Los barcos que vimos navegando hacia Quíos fueron vencidos y obligados a encallar, pero Alcibíades y su amigo Antioco, el piloto, tomaron la isla de todos modos. Todos los días nos llegaban noticias de su habilidad y valor. En el Ágora se oía a la gente decir que habíamos perdido más de lo que imaginamos cuando le exiliamos, y que antes de ir a Sicilia había pedido ser juzgado, como hombre inocente. Corría también el rumor de que se había hecho a la mar en el momento preciso, pues el rey Agis le odiaba violentamente, y Alcibíades jamás dormía en Esparta sin una guardia.
Pero cierto día, al visitarle en su casa, Lisias me dijo:
—Entra y habla un rato con mi padre, Alexias. Háblale de caballos o de cualquier otra cosa, pero no de la guerra. Las noticias de hoy, que son malas, le han afectado más de lo que podía imaginar.
Yo había estado en la ciudad y observado parecida actitud en otros hombres mayores. Demócrates me recibió bondadosamente, pero parecía haber envejecido cinco años, y no quería hablar sino de las noticias.
—Hoy me siento como si hubiera visto a Perseo vendiendo a Andrómeda al dragón, por una bolsa de plata. ¡Esparta y los medas! ¡Vender la Jonia por dinero! ¿No queda honor bajo el sol?
—Es para pagar a los remeros, señor —repuse, como si debiera defenderlos—. Son muy pocos para remar ellos mismos, y no pueden confiar en los ilotas.
—Cuando mi padre era muchacho —dijo Demócrates— su padre le llevó a las Termópilas, después de la batalla, para que aprendiera de los caídos cómo deben morir los hombres. A menudo me lo describió: los amigos yaciendo donde los vivos se mantenían en pie para defender el cuerpo de los muertos, como hacían en los días de Homero; y aquellos que habían luchado hasta que las armas se les habían roto en las manos, agarrados con dientes y uñas a los bárbaros muertos. Y ahora hemos llegado a esto. ¡Con qué tranquilidad se lo toman los jóvenes!
Sentí piedad por él; pero en aquellos momentos me hallaba más preocupado por su hijo. Los huesos de Lisias se habían recompuesto bien, y exceptuando la cicatriz en su frente, la lucha sostenida con Sostratos no había dejado huella alguna en su cuerpo. Pero había dejado de practicar el pancracio. Por algún tiempo me tuvo ignorante de ello. Hacía bastante ejercicio para mantenerse en condiciones; pero con frecuencia me decía que iría a la palestra, y le hallaba en la columnata, y a veces no me era posible encontrarlo en absoluto. Al comprobar cómo se desarrollaban las cosas, no creo que ello constituyera para mí una gran sorpresa. Recordaba cómo cuando Polimedes y los otros me levantaron, él se retiró. Jamás se agachaba para ayudar a los contrincantes. No me había dicho nada, por temor a que se creyera que despreciaba mi corona. Era tan honorable como siempre, pero menos franco de cuanto lo había sido.
A veces se sumía en el silencio, y cuando yo le preguntaba cuáles eran sus pensamientos, solía mostrarse áspero conmigo.
Entonces nos atrafagábamos menos en la Guardia, porque la guerra se libraba principalmente en el mar. Encontré a un hombre libre que en la granja hacía algunos trabajos por un pequeño jornal y una participación en la cosecha. Sólo sembrábamos cosas que crecieran deprisa.
Una hermosa mañana de verano en la Ciudad, yo acababa de dar los últimos toques a nuestra casa, a la que había enjalbegado recientemente. Lo había hecho desde que despuntaba el día hasta que la gente comenzaba a aparecer, pues aunque todo el mundo sabía en aquellos días que su vecino realizaba tareas de esclavo, a nadie le gustaba ser observado. Sin embargo, al estar el trabajo hecho me sentí muy complacido, y lo mismo le ocurría a mi madre, especialmente en lo que se refería al patio, donde había pintado de rojo y azul la cúspide de las columnas. Tomé un baño, me peiné y vestí una toga limpia. Llevaba el bastón que usaba en la Ciudad, uno muy bueno que perteneció a mi padre. Después de haber realizado tan sucio trabajo, me agradó saberme acicalado cuando me detuve en el pórtico para echar una última ojeada a mi obra. Al volver la cara hacia la calle, vi a un desconocido que se acercaba a la casa.
Era un anciano huesudo, que había sido alto cuando caminaba erguido. Avanzaba haciendo pausas y apoyándose en una estaca que había cortado en la espesura. Uno de sus pies, herido, estaba envuelto en sucios andrajos. Su blanco cabello aparecía enmarañado, como si se lo hubiera cortado él mismo con un cuchillo, y vestía una corta túnica de un género pardusco, como la que llevaban los trabajadores o los ilotas. Estaba lo suficientemente sucio como para ser lo uno o lo otro, pero, sin embargo, no se comportaba como ellos.
