Alera (37 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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XIX

Por Fin, Todo Termina

Dos semanas después, el aire trajo el olor del fuego y, al ponerse el sol, los cristales de las ventanas de mi habitación tenían un brillo rojizo. Las llamas atravesaban los campos del norte y se acercaban como si las enormes fauces del Infierno vinieran a devorarnos. El enemigo había prendido fuego a las barreras que nuestros soldados habían construido al este del río y hacia el norte.

Cannan había ordenado que, en caso de que la batalla se recrudeciera, se empaparan los bosques de brea y que se les prendiera fuego por detrás de las líneas enemigas para atrapar a tantos cokyrianos como fuera posible: la mayoría de ellos morirían abrasados, muchos, ahogados por el humo y muy pocos podrían escapar. Pensar en el destino de los soldados, aunque fueran enemigos, me revolvía el estómago y me alegré de que el crepitar del fuego no me dejara oír los gritos de los hombres.

El fuego se extendió por sí solo durante la noche gracias en parte a una lluvia fina, y nuestras tropas se apostaron más allá de los campos quemados para esperar el inevitable siguiente ataque de los cokyrianos. Para concentrar todas nuestras tropas, Cannan había hecho quemar el puente por el sur y había obligado retroceder a nuestros hombres: los arqueros hacia la ciudad; la caballería y la infantería hacia el noreste.

En algún momento, todas las tropas se retirarían tras los muros de piedra, donde ofreceríamos la última resistencia.

Cannan no quería facilitar a los cokyrianos reposo ni víveres, así que quemaron los campos que no se habían podido recolectar, envenenaron los pozos de las aldeas y sacrificaron a los animales. Las tierras que quedaban más allá de los muros de la ciudad parecían campos de muerte. Todo había quedado estéril, todo estaba estancado.

La ciudad, por el contrario, vibraba de actividad esas semanas de diciembre. Las iglesias, establos, escuelas— todas las estructuras defendibles — se prepararon para dar cobijo a los ciudadanos en caso de que los cokyrianos derrumbaran los muros. Se tapiaron los balcones y en las ventanas más bajas del palacio para que no se pudiera acceder con facilidad al interior, tanto por miedo a los soldados enemigos como a sus flechas. Cuando llegara el momento, se romperían los cristales de los pisos superiores para que nuestros arqueros dispusieran de un buen puesto desde donde disparar. También se acumularon armas, medicinas, madera y víveres en todo edificio que pudiera ser de refugio.

La primera señal de la retirada inminente de nuestras tropas en la ciudad fue un marcado aumento del número de heridos. Las viudas y sus hijos acudían al palacio en un número impresionante y pedían ayuda y cobijo al Rey. Steldor me había pedido que lo ayudara por las tardes en la sala del Trono, donde se oían las peticiones, y eso me facilitó una nueva comprensión de lo dura que se había hecho la vida, pues no teníamos palabras de consuelo que ofrecer. Sólo podíamos escuchar y dar unas cuantas monedas. En cierta ocasión vi a mi esposo con otros ojos, pues la compasión y la paciencia que demostraba eran inacabables. Y entonces, justo antes de Navidad, me dijeron que ya no se permitiría la entrada en palacio a nuestros ciudadanos.

Fui al salón del Trono en busca de Steldor para pedirle una explicación al respecto, pues incluso Destari se había negado a decirme que estaba pasando. Cannan, Galen y Casimir se encontraban con él, además de los habituales guardias de élite, que no reaccionaron ante mi aparición, como si me estuvieran esperando. Steldor se puso de pie y bajo los escalones del estrado para recibirme. En cuanto se hubo acercado a mí, me cogió ambas manos, lo cual fue suficiente para saber que algo terrible sucedía.

—Alera —dijo, mirando rápidamente hacia su padre—, hemos hecho retirar a nuestros hombres al interior de la ciudad y nos estamos preparando para defender sus muros. A diferencia de lo que ocurrió el invierno pasado, los cokyrianos no buscan hacernos pasar hambre. Ya han pedido nuestra rendición, y pronto nos atacarán con todas sus fuerzas.

—¿Hemos considerado la posibilidad de rendirnos? — pregunte, con el corazón acelerado.

Fue el capitán quien respondió:

—No. Francamente, preferimos morir peleando antes que arriesgarnos a morir ejecutados. Si llega el momento de rendirnos, negociaremos las mejores condiciones para nuestra gente. Sabemos que el Gran Señor no se mostrara piadoso, y que lo único que podrán esperar nuestros compatriotas es que les permitan vivir como esclavos.

Steldor que percibió mi expresión de terror, me acompaño hasta el estrado; me senté despacio en el trono de la Reina. Él no tomó asiento, sino que permaneció de pie a mi lado.

—¿Y por qué hemos cerrado el palacio? — pregunté.

—Ciertas facciones de nuestra propia gente pueden ser un peligro para nosotros. Uno de los edificios de la escuela militar ha sido habilitado para cobijar a los ciudadanos que lo necesiten, para que no se sientan abandonados por sus dirigentes, pero no podemos permitirnos que tengan acceso al Rey.

