—Somos atenienses —contesté—. ¿Eres físico? Dime qué debo hacer.
—Nada —replicó el hombre—, pero procura calmarle, si despierta sin tener el dominio de su mente. Dale agua si la pide, pero no vino —entonces apartó los ojos de Lisias y los posó en mí—. Combatió en forma magnífica, pero me pregunto qué le hizo inscribirse con su peso.
Luego salió para presenciar el combate y Lisias y yo quedamos solos.
Respiraba con tanta debilidad que casi no podía oírle. Un lado de su cara estaba completamente magullado; le sangraba la nariz y tenía varios cortes en el cuero cabelludo. La frente presentaba una incisión sobre la ceja. Le quité la vieja manta con que le había cubierto, pero su cuerpo estaba tan sucio y contusionado, que no pude observar si tenía algo roto. Con una toalla que colgaba de la pared le lavé la sangre negra, el aceite y el polvo, lo mejor que pude; temía moverle. Le hablé, pronunciando su nombre en voz alta, pero no se movió. Entonces comprendí que no debí haberle lavado, pues el agua estaba fría y la habitación tenía las paredes de piedra; bajo mis manos su carne adquirió la frialdad del mármol y sus labios se amorataron. Pensé que moriría ante mis ojos. En un rincón vi la ropa de alguien, y le cubrí con ella, pero aún sentí su cuerpo frío. Entonces le cubrí también con la mía y me acosté a su lado.
Le abrazaba, intentando darle vida. Mientras el frío del miedo se apoderaba de mí, pensé en las largas patrullas con la Guardia, en las montañas, durante el invierno, cuando incluso los lobos en sus cubiles habían estado calientes juntos, y él yació solo. «Me diste valor en la batalla —pensé— y cuando me desmontaron, me salvaste la vida a costa de una herida. ¿Quién no hubiera buscado miel en la roca, después de tanto afán? Sin embargo, la ofreciste al cielo; sólo había sangre para ti, y el mar salado. ¿Qué es la justicia, si los dioses no son justos? Te han quitado la corona para dársela a una bestia.»
Sus labios eran fríos al tocarlos con los míos; tampoco abrió los ojos, ni habló ni se movió. «Demasiado tarde estoy aquí, bajo tu capa, yo, que por mi propia voluntad jamás te hubiera negado nada.
El tiempo y la muerte y los cambios no perdonan, y el amor perdido en la juventud no vuelve jamás», dije en mi corazón.
Me puse en pie, pues alguien se acercaba. La luz se oscureció en la entrada de la habitación, y vi que era Sostratos quien llegaba.
—¿Cómo está? —preguntó.
Era extraño oír que de sus labios salía una voz humana, en lugar del gruñido del jabalí. Me complugó ver las señales que Lisias había dejado en su cuerpo.
—Está vivo —repuse.
El hombre se acercó, miró y se alejó. Volví a echarme junto a Lisias. La amargura me llenaba el corazón. Recordé su estatua en la escuela, esculpida antes de que le conociera, y pensé cómo en su juventud había corrido y saltado, lanzado el disco y la jabalina, nadado y luchado, y cabalgado en las maniobras; pensé en mis propios afanes, balanceando el pico y lanzando el peso, para equilibrar mis hombros con mis piernas; pensé en el joven Platón corriendo vestido con la armadura, en los sacrificios que todos en el gimnasio habíamos hecho a Apolo, dios de la medida y de la armonía. Aquel hombre había despreciado la gracia y la agilidad y el honor del soldado en el campo de batalla, sin que le preocupara ser hermoso a los ojos de los dioses, no buscando otra cosa que ser coronado.
Y, sin embargo, la victoria había sido suya.
El combate había terminado, afuera. Las gentes hablaban y alguien tocaba una flauta doble. Lisias se movió y gruñó. Su cuerpo estaba algo más caliente. Unos momentos después intentó sentarse y vomitó. Cuando acababa de lavarle entró el físico, que pellizcó el brazo de Lisias.
—Bien —dijo al ver que se encogía ligeramente—, pero procura que no se mueva, porque los hombres que han sido atontados algunas veces mueren si se fatigan poco después.
Algo más tarde Lisias empezó a moverse y a hablar palabras sin sentido. Creía estar en el campo de batalla, con una lanza clavada en el costado, y me ordenó que no la tocara, sino que fuera en busca de Alexias, que la sacaría. Yo no sabía ya qué hacer, recordando las palabras del físico. Mientras intentaba obligarle a que permaneciera echado, Sostratos volvió a entrar, preguntando nuevamente cómo estaba. Le contesté con sequedad, pero la preocupación que demostraba me hizo pensar en él con mejor voluntad.
