Authors: Laura Gallego García
—Engendros —asintió Marla—. Es aquí donde los crean, abajo, en el bestiario. Pero ha pasado ya mucho tiempo desde que este lugar fue abandonado; deberían haber muerto de inanición.
—¿Es posible que alguien los haya estado alimentando? —inquirió Ahriel, preocupada.
—No lo sé, pero se han puesto nerviosos de repente —murmuró Marla—. Puede que no estemos solos en este lugar.
—Quizá nos han olfateado desde allí.
—Puede ser, aunque lo dudo; estamos demasiado lejos. De todos modos —añadió—, no soy una experta. Los engendros eran la especialidad de Fentark. Eso y las invocaciones, claro, pero a mí me interesaba más...
—Cierra la boca —cortó Ahriel—. No me interesa saber qué materias estudiaste en tu academia de magia negra, Marla.
—Pero sí deberíamos asegurarnos de que no queda nadie aquí —dijo Ubanaziel—. Además, quiero examinar personalmente a esos «engendros». Vayamos al bestiario.
—Como quieras —suspiró Ahriel—, pero ya te advierto que no te van a gustar.
—Nos viene de camino —dijo Marla.
Descendieron por otra escalera hasta llegar a lo que Ahriel pensó que debía de ser el nivel más bajo. Allí los recibió un olor penetrante, parecido al de un establo que nadie se ocupara de limpiar, pero también relacionado con el aroma putrefacto de la muerte.
—Puede que sí haya algún cadáver aquí —comentó Ubanaziel en voz baja, pero Ahriel negó con la cabeza.
—No necesariamente; todos los engendros huelen así. No son criaturas naturales, no deberían existir; una parte de su ser está en permanente estado de ulceración. Probablemente tengan el alma podrida también, si es que tienen alguna clase de alma. ¿No me crees? —añadió, al ver que el Consejero fruncía el entrecejo, dudoso—. Tantea su aura e intenta sentir lo que transmite. Eres un ángel, ¿no? Hace ya mucho tiempo que yo me insensibilicé contra ello, pero recuerdo bien lo que sentía en presencia de esas... criaturas. ¿No lo notas?
Ubanaziel se detuvo, cerró un momento los ojos y se concentró en las vibraciones del ambiente. Cuando abrió los ojos, su mirada estaba llena de horror y compasión.
—Sufren incluso más que los condenados del infierno —comentó en voz baja, impresionado.
—Esto no es nada —replicó Ahriel—. Espera a tenerlos delante. Pero no los compadezcas: también odian con más intensidad que nada que hayas visto antes.
El túnel los condujo directamente a una enorme sala alargada, también iluminada por antorchas, en la que el hedor era todavía más intenso. A ambos lados de la estancia se abrían nichos en la roca, cerrados por barrotes. Algunas de aquellas celdas eran inmensas, otras, más pequeñas; pero casi todas encerraban un engendro en su interior.
Marla dio un paso atrás, instintivamente, cuando todos los engendros empezaron a chillar, rugir o gruñir al mismo tiempo. Los visitantes contemplaron, consternados, a aquellas criaturas grotescamente deformes que se abalanzaban contra los barrotes, presas de una extraña y violenta locura, tratando de alcanzarlos para destrozarlos o devorarlos, o ambas cosas. Ubanaziel avanzó unos pasos hacia el engendro más cercano y lo estudió a través de los barrotes. Tenía seis miembros atrofiados y retorcidos, un rostro amorfo en el que destacaba una boca dentuda y babeante bajo unos ojillos diminutos, un cuerpo contrahecho cubierto de pelaje gris y sucio y una larga cola retorcida. Cuando el engendro chocó contra los barrotes en un ciego y desesperado intento por aplastarlo, Ubanaziel retrocedió de un salto. Estaba francamente horrorizado.
—Jamás imaginé que pudiera existir algo así —musitó—. ¿Qué han hecho?
