Read Alexias de Atenas Online

Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (22 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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—¿Queréis saber la verdadera historia del rey Agis? —preguntó cuando pudo hablar—. Tal vez creáis que está aquí porque nos odia y quiere nuestro mal. Estáis equivocados, amigos míos. El rey Agis permanece aquí por amor familiar, como si estuviera unido a nosotros por los más sagrados lazos. Debe de sentirse orgulloso de haber comprendido el agüero y desertado del lecho de su nueva esposa. De lo contrario, hubiera engendrado un espartano más, en lugar de un ateniense.

—¿Un ateniense? —repetí, no osando creer lo que veía venir, hasta que recordé la risa—. ¿Quieres decirnos que Alcibíades ha calentado el lecho del rey Agis, durante todo ese tiempo?

—Nadie lo usaba. Supongo que debía sentir frío después de bañarse en el Eurotas dos veces al día. Ahora sabemos por qué no se resfrió nunca.

Hace algunos años, cuando fui invitado por Jenofonte a su casa cerca de Olimpia, recordé ese momento durante nuestra conversación. Jenofonte dijo que siempre le había parecido mal que alguien se burlara de la piedad de un hombre virtuoso, y que no comprendía que en ello hubiera algo cómico. Los recuerdos de las gentes difieren después de tanto tiempo, pero el mío me dice que él rió tan alegremente como yo.

—Por lo visto —dijo— ha calentado tanto el Eurotas que el río debe ya estar humeando.

—Sí, ciertamente. Las mujeres espartanas, que tienen el privilegio de denunciar a la Ciudad al hombre que deja caer su escudo, no son tan tímidas como las nuestras. No consideran motivo de orgullo que no se hable de ellas. Cuando Alcibíades la dejó embarazada, la nueva esposa del rey se jactaba de ello en todas partes.

—Cuéntanos cómo probó él su inocencia —dijo Lisias.

—El hijo es su vivo retrato, según dicen. Pero Alcibíades hizo gala de su acostumbrada gracia y enseñó a la esposa del rey a burlarse de él. Dijo a cuantos le preguntaban que él, por su parte, no había sido presa desvalida de Afrodita, y que sólo le impulsó la más noble ambición. Había deseado fundar una dinastía. Quedamos todos con la boca abierta.

—Decid lo que queráis —observó alguien—, pero nunca habrá otro como él. 

Así que nos echamos a reir, y compartimos lo que quedaba de vino, y acabamos contando historias subidas de tono antes de irnos a dormir. Me atrevo a decir que recuerdo perfectamente esa noche, porque pronto dejó de oírse la risa en la Ciudad.

XV

Rechazábamos a los espartanos en una granja cerca de Maratón, cuando Fénix tropezó y me arrojó al suelo. De no haber sido por Lisias, habría encontrado la muerte entonces. La caída me produjo la fractura de la clavícula y tuve que quedarme en la granja, pero estaba tan preocupado por Fénix, que cojeaba mucho, que me levantaba todos los días para verlo. El granjero era viejo, pero no así su esposa, que, al igual que Sócrates, no cobraba por instruir a la juventud. Me soltó el vendaje con que Lisias me había sujetado el brazo, porque me molestaba. Vino algunos días después para ver cómo seguía; de no haberlo hecho, habría quedado deforme de por vida.

Hubo que llevarme a la Ciudad en una carreta, para encajar bien el hueso.

Lisias tenía una herida en el brazo, recibida al librarme de los espartanos. No le había dado importancia en aquellos momentos, pero luego estaba de mal humor por ella, y tenía que curársela todos los días. Muchos de nosotros observamos que nuestras heridas no sanaban tan rápidamente como al principio; la comida era mala y estábamos fatigados. Fue la primera vez que Lisias y yo fuimos heridos juntos, y lo tomamos como una fiesta.

Cierto día paseábamos por el Ágora, sintiéndonos ambos algo débiles y enfermos. Lisias estaba afiebrado a causa de su herida, y yo hacía poco tiempo que me levantaba de la cama. Oímos gran clamor al otro lado y fuimos a ver qué sucedía, aunque sin apresurarnos demasiado, porque no queríamos que nos zarandeara la muchedumbre. Pero el hombre causante de la conmoción venía hacia nosotros. Era un frigio, que llevaba el delantal del barbero. Abría los brazos, clamando a los dioses para que atestiguaran su verdad, y exigiendo ser llevado ante los arcontes.

