Alera (41 page)

Read Alera Online

Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
5.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Dónde está exactamente…?

—Pronto lo sabréis —repuso, sin dejarme continuar. No parecía enojado, pero su instinto de soldado parecía decirle que no debíamos hacer ruido—. Aprovechad el tiempo que tenemos para dormir.

Asentí con la cabeza y arranqué otro trozo de pan antes de volver a ponerlo en el paquete. Luego me tumbé al lado de mi hermana para darle un poco de calor y me adormecí.

—Alera, despertad.

El tono de London era de urgencia. En cuanto abrí los ojos, me tapó la boca con una mano. Miranna, a mi lado, se sentó en el suelo con una expresión de confusión y alarma, y Davan hizo lo mismo con ella. La hizo ponerse de pie y se la llevó hasta los árboles.

—Id con ellos —ordenó London—. Ahora. Tenemos compañía.

Me puse en pie de inmediato con el corazón acelerado. Oí fuertes voces procedentes de los árboles de la colina. Se acercaban, y también oí el ruido de los cascos de los caballos sobre las hojas secas del suelo. Los jinetes eran cokyrianos, pero por el volumen de sus voces parecía que habían pasado gran parte de la noche festejando la victoria. Corrí hacia los árboles, pero no veía donde estaba mi hermana y Davan. De repente, sentí que me cogían del tobillo y caí al suelo. Era Davan. Seguramente el enemigo no había oído el ruido que había hecho al caerme, pero la exclamación que solté si les llamó la atención.

—Callaos— ordenó la mujer —. ¿Habéis oído eso?

—¿El qué?

Oímos unas carcajadas de hombres.

—Creo que has tomado demasiada cerveza.

—Calla, idiota, ahí hay alguien —insistió la mujer.

Pero el hombre que había hablado no se inmutó.

—¿Así que no somos los únicos que nos hemos rezagado para hacer una pequeña fiesta? —se burló —. ¿Te sorprende? No se da cuenta de que esta guerra ha terminado. No tiene por qué mandarnos nada ahora que ya hemos ganado. Lo único que queda es matar a los pocos hytanicanos que intenten escapar.

—Exacto.

Por fin, los hombres comprendieron y se pusieron todo lo alerta que pudieron, dado su estado de ebriedad. Desmontaron y empezaron a bajar la colina a pie con paso inseguro. En cuanto aparecieron a la vista, oí que Davan desenfundaba sus dos largos cuchillos. Pero ¿dónde estaba London? No lo veía desde donde me encontraba, y al salir del claro no me había dado cuenta hacia dónde se dirigía. Los cokyrianos ya estaban muy cerca, demasiado cerca. Uno de ellos, un hombre alto y fornido, se había agachado delante del lugar en que Miranna y yo habíamos dormido y examinaba el rastro que nuestros cuerpos habían dejado. El segundo hombre, ligeramente más bajo que el primero, también se agacho y siguió con los ojos las huellas.

—¿Me estáis buscando?

De alguna forma, London había subido un poco por la ladera y acababa de aparecer de detrás de un árbol. Había apresado a la mujer cokyriana. La tenía sujeta por el cabello y le había puesto un cuchillo en la garganta. Los hombres se dieron la vuelta, dándonos la espalda, contrariados por haber sido atrapados en esa mala situación.

—Mantened la cabeza gacha — susurró Davan mientras se levantaba lentamente; le obedecimos rápidamente.

Davan avanzó a hurtadillas hacia el claro. Levanté la cabeza lentamente sin hacer caso del sentido común, pues quería saber qué estaba sucediendo. Me di cuenta de que, mientras el guardia de elite se acercaba a los dos hombres, la mujer cokyriana no podía verlos desde donde se encontraba a causa de la marcada pendiente de la cuesta y del ángulo en que London le obligaba a mantener la cabeza.

—Suéltala —gruñó uno de los soldados enemigos.