—Gorlian está repleto de ellos —dijo Ahriel con amargura—. Todos igual de espantosos. Es lo que más odiaba de ese horrible lugar; maté a decenas de ellos, pero siempre aparecían más. Allí son una auténtica plaga, y deberíamos acabar con todos éstos cuanto antes. Es lo único que merecen.
—No tenemos tiempo ahora —decidió Ubanaziel— y, de todos modos, ellos no tienen la culpa de ser como son.
—Pero no deberían existir —opinó Ahriel—. Lo mejor que se puede hacer con un engendro es cortarle la cabeza. Sin titubeos, sin compasión, sin preguntar siquiera. Ésa es la ley de Gorlian.
—Sin preguntar siquiera —repitió Marla, despacio—. Muy noble por tu parte. ¿Se te ha ocurrido pensar que quizá no todos los engendros sean como tú los pintas?
—No conocí a ninguno que fuera diferente —repuso ella— y, de todas formas, míralos, Marla. Atrévete a observarlos detenidamente por una vez en tu vida y compáralos con las criaturas del mundo natural. Son grotescos, estúpidos, sin un ápice de belleza ni de bondad...
Se detuvo, de pronto, y alzó la cabeza, alerta. Le había parecido escuchar un murmullo ahogado entre los gruñidos de las bestias, pero no eirá sólo eso: también había percibido algo extraño, algo distinto. Una presencia que no estaba relacionada con la naturaleza corrupta y antinatural de los engendros. Ante la mirada extrañada de sus compañeros, Ahriel avanzó hacia una de las jaulas y echó un vistazo a su interior.
Al pie de un montón de paja sucia había un pequeño engendro acurrucado. Tenía unos enormes pies, una cabeza deforme y unos miembros anormalmente largos, y las vértebras, delgadas y puntiagudas, sobresalían a lo largo de toda su espina dorsal. Temblaba, pero no parecía agresivo como los demás. Ahriel frunció el ceño, extrañada. Tal vez estuviese demasiado débil. Con todo, no era el engendro lo que la desconcertaba, sino algo en aquella jaula. Quizá en el montón de paja...
Entonces, súbitamente, el pequeño engendro se dio la vuelta con un alarido y saltó hacia ella, enganchándose a los garrotes. Ahriel retrocedió a tiempo de esquivar su boca abierta de par en par y sus dientes afilados como cuchillos. El engendro aulló de nuevo, deformando aún más su feo rostro.
—Tenemos que irnos, Ahriel —le recordó Ubanaziel.
Con una mueca de asco y disgusto, Ahriel se separó de la jaula y se reunió con los demás.
Sin embargo, después de salir del bestiario no pudo evitar echar una última mirada atrás. Tenía la corazonada de que en aquel lugar horrible e infecto había algo importante, algo por lo que debía volver. Sacudió la cabeza y siguió adelante, desterrando aquellos pensamientos de su mente.
Al fondo del túnel había otra escalera descendente. Marla empezó a bajar los escalones, y Ahriel suspiró con impaciencia. ¿Hasta dónde pensaba llevarlos?
—¿Seguro que sabes a dónde vas?
—No creerías que dejé Gorlian al alcance de cualquiera —fue la respuesta.
Aún tuvieron que recorrer otro largo túnel y bajar más escaleras antes de alcanzar el nivel inferior. Allí encontraron un recibidor y una gran puerta, similar a la de la entrada. Marla dio un par de pasos hacia ella, pero Ubanaziel se detuvo en seco.
—Demonios —dijo.
—¿Cómo?
—Ahí detrás hay demonios, lo siento en la piel.
—Los hubo —respondió Marla con tranquilidad—. Es la Sala de las Grandes Invocaciones. Aquí era donde Fentark solía charlar con su demonio, el que le habló del Devastador y le dijo cómo abrir la puerta de Vol-Garios. Es normal que aún quede algo de su esencia.
—¿Tenemos que entrar ahí? —inquirió Ahriel, ceñuda.
