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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (21 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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Podéis imaginar el silencio que siguió a esas palabras, especialmente considerando que jamás había increpado en público ni siquiera al más joven de nosotros. Critias era el hombre de mayor edad entre los presentes, el más influyente, el más rico y mejor nacido. Si el propio Zeus hubiera arrojado sus rayos, fulminándole a nuestros pies, nosotros, los jóvenes, no habríamos contemplado su cuerpo con más solemne temor con que mirábamos su cara.

Sus labios se tornaron amarillos y pareció súbitamente más delgado; pero lo que me fascinaba eran sus ojos. Estaba enfermo de rabia; sin embargo, la utilizaba como instrumento de su voluntad.

«Está intentando atemorizar a Sócrates», me dije. El hombre que había en mí se sintió desazonado, pero el muchacho miraba, con la boca abierta, como si contemplara una casa incendiada.

Miré a Sócrates. Su rostro estaba enrojecido aún, pero su ira había muerto. Permanecía inmóvil, como una roca, y sentí que se me erizaba el vello. No era el erizamiento que produce el miedo, sino algo que sólo pude comprender mucho tiempo después, cuando volví a sentirlo en el teatro; también allí se trataba del caso de un hombre valiente que se enfrentaba con la lógica del destino.

Alguien debió de sentir esa sensación mucho más fuertemente que yo, pues, de pronto, Agatón lanzó al aire una risa breve, después se llevó con prontitud una mano a la boca. Los ojos de Critias se hicieron casi redondos, pero luego volvieron a entrecerrarse; después giró sobre sus talones y se alejó.

—Dime, Jenofonte, ahora que eres oficial…

Creo que Sócrates era el único de todos nosotros que recordaba de qué habíamos estado hablando antes. Jenofonte tartamudeó algo antes de coger el hilo, pero se afirmó inmediatamente y siguió la conversación con la misma frialdad que si se hubiera tratado de una marcha a través de territorio enemigo, hasta que la disposición de ánimo de los demás se ajustó a la suya.

Más tarde, Lisias y yo marchamos en silencio.

—Critias le habría dado muerte de haber podido, Lisias —dije finalmente—. Vi sus ojos…

—No fue agradable —repuso—. Sin embargo, no exageres; estamos en una Ciudad civilizada. Sócrates no toma parte en la política, y tampoco cobra por enseñar. Creo que es algo que ha sucedido muy oportunamente.

Acababa de llegar a casa aquella noche y me disponía a cambiarme, cuando apareció Fedón, lo que nunca había hecho sin ser invitado a ella. Estaba en el patio.

—Da un paseo conmigo —dijo.

Iba a pedirle que me acompañara a cenar, pero le miré y salí con él a la noche. Rápidamente fuimos hasta el Pnyx, y nos sentamos en la tribuna pública. Nadie había en la colina, excepto unos pocos amantes y algunos niños jugando. Desde allí, las columnas de la Ciudad Alta eran negras contra un cielo verde claro, y las lámparas brillaban, amarillas, en los altares. El polvo y las hojas aplastadas olían a rocío; y entonces salieron los murciélagos y los saltamontes. Fedón, que había subido a la colina como un leopardo sujeto a una traílla, estaba sentado, apoyando la barbilla en la mano.

—Las bestias deben sangrar en silencio —dije yo, finalmente—, pero los dioses han dado el habla a los hombres.

Me sonrió, como se sonríe al niño que nos tira de la túnica.

—¿Te has preguntado alguna vez por qué odio a Critias? —murmuró un momento después.

—No, Fedón.

Inclinó la cabeza.

—Yo era principiante en casa de Gurgos, la primera vez, y también lo bastante inexperto para demostrarle que no me gustaba. Incluso pensé que se quejaría.

Fedón sonrió levemente. Crucé con fuerza los brazos; sentía frío.

—La mayor parte de la gente cobra por enseñar, pero Critias pagó por el privilegio de instruirme. Llegué a conocer su golpe… Como decía Sócrates el otro día, el don del conocimiento no puede nunca sernos quitado.

A tiempo recordé que si se le tocaba, siempre se apartaba. Esperé. A la mortecina luz parecía llevar un gorro de plata; sus ojos negros eran viejos y brillantes, como los de la serpiente de Apolo.

—Empecé a frecuentar a Sócrates por su método negativo —siguió—. Me gustaba observar cómo minaba la seguridad de los tontos. He ahí un hombre que no domará a la verdad, me dije, sino que la seguirá a lugares secos. Y así, a mi vez le seguí, y él me condujo a donde yo no había pensado ir. No me asusta cuando destruye las definiciones y nada deja en su lugar. Justicia, santidad, verdad…, si no se han definido, se ha tenido la demostración. Creo que ahora puedo decir que soy el principal estudiante de sus refutaciones lógicas negativas. He permanecido más tiempo que mis rivales… Critias y Alcibíades.