Recuerdo muy bien su aspecto: bajo, gordo y ventrudo, con un rubí en la oreja y rizada barba negra como anuncio de su arte. Por haber recorrido algún trecho apresuradamente, sudaba como un cerdo desde el cabello hasta la barba; era como el hombrecillo que provoca las carcajadas del público en una comedia, fingiendo haberse ensuciado de miedo. Pero nadie reía, excepto los dioses, tal vez, desde lo alto. Quizás estaban diciendo: «Os mandamos a Pericles para que os aconsejara, pero esa dignidad pareció insuficiente a vuestra Ciudad. Os mandamos agüeros y prodigios, y escritos en las estrellas, pero vosotros, atenienses, no hicisteis caso. Quisisteis pisar sobre púrpura, ser más grandes que la Necesidad y el Destino. Muy bien; vosotros lo habéis querido».

Vino hacia nosotros, jadeante, rodeado de gente tumultuosa, como si hubiera cortado a un cliente a quien afeitara o le hubiese cobrado un precio excesivo. Al vernos, corrió, ganando ventaja a quienes le estaban gritando.

—Veo que eres caballero y soldado, señor —dijo, entrecortadamente—. Háblales, señor. La Ciudad me ha dado hospitalidad durante siete años. ¿Por qué habría yo de dejar mi tienda una mañana atareada, cuando acaba de llegar un barco, e inventar semejante historia? Te juro, señor, que el hombre se separó de mí hace menos de una hora, y yo vine directamente aquí, para que los dioses fueran mis testigos. Protegedme, señor, tú y tu noble amigo joven, y conducidme ante los arcontes, pues las gentes se toman libertades con un extranjero, señor, aunque durante siete años yo…

Entonces Lisias se volvió hacia las gentes, diciéndoles que debían dejar aquel hombre a la ley, a pesar de lo que pudiera haber dicho, y que quienes quisieran podrían ver por sus propios ojos cómo se hacia justicia. Todos se apaciguaron entonces, hasta que un hombre viejo, cubierto de cuero, un armero, dijo:

—¿Cuántas más dirá por el camino? Aseguro que hay que cerrarle la boca con brea. Tú, hijo de Demócrates, puedes muy bien conservar la calma, pero yo tengo tres hijos en el ejército, tres. ¿Cuántos, como yo, no podrán cerrar los ojos esta noche, a causa de las mentiras de este hombre? Y todo para darse importancia durante un día y anunciar su apestosa tienda.

Tras estas palabras, el griterío fue mayor que antes. El hombrecillo se colocó entre Lisias y yo, buscando refugio como el pollito bajo el ala de la gallina, y nos vimos obligados a acompañarle hasta donde iba. Por el camino, hablaba constantemente, entre los gritos de la multitud, que engrosaba por momentos. El barbero farfullaba su historia, entre nombres de clientes que le avalarían, interrumpiéndola también para ofrecemos un corte de pelo o un afeitado gratuitos.

Tal era el mensajero que los dioses mandaron a los atenienses para decirnos que nuestro ejército en Sicilia había sido borrado de la faz de la tierra.

El hombre tenía una tienda en El Pireo, junto al muelle donde atracan las naves de Italia. Los colonos solían ir allí al desembarcar, para hacerse arreglar después del viaje. Había arribado un barco y uno de los pasajeros se sentó en el banco, para esperar su turno, y entrando en conversación con el hombre a su lado, dijo:

—La última vez que estuve aquí vuestra Ciudad se encontraba en fiestas; había guirnaldas en las calles, antorchas en la noche y el vino fluía. Ahora temo ver a los amigos que hice entonces, pues ¿qué puede decirse a quienes sufren semejante calamidad? Desde el primer momento creí que la guerra era una equivocación, pues, como vivo en Reggio, conozco algo Sicilia. Dudé que los atenienses salieran con bien, pero, por Heracles, que no hubiese creído a quien me dijera que todo se perdería; dos grandes ejércitos y dos flotas, el buen Nicias y el bravo Demóstenes, muertos de mala manera, ambos como ladrones. Sin embargo, ¿qué son ellos, después de todo, ante tantos hombres valientes despedazados, o, lo que es peor, esclavizados?

Al oír tal cosa, cuantos se encontraban en la tienda le interrumpieron, gritando, preguntándole cuál era el significado de sus palabras. Pero el hombre, mirando asombrado a su alrededor, dijo:

—¿No ha llegado la noticia hasta aquí? ¿No lo sabe nadie? En Italia no se habla de otra cosa.

Entonces el barbero dejó su navaja y vino corriendo, desde El Pireo. Y Lisias y yo tampoco le creímos.