Poco después el griterío volvió a empezar afuera. Se celebraba el combate final. Terminó apenas empezado. Pensé que Sostratos debió de acabar con su antagonista de un solo golpe, cuando lo que realmente sucedió fue que su adversario, al ver la forma en que Lisias había terminado su combate, se dejó caer al suelo casi inmediatamente, declarándose vencido. Oí que el heraldo anunciaba al vencedor. Los vítores no eran muy vibrantes, pues ni el combate había sido bueno ni hubo sangre, con lo que nadie quedó complacido.
La multitud se dispersó. En el vestidor la gente charlaba y reía.
Poco después el hombre con cuyos vestidos había cubierto a Lisias vino en su busca. Estaba refrescando, pero no osé dejarle solo mientras buscaba otras ropas, esperando que alguien entrara. Finalmente se acercaron unas voces. Sostratos estaba en la puerta, hablando a alguien por encima de su hombro. Las cintas que llevaba le hacían parecer al toro camino del sacrificio. Al hacer una pausa, oí hablar al hombre que había entrado en busca de sus vestidos.
—Tranquilízate, Sostratos. Entré hace un momento y le oí hablar. Durará hasta que acaben los Juegos, y después ya no importa.
Había olvidado que, excepto en Esparta, matar al contendiente en el pancracio descalifica al vencedor.
Quedé sentado, mirando a Lisias; luego oí a alguien a mi espalda. Sostratos había entrado, después de todo. Miró la cara de Lisias, y luego volvió a preguntarme cómo estaba. No le contesté, por temor de no poder contenerme. Entonces me miró. De pronto adquirió buenos modales, que le sentaban como una guirnalda de violetas a un cerdo.
—¿Por qué estás tan abatido, hermoso joven? La Fortuna gobierna los Juegos. ¿Quieres pasar el tiempo de tu triunfo gimiendo aquí, como si estuvieras en una cárcel? Ven y conoce a algunos de los otros vencedores. Es ya tiempo de que tú y yo nos conozcamos mejor.
Hay cierto gesto de negación que todo el mundo conoce, pero que un hombre de buena cuna jamás emplea. Sin embargo, quería ser explícito.
—Ya tienes tu corona —repuse—. Ve y juega con ella.
Cuando salía, oí la voz de Lisias.
—Alexias.
Parecía irritado conmigo. Ignoro hasta qué punto había comprendido lo hablado.
—Aquí estoy —dije, inclinándome— ¿Qué quieres?
Pero sus ojos se habían apagado nuevamente. Parecía muy cansado. Llegaba el frío de la anochecida, pero no osaba separarme de él temiendo que, al estar solo, intentara ponerse en pie. Pronto oscurecería. Las lágrimas asomaban a mis ojos, y no me atrevía a llorar por miedo de que él lo oyera.
El vestidor exterior estaba vacío. De pronto, en él resonaron unas pisadas. El joven Platón entró, y se quedó mirando a Lisias.
Mientras ambos habíamos estado contemplando el combate, Platón llevaba sus cintas, que habían desaparecido ya.
—¿Puedes encontrar una capa, Platón? Lisias tiene frío.
—También tú pareces tenerlo —repuso.
Poco después regresó con dos mantas de pastor, con las que cubrí a Lisias, vistiéndome yo después. Platón miraba en silencio.
—Han coronado a Sostratos —dijo.
—¿Sí? —repuse— La guerra de Troya ha acabado también. ¿Qué más hay de nuevo?
—Esto es nuevo para mí. ¿Qué cree Sostratos haber obtenido? ¿Qué bien? ¿Qué placer? ¿Qué quería?
—No lo sé, Platón, pero mejor harías en preguntar por qué permiten eso los dioses.
—¿Los dioses? —repitió, enarcando las cejas y frunciendo el ceño después, como hace aún hoy—. ¿De qué serviría que los dioses hicieran algo, si no basta con que existan? ¿Has cenado? Te he traído algo para que comas.
Me sentí mejor después de tomar aquellos alimentos. Cuando Platón se hubo marchado, observé que las dos mantas eran nuevas.
Creo que debió de haberlas comprado él mismo en el mercado.
Al caer la noche, llevaron a Lisias al recinto de Asclepio; al día siguiente pudo hablar coherentemente y comer, aunque las costillas fracturadas le producían dolor al moverse. No habló mucho y le dejé descansar. Quería permanecer a su lado, pero él insistió en que presenciara las carreras de carros; obedecí, pues mi negativa parecía ponerle nervioso. Fueron celebradas con gran esplendor, en honor de Poseidón, tan enamorado de los caballos, pero a quien no conmovió mi caballito de bronce. Se me dijo que aquél era el gran día de los Juegos, que todos los corintios presenciaban y que nadie se acordaba ya de las carreras a pie o del pancracio.