Miraba nuestra casa, mientras se encaminaba directamente a ella, y, dándome cuenta de ello, sentí removerse en mí un desconocido miedo: me pareció que era portador de malas noticias. Abandoné el pórtico y di unos pasos hacia adelante, esperando a que él hablase; pero al verme no hizo otra cosa sino mirarme con fijeza. Su estirado y huesudo rostro con barba de un mes estaba atezado por el tiempo hasta dejárselo casi negro. Sus ojos grises se destacaban agudamente. Estuve a punto de gritarle para preguntarle a quién buscaba.
Al principio ignoré qué era lo que me había impedido preguntárselo, sólo supe que no debía hacer preguntas.
Su mirada pasó junto a mí para detenerse en el patio. Después volvió a mirarme. Ante su silenciosa expectación, sentí que la carne se me ponía de gallina.
—Alexias —dijo.
Entonces los pies me condujeron a la calle, y mi voz pronunció:
—Padre.
Ignoro cuánto tiempo permanecimos de pie allí; pero creo que no fue mucho.
—Ven, señor —dije.
Apenas sabía lo que hacía. Después me recobré algo y di las gracias a los dioses por haberle preservado. En el umbral tropezó con su pie cojo. Hice ademán de ayudarle, pero él se apresuró a enderezarse.
Se detuvo en el patio para mirar en torno a sí. Recordé a Lisicles, y me pareció extraño que hubiera aceptado sin la menor duda su palabra, habiendo visto cuán quebrantado se hallaba el hombre y hasta qué punto divagaba en su relato. La contemplación de la mano de mi padre, encallecida y nudosa, llena de suciedad en las grietas y con cicatrices me lo recordó. Había cesado de pensar.
Traté de buscar palabras para decírselas. Aquel penoso entumecimiento lo había sentido en la guerra, al ver un bravo enemigo desplomándose ante mí en el polvo; pero la juventud no reconoce tales pensamientos, ni en verdad es preciso comprenderlos. De nuevo, aunque con diferentes palabras, dije lo que acerca de los dioses había hecho antes. Le conté que habíamos desesperado de su suerte.
Luego, al empezar a recobrarme, añadí:
—Me adelantaré a ti, señor, para decírselo a madre.
—Se lo diré yo mismo —replicó él.
Y renqueando se dirigió a la puerta. Se movía con rapidez. En el portal se volvió para mirarme otra vez.
—No creía que hubieras crecido tanto.
No contesté. Había crecido mucho; pero el hecho de que su espalda se hallara encorvada era lo que nos hacía parecer de la misma estatura.
Llegué detrás de él a la puerta, y allí me detuve. El corazón me latía con fuerza, las rodillas se me doblaban y los intestinos estaban sueltos en mi interior. Le vi encaminarse a las habitaciones de las mujeres, pero no oí hablar a nadie. Permanecí alejado. Al fin, cuando creí que había transcurrido un tiempo conveniente, me dirigí a la sala. Mi padre estaba sentado en la silla del amo, con los pies en una jofaina llena de agua cuyo vapor olía a hierbas y a la fetidez que despedía una pútrida herida. Ante él se hallaba arrodillada mi madre, con un paño en las manos, limpiando. Lloraba. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, porque no tenía libres las manos para enjugárselas. Se me ocurrió pensar por vez primera que debiera haberle abrazado.
El bastón seguía aún en mi mano. Recordé en qué rincón lo había encontrado, y volví a depositarlo allí.
Habiéndome acercado a ellos, le pregunté cómo había venido.
Dijo que de Italia, en un barco fenicio. El pie se le había hinchado tanto que tenía dos veces su tamaño, y verde materia brotaba de él.
Cuando mi madre le preguntó si el patrón no le había pedido el dinero del pasaje, él contestó:
—Necesitaban un remero.
—Alexias —dijo mi madre—. Mira a ver si el baño de tu padre está listo, y que Sostias no haya olvidado nada.
Salía ya cuando oí acercarse a alguien, y el aliento se me paralizó en la garganta. Era yo quien había olvidado algo.
Charis penetró, cantando y parloteando. En los brazos sostenía una muñeca de arcilla pintada que yo le había traído de Corinto. Estaba hablándole, de forma que se encontró en el centro de la habitación antes de haber alzado la vista Debió de advertir el olor, pues se quedó mirando fijamente, con ojos muy redondos, como un pájaro. Pensé: «Ahora que ve lo encantadora que es, seguramente le complacerá lo que hice». Mi padre se inclinó hacia adelante en su silla.
—Es nuestra pequeña Charis, a quien hemos contado muchas historias sobre ti —dijo mi madre.
Mi padre bajó las cejas; pero no parecía ni enojado ni sorprendido, y empecé a respirar mejor.
—Ven aquí, Charis —dijo, alargando la mano.
La niña permaneció quieta, de modo que yo avancé para conducirla a su lado. Pero apenas intenté moverla, su cara enrojeció, y sus labios se cerraron con fuerza. Se ocultó en los pliegues de mi manto, llorando, atemorizada. Cuando traté de llevarla junto a él, se cogió a mi cuello y empezó a chillar. No me atreví a mirarle. Entonces oí a mi madre decir que la niña era tímida y que siempre lloraba cuando veía alguna cara extraña. Era la primera mentira que le oía decir.