La actitud controlada de Cannan no podía ocultar el gran cansancio que sentía.

—Por el mismo motivo, debes quedarte dentro del palacio en todo momento; ni siquiera salgas al jardín ni al patio —insistió Steldor —. Debes saber que se ha dado refugio a mi madre y a Tiersia dentro del palacio. Ahora están instaladas en el tercer piso.

Vi que Galen estaba pálido, y me di cuenta de que solamente se le había concedido ese privilegio a su esposa, pero que a su madre y sus hermanas tenían que apañárselas solas.

—¿Y Lania? —susurré.

La tensión que vi en el rostro de Steldor fue respuesta suficiente, pero Cannan respondió mi pregunta:

—He hablado con Baelic, pero creemos que es mejor no hacer una cosa así en este momento. Tememos que se desate el pánico; tememos que nuestra propia gente arrase el palacio si se enteran de que estamos tomando estas medidas. Pero he mandado guardias para que vigilen a la familia de mi hermano, y cuando los cokyrianos derrumben los muros de la ciudad, los traerán aquí inmediatamente.

—¿Cuándo derrumben los muros?

Mi voz era casi inaudible, pues el significado de esa frase me helaba la sangre.

—Sí— dijo el capitán, mirándome con expresión comprensiva.

Steldor me puso las manos sobre los hombros.

—Es solo cuestión de tiempo. Os lo cuento porque creo qué tenéis la fortaleza para soportarlo, y porque tenéis el derecho a saber la verdad. En cuanto Narian llegue aquí con sus tropas nuestra derrota es segura. Narian derruirá los muros, pues puede hacerlo. También creo que prenderá fuego a la mayor parte de la ciudad. Parece tener esa capacidad también, tanto si tiene armas que provoquen fuego como si no.

Hizo una pausa y meneó la cabeza, como si tuviera que hacer un esfuerzo tanto para comprender como para explicarse.

—Tiene un poder tremendo, Alera, el de la brujería. Vos estabais allí cuando hizo el conjuro para prender fuego en la casa de Koranis. La naturaleza de su poder, así como su alcance, está más allá de lo que esperábamos, y no sabemos cómo defendernos de él.

—¿Así que la leyenda es cierta, después de todo?

—es muy posible que lo sea.

Todo el mundo se quedó en silencio y yo me puse en pie, tensa, y aparté las manos de Steldor de mí. Para mi sorpresa, no tenía ganas de llorar, sino que sentía la firme resolución de enfrentarme al destino igual que lo hacían nuestros valientes hombres.

—Gracias — dije con voz firme—. Me ocuparé de Tiersia y ayudaré en lo que pueda. Y le pediré a mi madre que se encargue de Faramay. Lo mínimo que puedo hacer es evitar que os acose a vos también.

A pesar de que no lo había dicho con intención de que resultara algo gracioso, todos sonrieron. Necesitaban aliviar un poco la tensión de esos momentos, aunque fuera mínimamente.

Las tropas cokyrianas apostadas fuera de la ciudad estaban preparadas para atacar, pero el asalto no empezaba. En lugar de ello, en la ciudad reinaba una sorprendente tranquilidad. Al principio, no lo comprendía; pero luego, lo entendí y sentí una enorme gratitud: Narian no nos atacaría en Navidad. A pesar de que ellos no celebraban esas fiestas, él sabía que nosotros sí lo hacíamos, así que nos ofrecía esa tregua como muestra de respeto. A pesar de que no salía del palacio, veía que los hombres y las mujeres de la ciudad llenaban la avenida principal para celebrar el espíritu de la Navidad. Sabía que también acudirían a las iglesias y capillas para celebrar esa fecha, aunque no pude evitar preguntarme cuales serian sus plegarias. A pesar de ello, el descanso momentáneo del ruido y la tensión de la guerra fue como un regalo del Cielo, y lo disfruté, pues podría ser la última época de paz que podríamos tener en mucho tiempo.

El ataque a la ciudad empezó el primer día del nuevo año, lo cual parecía un tanto irónico. Los cokyrianos, protegidos por la oscuridad, empezaron a excavar bajo nuestros muros en distintos puntos al mismo tiempo, seguramente con la intención de explosionar la piedra y abrir una brecha de entrada para los soldados. Cannan había ordenado que se colocaran cubos de agua en todas las torres, así que si el agua se vertía detectábamos por dónde estaban excavando los túneles y podíamos tomar las medidas necesarias. Bombardeamos a los cokyrianos con flechas, agua hirviendo y piedras, y, al acercarse el amanecer, los soldados cokyrianos se retiraron. Nuestros soldados hicieron todo lo posible por taponear los túneles, aunque sabían que a cada noche que pasaba el enemigo avanzaba un poco mas y que, al final, acabarían derruyendo nuestros muros.

Al norte, los soldados enemigos cortaban los árboles y utilizaban sus troncos a modo de ariete. Desde el este, nos bombardeaban con las catapultas que acababan de construir y utilizaban las rocas del río y de las colinas como proyectiles. El bombardeo era constante.