Le conducimos sano y salvo hasta el pritaneo, pues no es bueno que los helenos que viven según la ley administren castigo sólo por las murmuraciones callejeras. Le dejamos allí y nos alejamos. Vi que las mejillas de Lisias estaban sonrojadas y que la fiebre le hacia brillar los ojos.

—Has caminado demasiado —le dije.

—No es nada; mi herida arde.

Le llevé a mi casa, bañando su herida con la infusión que el físico había ordenado, cubriéndola después con paños calientes. Mientras le curaba, el hombro volvió a dolerme. Estábamos diciendo que había que castigar ejemplarmente al barbero, por excitar a la Ciudad propagando falsas noticias. Sin embargo, era como si nuestros cuerpos supieran la verdad.

Los arcontes fueron severos con el barbero. Los rumores se propagaban rápidamente, y él no podía dar el nombre de su informante ni decir a dónde había ido. Finalmente se le torturó, pues no era ciudadano; pero el tormento de nada sirvió, siendo luego dejado en libertad, creyéndosele ya bastante castigado. Unos nueve días después llegó otra nave de Italia; los hombres que de ella desembarcaron no visitaron primero la tienda del barbero, aunque mucho lo necesitaban. Eran fugitivos del ejército, en Sicilia, que, tras arrojar sus escudos, se salvaron ocultándose en los bosques. Entonces supimos que lo dicho por el barbero era muy poco, comparado con la realidad.

Cuando Demóstenes llegó, fue como el hombre que, tras larga ausencia, visita a un amigo. La familia dice: «No ha estado muy bien este año pasado»; pero el ojo recién llegado ve la muerte detrás de la silla. Los siracusanos tenían los dos cuernos de la bahía, y las alturas que la dominaban. Demóstenes eligió la osadía y atacó las alturas. El resultado de la batalla era indeciso, pero la oscuridad favorece a quien conoce el terreno. Incluso entonces, Nicias vacilaba, viendo cómo toda una vida de honor acababa en la desgracia; pero Demóstenes, más sano de cuerpo y noble de mente, le obligó a tomar una decisión. Accedió a abandonar la empresa. Los preparativos se llevaron a cabo con prudencia y secreto; los siracusanos no se enteraron de ello; sólo se necesitaba una noche oscura para que las naves pudieran escapar. Era la gran luna de la festividad de Atenea.

Aquella noche fue nublada en Atenas, pero la luna brillaba allí sobre el mar y la rocosa tierra, hasta que, al llegar a su cénit, se vio cómo su cara empequeñecía, quedando luego cortada, y finalmente oscurecida del todo, como si alguien hubiese puesto un gran escudo delante de ella.

Pudiera creerse que Nicias alzó los brazos al cielo, ofreciendo una hecatombe de bueyes a Atenea, que tan bien había cuidado de los suyos, pues aquello sucedía la noche de su fiesta, cuando las plegarias de los atenienses se elevaban hacia ella. Siempre me ha parecido que rechazar su don, la protección de su escudo, fue una impiedad tan grande como la de Anaxágoras, que pretendía que Helios es sólo una piedra brillante. Sin embargo, Nicias sólo vio calamidad en el augurio, y convenció a tantos, que Demóstenes quedó en minoría. Se decidió que transcurriera otra luna, antes de que el ejército embarcara y la flota zarpara.

Esperaron. Los siracusanos volvieron a atacar a los barcos, hundiendo muchos más de los que podía el ejército permitirse perder.

Mientras debatían lo que debía hacerse, el enemigo cerró la entrada de la bahía con sus propias naves, uniéndolas con cadenas. Entonces no fueron precisos ni agüeros ni oráculos para saber que debían forzar la salida o morir. Se prepararon para la batalla.

Como si despertara de un sueño inducido por alguna droga, Nicias trabajaba con ahínco, procurando que los barcos estuvieran preparados, exhortando a los trierarcas y soldados. Les recordó las famosas palabras de Pericles, diciéndoles que pertenecían al pueblo más libre del mundo; como si los siracusanos hubieran sido súbditos de un tirano, y no helenos asimismo, decididos a ser libres o morir.

Durante dos años vieron la suerte de Melos pendiente sobre ellos.

Tripularon sus naves y esperaron.

Demóstenes condujo nuestros barcos para romper la cadena.

Cayeron sobre ella con tanto valor, que abordaron las naves enemigas, arrojando al mar cabos y cadenas; pero entonces la flota siracusana cayó sobre ellos por la espalda.

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