—Es una sala de acceso restringido. Muy pocas personas teníamos permiso para entrar. Era el mejor lugar para ocultar Gorlian.
—Muy bien; acabemos pronto, pues.
Marla empujó la puerta, que se abrió con un suave chirrido.
—Me pregunto... —empezó Ubanaziel; pero Ahriel ya entraba en la habitación, siguiendo a Marla, y el Consejero no tuvo tiempo de detenerla—. ¡Espera! —gritó, sin embargo.
Sostuvo la puerta antes de que volviera a cerrarse y entró detrás de Marla y Ahriel, con el corazón lleno de negros presagios.
Cuando Ahriel entró en la Sala de las Grandes Invocaciones se llevó una desagradable sorpresa.
No estaban solos. En el centro de la habitación había una figura vestida de negro que, cuando se retiró la capucha, resultó ser un apuesto muchacho de cabello rubio pajizo y sonrisa socarrona. Al fondo, casi pegados a la pared, se alzaban tres nigromantes más, todos encapuchados. Y tras el joven rubio, flotando en el aire sobre un círculo luminoso trazado en el suelo, había un demonio.
Ahriel ya lo había visto antes: era Furlaag.
«Angeles», dijo, chasqueando la lengua, y su voz no sonó en sus oídos, sino en su cabeza. «Volvemos a encontrarnos. Quién lo hubiera adivinado, ¿verdad?»
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Ahriel, desconcertada. Desenvainó la espada con rapidez, sin embargo, presta para luchar.
Tras ella, Ubanaziel inspiró profundamente.
—La tercera —murmuró con horror—. ¿Cómo no me habré dado cuenta...?
No fue capaz de decir nada más. Ahriel, inquieta, trató de volverse hacia él para ver si estaba bien, pero se encontró paralizada de pronto. Los tres sectarios entonaban un cántico monótono que transmitía oscuras vibraciones repletas de maldad, y ella adivinó inmediatamente que la estaban hechizando. Luchó por librarse, maldiciéndose por haber caído en la trampa, pero no fue capaz.
El joven hechicero rubio se inclinó ante Marla.
—Bienvenida seáis, Majestad —la saludó—. Celebramos vuestro retorno.
La mano de Marla se deslizó sobre la cabeza del muchacho, acariciando su cabello. Él alzó la cabeza para mirarla a los ojos, y ambos sonrieron, como si compartieran un íntimo secreto.
—Y te lo debo a ti, mi leal Shalorak —respondió ella con voz cantarina—, por interceder por mí y negociar mi liberación. Furlaag —añadió, volviéndose hacia el demonio—, ya me tienes aquí.
«Has tardado mucho, Marla», replicó él. «Tus acólitos están preparados desde hace horas. El infierno se impacienta.»
—Pero he venido, ¿no? He cumplido lo que prometí.
«Los has traído», dijo Furlaag, señalando a los ángeles, «¿Por qué?»
—Era su prisionera, por si no lo recuerdas —respondió ella con frialdad.
Ahriel no entendía nada. Aquel Furlaag era el mismo que había capturado y torturado a Marla durante meses en el infierno. ¿Qué significaba todo aquello?
«Mátalos», dijo el demonio. «Interferirán en nuestros planes.»
Marla dirigió a los ángeles una rápida mirada para asegurarse de que seguían inmovilizados y se volvió hacia el joven al que había llamado Shalorak, que se alzaba junto a ella, sonriente y seguro de sí mismo.
—No se moverán —le aseguró.
—¿Cómo va todo? —le preguntó ella en voz baja.
—Según lo planeado, mi señora —repuso él—. Nuestra gente está donde debe estar. Los prolegómenos han comenzado ya, pero el ritual todavía tardará un poco. Mirad: el demonio aún sigue en su dimensión.
Ambos se volvieron al mismo tiempo para contemplar a Furlaag.
—¿Estáis segura de que deseáis liberarlo?