Dejé a un lado a mi hermana, y fui al baño. El pobre y viejo Sostias, en su confusión, había hecho muy mal las cosas allí. Di con las navajas de afeitar, el peine y la piedra pómez, y lo preparé todo, junto con las toallas limpias y el manto que mi madre había dispuesto.
—Iré contigo, Miron —dijo ella—. Sostias está demasiado torpe.
Pero él observó que se arreglaría solo. Ya me había dado cuenta de que tenía piojos en la cabeza. Salió, usando el bastón que yo había depositado contra la pared. Mientras mi madre retiraba los paños y la jofaina, me habló rápidamente de lo muy enfermo que estaba, de lo que tendría que comer y de qué médico habría que buscar para que le curara el pie. Pensé en las penalidades que había soportado, y me pareció que mi corazón debía de estar hecho de piedra, pues no lloré por él en la forma en que ella lo hiciera.
—Al menos me dejará que le corte el cabello y la barba —dije—. No querrá que un barbero vea en qué estado se encuentran en estos momentos.
Cuando entré, pareció como si se hallara a punto de ordenarme que saliera; pero debió de pensarlo mejor, porque me dio las gracias y dijo que le rapase la cabeza, pues ése sería el único medio de dejársela limpia. Tomando la navaja, me coloqué detrás de él, y entonces vi su espalda. Eumastas el espartano se hubiera sentido humilde ante aquello. No sé lo que le habían aplicado: debió de ser algo que contenía plomo o hierro. Las cicatrices se alargaban hasta sus costados.
A la vista de aquello, sentí toda la cólera que un hijo debe sentir.
—Padre, si conoces el nombre de quien te ha hecho esto, dímelo. Algún día quizá me encuentre con él.
—No —replicó—, no conozco su nombre.
Comencé mi trabajo en silencio. Luego me dijo que había sido sacado de las canteras por un capataz siracusano, el cual lo había vendido. Después había cambiado de amo varias veces.
—Pero eso —dijo— puede esperar.
Su cabeza se hallaba tan sucia y llena de costras que me hizo sentirme enfermo. Afortunadamente, me encontraba fuera de su vista.
Cuando hube acabado, le froté con un aceite perfumado que yo mismo solía usar. Era un buen producto de Corinto, que Lisias me había dado. Sólo lo empleaba cuando acudía a ciertas reuniones. Él lo husmeó y preguntó:
—¿Qué es esto? No quiero oler como una mujer.
Me excusé, y dejé el frasco de aceite. Cuando se hubo vestido, como no era ya posible ver sus hundidas costillas y sus flacos costados, pareció casi presentable, y no como si tuviera más de sesenta años. Mi madre le vendó el pie con un paño seco y le sirvió comida.
Observé que le resultaba difícil no devorarla como un lobo; pero pronto se sintió saciado. Entonces comenzó a hacerme preguntas sobre lo que se refería a la granja. Yo había llevado a cabo las cosas tan bien como se podía esperar; pero me percaté de que ignoraba la situación en el Ática, y parecía suponer que había podido conceder todo mi tiempo a los asuntos de la granja. Estaba a punto de explicarle que tenía otros deberes cuando, como respondiendo a mi pensamiento, los sones de las trompetas se dejaron oír en toda la Ciudad. Suspiré, y me puse en pie.
—Lo siento, señor. Había esperado que me dejaran estar contigo más tiempo. Hacía días que no se producía una incursión.
Salí corriendo, ordenando a gritos a Sostias que preparara mi caballo. Después, regresando con mi túnica de jinete descolgué mi armadura de la pared. Le vi seguirme con los ojos y, después de lo que había dicho del aceite, esperé tener entonces suficiente aspecto varonil para complacerle; pero al mismo tiempo mi mente se hallaba atenta a la incursión, pensando por qué lugar habrían venido los espartanos y por dónde podríamos rechazarlos. Mi madre, que estaba acostumbrada a aquellas alarmas, había ido, sin que yo se lo pidiera, a disponer mi alimento. Entonces volvió y, al verme luchar con una retorcida hebilla del hombro, vino a ayudarme.
—¿Dónde está Sostias? —preguntó mi padre—. Debiera encontrarse aquí para hacer eso.
—Está en el establo, señor —contesté—. Hemos perdido al palafrenero.
Era una historia demasiado larga para que me entretuviera en contársela. Justamente entonces Sostias apareció en la puerta y dijo:
—Tu caballo está listo, amo.
Asentí ligeramente con la cabeza y me volví para despedirme de mi padre.
—¿Cómo está Fénix? —inquirió.
De pronto lo recordé armándose en el mismo lugar donde yo me encontraba entonces. Me pareció como si desde aquella época hubiera transcurrido toda una vida.
—Temo que ha trabajado demasiado, señor —repuse—. Pero lo he conservado para ti lo mejor que me ha sido posible.
Me hubiera gustado pensar y decir algo más, pero las trompetas habían sonado, y la tropa no había tenido nunca que esperarme.