Esa fue la última frase que pronunció en su vida. Davan clavó ambos cuchillos en el cuello de los hombres. Se encontraban de espaldas a mí, pero vi que el suelo a su alrededor quedaba cubierto de sangre oscura y densa. Los hombres tosieron y se atragantaron, y cayeron al suelo en el momento en que se oía un horrible chasquido. London le había roto el cuello a la mujer, así que su muerte había sido mucho más rápida.

Mi antiguo guardaespaldas dejó caer el cuerpo de la cokyriana al suelo, entre los árboles, y bajó rápidamente la pendiente hasta el claro. Me puse en pie y contuve las ganas de vomitar. Daban estaba limpiando los cuchillos en el suelo; rápidamente, con ayuda de London, se llevó los cuerpo de los hombres para esconderlos en el bosque. Miranna continuaba tumbada en el suelo, lo cual significaba que no había visto nada. Pero temblaba, así que era evidente que los actos de los guardias no le habían pasado desapercibidos. London la ayudó a ponerse en pie.

—Tenemos que irnos, ahora —dijo.

Ninguno de nosotros tenía ganas de quedarse allí. Davan nos hizo una señal para que lo siguiéramos. Caminé detrás de él, sujetando a Miranna y sin hacer caso de la fatiga, que, seguro, nos pesaba a todos. London había vuelto a desaparecer. Pero al cabo de unos minutos lo vi con los caballos de los cokyrianos muertos. De repente me sentí muy afortunada de encontrarme en manos de hombres tan capaces.

Davan izó a Miranna hasta la silla del caballo que montaba, pero London me permitió cabalgar sola. Eso me desconcertó un poco, pues nunca había montado por un terreno tan pedregoso, pero no dije nada, pues me alegraba que me creyera capaz de hacerlo.

London tenía razón al decir que cuanto más nos alejáramos, menos cokyrianos encontraríamos. Cuando llegamos a las colinas del noroeste, avanzar se hizo un poco más difícil, pero resultó mucho más tranquilo. Los cokyrianos no necesitaban estar tan lejos de nuestro reino ni del suyo.

Ya habíamos dejado los árboles de hoja caduca y ahora cabalgábamos entre pinos. El terreno ya no era rocoso ni había nieve. Me alegré de que los árboles de hoja perenne consiguieran evitar el paso del viento, que no había dejado de soplar durante el ascenso. Pero el terreno era tan inclinado que teníamos que subir en zigzag y caminar kilómetros para poder ascender unos metros. Al final de la tarde por fin llegamos a un estrecho saliente, ante una pared de roca rojiza tan grande que su sombra se proyectaba sobre nosotros. London desmontó, y estuve segura de que nos habíamos perdido. Pero al ver que Davan también bajaba del caballo y que ayudaba a descender a Miranna, los imité, extrañada. Unos enormes abetos de largas y abiertas ramas parecían vigilar la pared de piedra como centinelas. London pasó entre dos de ellos y al cabo de unos minutos regresó.

—Podemos entrar —dijo.

Davan y él apartaron las ramas más bajas de los árboles y vi una enorme grieta vertical en la pared de la roca. Empezaba bastante arriba y bajaba hasta el suelo haciéndose más ancha. Sin pronunciar ni una palabra, los hombres nos hicieron señales para que avanzáramos. Me agaché para pasar entre los árboles. Miranna me seguía, cogida de la mano. Entramos por la estrecha abertura y nos detuvimos, pues estaba oscuro. La única iluminación provenía de los pocos rayos de luz que se filtraban en algún lugar, al fondo. También me pareció oír un sonido que parecía ser de agua.

London entró detrás de mí y me empujó un poco, pero yo me resistía a avanzar. El guardia encendió una antorcha y se desplazó por el interior iluminando las paredes de roca de la cueva, que debía tener unos nueve metros de largo y seis de altura. Ahí dentro se estaba mucho más caliente que fuera, tanto porque no había viento como por el efecto protector de la tierra a nuestro alrededor. Sorprendentemente, el aire no era húmedo, como el del túnel, y noté una ligera brisa que se dirigía al interior. Davan, después de esconder los caballos, se reunió con nosotros. London encendió otra antorcha para dársela. Después, mi antiguo guardaespaldas hizo una señal para que lo siguiéramos, y nos llevó hasta el otro extremo de nuestro escondite. A la luz de la antorcha vi una pequeña cascada por una pared lateral y que formaba un estanque.

