuve a la reina Marla cuando acababa de invocar a un poderoso demonio al que llaman «el Devastador». Logramos volver a cerrar la puerta al infierno que ella había abierto. Yarael, el ángel guardián de la princesa Kiara, hoy reina de Saria, murió en aquella batalla.
—Estábamos al tanto —asintió Lekaiel.
—Marla fue arrastrada al infierno, junto con el Devastador, cuando la puerta se cerró de nuevo —prosiguió Ahriel—. Me propongo cruzar la puerta para encontrarla.
Nuevo silencio. En esta ocasión, sin embargo, fue Radiel quien lo rompió:
—Resulta conmovedor tu apego hacia tu protegida. Sin embargo...
—No me habéis entendido —cortó Ahriel, sacudiendo su melena negra con energía—. No tengo la menor intención de rescatarla. Si el infierno es un lugar tan terrible como se cuenta, entonces es el lugar donde merece estar.
—¿Quieres decir...? —preguntó Radiel, alzando una ceja.
Ahriel respiró hondo de nuevo.
—Ya os he hablado de Gorlian, la prisión mágica que Marla creó. Allí no hay barrotes, ni celdas, ni muros... pero no se puede escapar de ella. Es un territorio en el que sólo hay un lodazal infecto, una cadena de montañas y un desierto yermo... habitado no sólo por criminales de todas las calañas, sino también por monstruos sanguinarios generados por la más oscura de las magias. Todo ello, sin embargo... está encerrado en una pequeña bola de cristal.
—¿En una... bola de cristal, has dicho? —inquirió Lekaiel, perpleja.
—Eso he dicho, Consejera. Comprenderéis, pues, que la técnica mágica que llegó a dominar Marla es bastante avanzada, teniendo en cuenta que se supone que la magia negra lleva siglos extinta. Sin embargo, ella fue capaz de crear ese... ese lugar inmundo, con ayuda de una secta cuyo origen no llegué a desentrañar del todo. Actualmente, esa esfera de cristal que contiene Gorlian, y a todos los seres humanos que habitan en ella, se encuentra en paradero desconocido. Marla se llevó consigo al infierno el secreto de su ubicación. Podría estar todavía en su poder. Podría estar en manos de esa secta de magos negros. Si se tratara de una prisión en la que sólo hay criminales, tal vez no llegaría a estos extremos... pero me consta que hay gente inocente encerrada allí dentro. La propia reina de Saria fue una de sus víctimas y podrá confirmar mis palabras. Si Gorlian está en malas manos, nada nos asegura que no vayan a seguir introduciendo prisioneros allí dentro de forma indiscriminada. La mayor parte de la gente encerrada en Gorlian encuentra una muerte horrible y brutal los primeros días. Los que sobreviven... terminan convirtiéndose en seres bestiales y despiadados. Y lo peor es que, dado que no existe ninguna posibilidad de escapar de allí, sus descendientes también están condenados a una vida de miseria en esa inmunda prisión...
—Pero tú escapaste —objetó Radiel.
—Sí —repuso Ahriel—. Es una larga historia.
—Sin embargo, si tú lograste escapar, otros podrán hacerlo.
—No, Consejero, no podrán. A menos que tengan alas.
—Comprendo —murmuró Radiel, tras un breve silencio.
No era toda la verdad, pero, por el momento, bastaría. En realidad, para escapar de Gorlian había que conocer el lugar exacto donde se ubicaba la única entrada y salida, oculta en una caverna en el pico más escarpado de la Cordillera. Aun así, a Ahriel le habían inmovilizado las alas al arrojarla a la prisión, y sólo había logrado huir de ella porque a Marla se le había antojado, meses después —años, según el tiempo distorsionado de Gorlian—, que la necesitaba en el mundo exterior para invocar al Devastador. Por ello había enviado a uno de sus agentes infiltrado en un grupo, encabezado por la princesa Kiara, ahora soberana de Saria, que tenía como objetivo rescatarla. Sin las indicaciones del traidor —Ahriel se negaba incluso a evocar su nombre, tal era la rabia que le producía su simple recuerdo—, jamás habrían dado con la salida. «Y no llegué a sospechar nada en ningún momento», se dijo, abatida. «Estaba tan cegada por la sed de venganza que no me di cuenta de cuáles eran sus intenciones hasta que fue demasiado tarde.» Pero aquello era demasiado doloroso y personal como para que quisiera compartirlo con el Consejo. Naturalmente, y aunque ningún humano podría apreciarlo a simple vista, la ligera desviación anormal que presentaban sus alas podía indicar a cualquier ángel que había sufrido una lesión en ellas, una lesión que podría haber afectado a su capacidad de vuelo. Pero nadie le preguntaría al respecto. La idea de que un ángel pudiese quedar encadenado a tierra resultaba tan terrible que evitaban pensarlo siquiera.
No poder volar... era un castigo tan espantoso para un ángel, tan atroz e inimaginable, que no valía la pena atormentarlos relatándoles su experiencia. Por un breve instante disfrutó con la visión de Lekaiel y Radiel transformando su expresión marmórea en un gesto de horror, y jugueteó con la idea de turbarlos relatándoles sus vivencias en Gorlian con todo lujo de detalles. Pero sabía que no iba a hacerlo; como Reina de la Ciénaga, había sido dura y despiadada, pero todavía no era tan cruel. Se preguntó, sin embargo, qué cara pondría Ubanaziel si se decidiera a contarlo. Y se sorprendió cuando, al mirar al Consejero, descubrió en sus ojos una mirada tan penetrante como si le hubiese leído el pensamiento... una mirada muy parecida a la que lo había visto dirigirle en su imaginación
Incómoda, se preguntó si sólo él, de entre todos los ángeles, había adivinado que, durante años, la habían privado de la capacidad de volar.
Un ave con las alas rotas. Un espanto. Una criatura desgraciada y miserable. Más que una humana, pero menos que un ángel.
Sí; ésa era otra de las cosas por las que Marla tendría que rendirle cuentas cuando se reencontrasen, aunque fuera en el corazón del infierno.
—He buscado esa bola de cristal en todos los lugares imaginables —prosiguió—, para liberar a los inocentes que permanecen encerrados en ella y destruir esa prisión para siempre —no tuvo que imprimir convicción en sus palabras; sus propios sentimientos al respecto se derramaban sobre ellas, como un turbulento río de ira—. Pero no me queda más remedio que admitir que, sin las indicaciones de Marla, es como buscar una pluma en un vendaval. Necesito interrogarla al respecto. Necesito arrancarle la verdad.
—Y por eso quieres ir al infierno a buscarla —murmuró Lekaiel.
Ahriel asintió.
—Me siento responsable por toda esa gente. Estuve tan cerca de ellos y no pude ayudarlos. Y luego los dejé atrás al escapar. Mi misión en Karish no se habrá completado hasta que no solucione el problema de Gorlian.
—Tu misión en Karish consistía en asegurarte de que Marla se convirtiera en una gobernante recta y justa —replicó Didanel, la más joven de los Consejeros, con ojos centelleantes.
—Lo sé; y por eso debo ser yo quien solucione los problemas del reino que estaba a mi cargo. Además, no se trata sólo de Gorlian. —Ahriel tomó aliento; si el argumento que iba a proponerles a continuación no los convencía, nada más podría hacerlo—. He buscado también señales de la secta que corrompió a Marla, pero ocultan bien sus huellas y no he sido capaz de localizarlos. Me propongo interrogarla también al respecto. Creo que es importante que demos con ellos y arranquemos el problema de raíz, antes de que se hagan más poderosos y extiendan su negra mano por otros reinos.