Guardé silencio, procurando no irritarme con él por haberme atraído demasiado al círculo de su dolor. Luego se volvió hacia mí.

—Sigues pensando con el vientre, Alexias. No dejes que Lisias te ablande. Está enamorado de ti y es demasiado sencillo para saber lo que hace. Si huyeras en la batalla, moriría de vergüenza. Piensa con la cabeza, aunque te cause dolor. ¿Adónde correrá el hombre que se libra de los lazos del dogma y de la costumbre? ¿Correrá a lo que odia o a lo que ama? Dime: ¿crees que Lisias es odiado por muchos?

—¿Lisias? Me parece imposible odiarle.

—De esa misma manera siente Sócrates acerca de cuanto ama: la sabiduría y Dios. Por ello hizo girar la llave de la jaula y dejó en libertad a Alcibíades. Y también ahora Critias corre por las montañas, sin que entre él y su voluntad haya más que lo que un lobo tiene. Durante mucho tiempo he estado observando cómo Critias se libraba de su alma, si te gusta la palabra, o de aquello que hace que el hombre se sostenga sobre dos pies, en lugar de cuatro. He ido paso a paso con él, pues su razón es un espejo sostenido a la altura del mío, hasta llegar al borde mismo de sus conclusiones. Dicen que el verdadero don del maestro es descubrir a un hombre a sí mismo… En cierta ocasión pasé toda una noche despierto, en casa de Gurgos, pensando la forma de matarle. Pero era ya demasiado tarde.

XIV

Poco después volvimos a la guerra. El rey Agis estaba en Dekeleia al mando de sus tropas, encargándose de que si los tebanos relevaban a sus espartanos, no permanecieran ociosos. Sin embargo, los encontramos más fáciles, en parte porque sienten inclinación a ser algo lentos (aunque no tanto como pretenden los escritores humorísticos) y también porque nos habíamos frecuentado durante la tregua y nos conocíamos mejor como vecinos que como enemigos. Recuerdo particularmente a dos a quienes recogimos gravemente heridos. Uno de ellos hubiera podido escapar, pero corrió junto al otro al verle caer. Al día siguiente los entregamos por medio de los heraldos, pues mucho tiempo transcurriría antes de que pudiesen volver a combatir, y también porque es siempre desagradable dar muerte a los heridos, especialmente si han demostrado valor. Les llevé comida y bebida por la noche [y les pregunté si eran amantes. Dijeron que sí, y que como era costumbre en su ciudad hicieron un juramento frente a la tumba de Iolao, amante de Heracles. Tras ello]
[N.delE.]
siempre habían luchado juntos en la batalla, y también eran puestos en la vanguardia para reforzar la línea, puesto que eran hombres que preferirían la muerte al deshonor.

—Algún día —dijo el más joven— formarán un regimiento con nosotros y conquistaremos el mundo.

Se volvió entonces hacia su amigo, el cual, a pesar de la debilidad que le causaba su herida, se giró y sonrió. Me hubiera gustado hablar más largamente con ellos, pero sufrían y los dejé solos.

Demóstenes embarcó hacia Sicilia a principios de verano. La flota zarpó sin otras ceremonias que los sacrificios y las libaciones a los dioses. Lisias y yo estábamos en una colina, a caballo, rodeados por el escuadrón, viendo desaparecer las velas en el mar. Nos miramos y sonreímos; luego se volvió.

—¡Un vítor para nuestros padres y buena suerte a Demóstenes! —gritó.

Lo gritamos todos, sintiéndonos orgullosos de que cuando el ejército regresara, victorioso, nadie podría decir que habíamos permanecido ociosos como las mujeres.

Necesitamos el orgullo en los meses siguientes. Yo era fuerte y me encontraba en la flor de la juventud; sin embargo, sentí el cansancio como jamás lo he sentido desde entonces. Lo que quedaba de las cosechas maduraba en las granjas. Sólo se contaba con la caballería para salvarlo; toda la infantería que quedaba guarnecía las murallas de la Ciudad, pues el invasor estaba muy cerca. Durante el día, los ciudadanos vigilaban por turno; se veía a los hombres dedicándose a sus actividades o comprando en el mercado, sin haberse despojado de la armadura. Por la noche, todos dormían en los lugares de concentración, alrededor de los templos, para evitar que Agis nos sorprendiera.