—Bienvenidas a vuestro nuevo hogar —dijo London en tono irónico.

Volvió a recorrer la zona con la antorcha; había barriles llenos de grano y de alcohol; sacos de hierbas y frutas secas; montones de pieles; varias mantas, así como otros víveres. A la izquierda, en un hueco, habían almacenado armas y, un poco más lejos, había un enorme montón de leña. Era evidente que habían equipado ese refugio, para nosotros y seguramente lo habían hecho durante los últimos seis meses.

—Esta noche no encenderemos el fuego —dijo London en un tono que no admitía réplica—, así que coged mantas y cobijas para poder tumbaros y descansar. Comeremos el pan y la carne seca. Tal como veis, hay mucha agua fresca. Aparte de eso, os aconsejo que durmáis. Por la mañana tendremos mucho que hacer.

London encajó la antorcha en una argolla de la pared, abrió su bolsa y me dio los víveres. Yo cogí algunas pieles y las extendí en el suelo, en el lado derecho de la cueva, para poder tumbarnos encima sin pasar frío. Regresé a buscar mantas para cubrirnos mi hermana y yo; hice que Mira se tumbara a mi lado sobre esa cama improvisada. Luego le di un poco de comida. London se había apartado ligeramente para hablar con Davan.

—Yo haré el primer turno de la guardia —se ofreció—. Tú come y duerme también.

London pasó por delante de mí y cogió un poco de carne seca. Luego desapareció por la abertura de la cueva. Daban nos ofreció un poco de agua y se preparó la cama al otro lado de la cueva, cerca del montón de leña, para procurarnos un poco de intimidad. Me tumbé al lado de mi hermana e inmediatamente caí en un sueño profundo.

Me despertó el sonido de unas voces. Me incorporé, con la esperanza de que Steldor y Galen hubieran llegado. Cannan ya tenía que encontrarse en el camino de regreso a Hytanica en esos momentos, o quizá ya había llegado. De repente, sentí un nudo en el estómago al recordar lo que el capitán le había dicho a su hijo acerca de que era probable que muriera y que dieran ejemplo con mis padres. Mi padre y yo no habíamos acabado de hacer las paces, y nadie les había dicho a mis padres que Miranna estaba viva. Quizá ya era demasiado tarde para ambas cosas. Gracias a la tenue luz de las antorchas vi que se trataba de London, que había cambiado el turno con Davan y se estaba preparando la cama al lado de la entrada de la cueva. Mientras lo observaba, intenté pensar con lógica. Habíamos partido antes que los demás, después de todo; quizá su ruta los obligaba a tardar más, y además nosotros habíamos cabalgado durante una buena parte del trayecto. Aparté todos los pensamientos negativos y volví a tumbarme. London ya dormía plácidamente, lo cual era un claro indicio de que no había que preocuparse por nada. No tardé mucho en dejar que el sueño me atrapara.

Por la mañana, los brillantes rayos de la luz del sol rompían contra la roca de la entrada e iluminaban estrechas zonas del interior de la cueva, pero lo demás permanecía en las sombras. Me sentía dolorida y rígida, pero había descansado bien y sentía una gran curiosidad por ver lo que teníamos alrededor. Mi hermana todavía dormía, y ni London ni Davan estaban en la cueva, así que empecé a observar a mi alrededor.