Los cokyrianos, además, disparaban flechas encendidas por encima de los muros de la ciudad con el objetivo de tener a nuestros soldados ocupados en apagar los fuegos. Nuestros arqueros, que estaban colocados en puestos bien protegidos con buena visibilidad, hicieron lo que pudieron para frustrar los esfuerzos del enemigo, pero lo máximo que conseguían era dispersarlo brevemente.

Por fin, a mediados de enero, los muros de la ciudad cedieron en diversos puntos. Los explosivos hicieron vibrar los candelabros y el suelo del palacio. Ese día, Tiersia se encontraba conmigo en la sala, y el terror que vi en sus ojos reflejaba el mío propio. Destari se apresuro a entrar en la habitación y nos conto lo que sucedía, pero la preocupación de su voz no me permitió librarme del miedo. Me puse a Gatito en el regazo y vi que Tiersia, pálida, lloraba. Nos cogimos del brazo y permanecimos sentadas en silencio durante un rato, pues yo no tenía palabras de consuelo para ella.

—No quiero perderlo —dijo, con la voz ahogada por la emoción.

—Lo sé. Pero no está en nuestras manos.

Continuamos sentadas en silencio, cada una inmersa en su pesadilla. Pensaba que Steldor, pues tampoco quería que le sucediera nada malo. Pero sabía que el sacrificaría cualquier cosa para proteger a quienes amaba, incluida yo. La idea de que era muy probable Galen, Steldor y tantos otros hombres jóvenes que acababan de empezar a vivir pudieran no ver el nuevo día me revolvía el estomago. Me esforcé por apartar esos pensamientos y me obligue a confiar en la promesa de Narian de que frenaría sus tropas.

Cuando los muros hubieron caído, la guerra entró en las calles de la ciudad. Nuestros infatigables soldados se esforzaban por evitar que los cokyrianos llegaran al palacio. Durante todo el día se oían gritos y el entrechocar de las espadas y las armaduras. Los hytanicanos habían empezado a retirarse a las iglesias, a los establos, y a las escuelas que ya habían sido habilitadas para ello. Muchos eligieron refugiarse en palacio, el lugar más tranquilo y mejor defendido. Sus gruesos muros y la determinación de nuestros hombres habían impedido por el momento que los cokyrianos llegaran a él, a pesar de que unos guerreros de las montañas intentaban escalar el muro trasero de doce metros que protegía el jardín. Mi precioso refugio ya estaba manchado de sangre, y muchos hombres habían perdido la vida en él.

Nunca había visto tanta gente entre las paredes de mi casa. Parecía que media ciudad se había colado dentro, pisándose unos a otros, frenéticos por encontrar seguridad. El ruido era insoportable: padres que gritaban a sus hijos, hombres que llamaban a sus amigos o parientes que se habían perdido en medio de la confusión, niños que lloraban y oficiales del ejército que daban ordenes a voz en grito y que intentaban poner orden.

Cuando Cannan llegó lo supe de inmediato, pues los guardias de elite empezaron a esforzarse más para conseguir cierta organización: llevaron a las mujeres y a los niños a la sala de baile y al salón del Rey del segundo piso; hicieron al salón del Trono a todos los hombres capaces para darles armas, e hicieron trasladar a los heridos y débiles a la sala de reuniones que quedaba al lado del despacho del médico real, donde se habían reunido también el resto de los médicos.

Recorrí los pasillos de la segunda planta sin saber a ciencia cierta a donde me dirigía. A cada paso que daba, sentía que todo me superaba. El palacio estaba llenos de gente, y todos tenían una gran necesidad y desesperanza. Me abrí paso con grandes dificultades por entre la multitud para llegar arriba de la escalera principal. Me tenía que tapar los oídos para no oír aquel ruido, que me provocaba dolor de cabeza, y debía esquivar a quienes habían subido para proporcionar espacio a la gente que venía detrás. No era capaz de pensar, no había forma de encontrar sentido a esa locura, no había esperanza en los ojos de nadie.

Hytanica caería. Hoy o mañana, o la semana siguiente, o hasta cuando fuéramos capaces de mantener al enemigo a raya. Pero al final, inevitablemente, caería. ¿Qué iba a sucederme a mí, a las personas a quienes amaba, a todos los que se encontraban dentro de la ciudad, y a los que se apiñaban a mí alrededor en esos momentos?

Oí unos gritos procedentes del vestíbulo y vi que unos guardias se abrían paso por la puerta utilizando la empuñadura de las espadas. Creí que los cokyrianos habían traspasado nuestras últimas barreras, pero al final me di cuenta de que los soldados luchaban con los ciudadanos a quienes ya no podían continuar protegiendo y para quienes ya no quedaba espacio. A causa del pánico, nuestro propio pueblo se había convertido en un enemigo. Cuando por fin los hombres consiguieron cerrar la puerta con la barra de madera, oí que la gente gritaba desde el otro lado. Nadie les contestó. Los guardias apilaron muebles y todo lo que encontraron contra las entradas para hacer barrera.

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