La caballería tenía su base en el Anakeion; durante nuestro turno de guardia veíamos las bridas de los Gemelos contra las estrellas, y más de una vez monté guardia en la misma muralla donde hice compañía a mi padre, cuando contaba quince años. El día se anunciaba rojo en el cielo y esperábamos el sonido de la trompeta, que nunca se retrasaba. Entonces sacábamos nuestros fatigados caballos, les frotábamos las piernas entumecidas aún por la cabalgada del día anterior, y partíamos otra vez. Pero a menudo pasábamos la noche en las colinas, resguardándonos como podíamos.

Algunas veces, cuando la noche era fresca o llovía, y nos dolía el cuerpo de tanto montar o por heridas, Lisias y yo nos echábamos juntos, buscando un poco de calor; pero jamás compartimos una capa, pues cuando se hace en invierno se sigue haciendo en primavera. Al recordar aquellos días, casi no sé cómo conservamos el ánimo; no teníamos tiempo para filosofar, ni gozar de tranquilidad ni pensar en los dioses, excepto cuando el escuadrón hacía la plegaria matinal o vespertina. Y creo que fue el cansancio, más que nada, lo que nos hacía la vida llevadera. Sin embargo, algunas veces, durante la guardia nocturna, cuando la Galaxia abría su libro en el cielo sin luna, sabía lo que hacíamos y a dónde nos mandaba Sócrates. Cuando Lisias se separaba de mí y se dormía, sentía que mi alma ascendía una montaña de amor, de anchas laderas con rocas y arroyos y bosques, y campos de todas clases, pero un solo pico en la cumbre, al cual conducen todos los senderos; y más allá, el éter azul en el que el mundo nada como un pez en el océano, y el alma alada vuela libremente. Al regresar de allí, durante un tiempo no podía encontrar nada creado que no pudiera amar: el camarada con quien me había sentido irritado durante el día, los espartanos que ocupaban Dekeleia; e incluso sentía pena por Critias, y sabía por qué Sócrates no le había arrojado antes de su lado. Sin embargo, no estaba adormilado ni perdido en mis sueños, sino que veía brillar la noche como un cristal, los conejos que pasaban, raudos, cerca de nosotros, o el silencioso búho.

Hacia fines de aquel verano recibimos un despacho de Sicilia.

Me limito a mencionar la carta de mi padre, que lo acompañaba, por mor de la brevedad. Yo le había escrito, cuando partió la flota de Demóstenes. Después de darme algunas instrucciones referentes a lo que había de hacerse en la granja, me decía: «Apruebo tu elección de un amigo; es un joven de buena reputación, a cuyo padre conozco. No descuides tu instrucción, ni en virtud ni en campaña, para que vuestra amistad pueda ser honrada tanto por los dioses como por los hombres. En cuanto a la guerra, puesto que no puedo darte mejores noticias que las que tú me comunicas, recibe las mías como un hombre. Debido a la debilidad de sus propósitos, Nicias nos ha estafado la victoria. Demóstenes, hombre bueno pero sin suerte, lo jugó a un envite y perdió. Sabe que el juego ha terminado, y quiere devolvernos a la patria con cuanto pueda salvar. Nicias sigue indeciso, esperando algún augurio o que un demócrata abra las puertas de Siracusa o la intervención de un dios; pero Siracusa no es Troya. En mi opinión, teme enfrentarse con los atenienses después de la derrota. Sin embargo, Demóstenes es hombre y hará lo que sea necesario. Resistid hasta que lleguemos nosotros, y juntos limpiaremos el Ática».

Estaba casi preparado para esta clase de noticias, pues se recibieron tras larga demora, y el sonido de la victoria vuela rápidamente. Creo que nadie se asombró demasiado. Las gentes parecían amurriadas, pero en todas partes se oía lo mismo: «Cuando el ejército esté aquí…». Pensábamos en nuestras granjas; estábamos más que cansados de tener cerca al rey Agis.

Fue él, sin embargo, quien alumbró para nosotros una triste noche en el Anakeion. Yo estaba puliendo mi armadura junto a la fogata; habíamos cenado, pero estábamos sólo llenos a medias, pues las raciones eran cortas debido a que los víveres debían venir por mar. Jenofonte dejó su fogata y vino a sentarse junto a la nuestra; compartí mi aceite con él y comparamos nuestras heridas. Siempre podía distinguirse un caballero en la palestra por sus cicatrices en brazos y muslos y donde acaba la armadura. Jenofonte estaba tratando de demostrarme un invento suyo, consistente en una larga guarda de cuero para el brazo y la mano izquierdos, que no impediría manejar las riendas, como sucedía con los escudos. De pronto desde otra de las fogatas hasta nosotros llegó una sonora carcajada, que pasó de un grupo a otro. Nos poníamos en pie para averiguar lo que sucedía, cuando Gorgias llegó con la noticia. Reía tanto, que casi cayó al fuego.

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