Se tardaría un poco en conseguir que esa cueva fuera cómoda para vivir, pero las cosas necesarias estaban allí: además de la leña, de las pieles y de la comida que había visto la noche anterior, había medicinas, vendas, agujas e hilos de algodón; también vi ropa: pantalones, camisas un par de faldas y capas, así como barriles de vino y cerveza. Me alegré al ver que al fondo de la cueva había un lugar para hacer lumbre que casi era una chimenea, pues tenía ventilación a través del techo. Unas ascuas ardían en ella, y albergue la esperanza de que eso significara que íbamos a preparar un desayuno caliente. Vi que mi hermana continuaba durmiendo y que no parecía tener ganas de despertarse, así que salí fuera de la cueva, caminé entre los pinos y llegué al saliente que daba a la inclinada pendiente por donde habíamos subido el día anterior. Enseguida vi a London y Davan. El primero estaba montado a caballo, y el segundo le estaba dando instrucciones. Davan levantó la cabeza en cuanto llegué. London se dio la vuelta de inmediato, vigilante, y al verme frunció el ceño.

—¿Hay alguna noticia? —pregunté, temblando de frío. Sabía que ninguno de nuestros guardias se marcharía a no ser que hubiera algún problema.

—Steldor y Galen no han llegado —me dijo London directamente—. Quizas hayan tenido que venir más despacio, pero doce horas es tiempo de espera suficiente. Davan va a ver si los localiza.

—¿Crees que les habrá pasado algo?

Los pensamientos se me habían acelerado y recordé todos los peligros de los que habíamos escapado a duras penas durante nuestro trayecto. Pero seguro que Steldor y Galen eran tan capaces con London y Davan, y además habían tenido una ventaja adicional mientras Cannan había estado con ellos. El capitán tenía la intención de dejarlos en algún lugar fuera del peligro antes de regresar.

—Son hombres capaces —dijo London con convicción, como si me hubiera leído el pensamiento. —Todavía es posible que aparezcan por sus propios medios. —Y en todo menos optimista, añadió—: Pero no son invencibles.

—Intentaré encontrarlos —prometió Davan.

London dio una palmada a la grupa del caballo y el animal inició el descenso por la peligrosa pendiente. Luego el segundo oficial volvió a entrar en nuestro escondite. Al poco rato de entrar, Miranna se despertó. No se levantó, sino que se sentó sobre las pieles y se recogió las rodillas ante el pecho. Después, London me mostró donde podíamos asearnos, así que ayudé a mi hermana a hacerlo. Había estado en lo cierto acerca del porqué del fuego encendido; íbamos a tomar un desayuno caliente, aunque no a base de huevos revueltos, tal como estaba acostumbrada. London me enseñó cómo preparar gachas con la avena que teníamos en gran cantidad: había que ponerlas en agua y cocinarlas en el fuego. Con leche hubiera sido mejor, pero no dispondríamos de ella durante un tiempo. London también me enseñó a cuidar del fuego, ya que quería que lo mantuviéramos bajo para no provocar mucho humo durante el día, cuando era más fácil de detectar. Por su actitud comprendí que yo estaría al cargo de la cocina, pues esa era una de las maneras en que podía ser algo de ayuda. Pasamos ese día en la cueva; casi no hablamos. Me dediqué a trasladar los viveres de la esquina derecha al fondo y así dejar un espacio libre para preparar la cama de Miranna, pues ese era el lugar más acogedor de la cueva, y pensé que ella se sentiría más segura allí. Luego coloqué en ese espacio las pieles y las mantas con las que habíamos dormido.

Miranna parecía cómoda en ese rincón: estuvo dormitando toda la tarde en su cama. London montaba guardia y de vez en cuando sacaba la cabeza para ver como estábamos, pero nunca se alejaba más allá de la cornisa. Me di cuenta de que había mirado un par de veces su arco de caza, pues no teníamos carne, pero no quiso dejarnos solas. Así que comimos, gachas, galletas y fruta seca.

Other books

Aurora by David A. Hardy
Unwanted Blood by L.S. Darsic
The Mourning After by Weinstein, Rochelle B.
Un largo silencio by Angeles Caso
Shrouded in Silence by Robert Wise