Marla se estremeció.
—Cumpliré lo pactado —dijo, sin embargo—. No tengo alternativa.
Furlaag la obsequió con una larga sonrisa.
Los sectarios continuaban murmurando su letanía. En torno a la imagen del demonio, que seguía flotando sobre ellos, brillaban extraños filamentos dorados que parecían entrelazarse para formar una especie de óvalo vertical. Furlaag estaba justo en el centro. Ahriel prestó atención a la escena, tratando de averiguar qué estaba sucediendo exactamente. El contorno del óvalo parecía hacerse más fuerte y consistente con cada palabra que ellos pronunciaban.
—La tercera puerta del infierno —murmuró Ubanaziel tras ella, sobresaltándola—. De modo que estaba aquí... y tú lo sabías, Marla. No puedes volver a abrir la de Vol-Garios y por eso estás intentándolo con ésta, ¿no es así?
Marla sonrió. Con deliberada lentitud, se volvió hacia el Consejero, tiró de una cadena que llevaba colgada al cuello para sacarla de debajo de sus ropas y le mostró lo que pendía de ella: un enorme colmillo.
—El diente de un demonio —susurró Ubanaziel, horrorizado—. Un objeto procedente del infierno. ¡Maldita sea! Debería haberlo previsto. Debería haber sospechado... pero representaste muy bien tu papel de prisionera en apuros, Marla.
El rostro de ella se ensombreció de nuevo.
—Realmente fui una prisionera, Consejero, y realmente padecí los tormentos del infierno —susurró—. De no ser por Shalorak, que negoció mi rescate, todavía seguiría allí, porque Furlaag no me habría dejado marchar sin más. A cambio de mi libertad me exigió que llevase conmigo algo del infierno cuando me sacarais de allí... ya que así la puerta de Vol-Garios no se cerraría del todo.
—¿La puerta de Vol-Garios sigue abierta? —exclamó Ahriel, alarmada—. ¿Quieres decir...?
Marla sonrió de nuevo y balanceó el diente frente a ella.
—Un objeto procedente del infierno —le recordó, repitiendo las palabras de Ubanaziel.
—Las puertas sirven para mantener separadas ambas dimensiones —murmuró el Consejero, con amargura—. No pueden cerrarse del todo si te llevas algo del mundo de los demonios al de los humanos. Y ahora ya no necesitas a los ángeles para abrir la puerta de Vol-Garios, ¿no es cierto, Marla? Sólo se me ocurre una razón por la cual te interese mantener abierta esa entrada conociendo la ubicación de la tercera puerta, y es que tengas intención de abrirlas todas a la vez. Las siete.
—¡Pretendes dejar que los demonios invadan nuestro mundo! —exclamó Ahriel, horrorizada.
«No le concedas todo el mérito, ángel», intervino Furlaag, con una desagradable sonrisa. «Fue el precio de su libertad. Yo jamás la habría dejado marchar si ella no hubiese aceptado fingir un poco, llevarse consigo el diente y abrirnos las puertas de vuestro mundo. Eso fue lo pactado, ¿no es cierto, joven humano?»
Shalorak asintió, y por primera vez, su sonrisa se esfumó, para dar paso a una expresión severa. Pero Ahriel no se dejó conmover.
—Nunca tuviste intención de entregarme la prisión de Gorlian, ¿verdad, Marla? —le echó en cara—. Probablemente ni siquiera sepas dónde está.
Marla suspiró.
—Me ofendes, Ahriel. Sigues subestimándome.
Alargó la palma de la mano hacia Shalorak, sin mirarlo siquiera. El joven sacó una bola de cristal de entre los pliegues de su túnica negra y se la entregó con una inclinación de cabeza.
—Gracias, Shalorak —dijo ella en voz baja; él asintió, con una media sonrisa.
Marla alzó la esfera para que Ahriel la viese bien. Ella la contempló, con el corazón encogido. La había visto demasiadas veces como para no reconocerla.