Cuando regresé, Lisias parecía estar más fuerte. Dijo que se levantaría al día siguiente, para presenciar mi coronación. Aquello fue demasiado para mí, y le conté la historia de la carrera. Me escuchó con atención, frunciendo ligeramente el ceño, más por estar pensativo que por irritación o sorpresa.
—No pienses más en ello —me dijo—. Hiciste una buena carrera. Cualquier estúpido pudo haber comprendido que eras el más rápido, y hubiera querido estar seguro de ti, antes de desperdiciar dinero en los demás. Observé con cuidado al cretense, y creo que estaba francamente agotado.
—Tal vez —repuse—, pero ahora jamás lo sabré.
—¿Por qué pensar en ello, pues? Debemos aceptar el mundo como lo encontramos, Alexias —hizo una pausa—. Hiciste una buena carrera —repitió—. Nadie podía vencerte.
Al día siguiente se celebró la procesión hasta el templo, para coronar a los vencedores ante Poseidón. Hubo mucha música y ceremonia, más que en la propia Atenas. Los sacerdotes del recinto no permitieron a Lisias levantarse. Fui a su lado después, e hizo que le enseñara la corona. Estaba cansado de sus adornos de perejil, pero cuando arrojé la corona a un rincón, Lisias me dijo secamente que no cometiera tonterías y saliera a celebrar mi victoria en Corinto, junto con los demás.
Moría la tarde. El sol brillaba en la montaña con su corona de murallas. Lisias debió de haber sabido que si no subía a ella antes de los Juegos, jamás podría hacerlo.
—¿Qué quieres que haga en Corinto? —repliqué.
Pero él se impacientó e irritó conmigo, asegurándome que se murmuraría de mí si me mantenía alejado. Entonces supe lo que le turbaba: temía que los demás creyeran que me impedía tomar parte en las celebraciones, por envidia. Por tanto, dije que iría.
Hay mucho mármol de color en Corinto, y mucho bronce también, alguno dorado incluso. Queman perfumes en las entradas de las tiendas. La taberna en la que bebimos tenía un pájaro hablador en una jaula, junto a la puerta, en la calle, que silbaba y decía: «Entrad». Yo estaba con los corredores y los boxeadores; luego llegaron algunos luchadores. Me embriagué lo más rápidamente que me fue posible, y durante un rato Corinto me pareció alegre. Recorrimos las calles cantando, y compramos guirnaldas; luego entramos en una casa de baños, pero resultó ser respetable y se nos pidió saliéramos de allí. Alguien había sido empujado a la piscina, y caminaba chorreando agua; una o dos muchachas flautistas, que recogimos por el camino, tocaban sus instrumentos para nosotros. Llegamos a un alto pórtico, de esbeltas columnas, adornado con palomas y guirnaldas.
—Ya hemos llegado —dijo alguien—. Aquí están las muchachas de Afrodita. Entremos.
Me negué a entrar; alguien me agarró para obligarme a hacerlo, y le golpeé en la cara. Entonces, otro, a quien el vino había vuelto genial, detuvo la pelea y dijo que, en lugar de entrar allí, iríamos a casa de Kallisto. Tenía en el patio una fuente, con una muchacha sosteniéndose el seno, del cual manaba agua. Kallisto nos recibió amablemente, e hizo que un muchacho y una muchacha representaran la pantomima de Dioniso y Ariadna, mientras nosotros bebíamos más vino. Poco después, cinco o seis luchadores pidieron música y se levantaron para bailar el cordax, quitándose las ropas. Me incitaron a que me uniera a ellos, pero yo no estaba en estado de bailar, ni aunque lo hubiese querido. Una de las muchachas se echó a mi lado, y poco después me llevó con ella. Cuando desperté, habló elogiosamente de mi comportamiento, como hacen siempre con los jóvenes para hacerles pagar bien. Pero ni siquiera ahora puedo recordar si hice algo o no.
Dos días después regresamos a Atenas. Lisias no podía montar a caballo, pues sus huesos no se habían soldado y tuvo que ser llevado al barco en una litera. La travesía fue mala, y él sintió dolores continuamente. Agios, el piloto, vino a vernos, y nos informó que los barcos espartanos se dirigían hacia Quíos. Había empleado su tiempo en Corinto mejor que yo. Navegamos rápidamente para llevar esas noticias a la Ciudad, sin demora.
Eso es cuanto tengo que relatar del festival en el istmo, el primero de la nonagésima segunda Olimpíada. Desde que Teseo fundó los Juegos para honrar a su padre Poseidón, habían sido celebrados cada dos años en el mismo lugar y ante el mismo dios, y si me preguntáis por qué los Juegos de ese año debieron producir algo distinto que los que les antecedieron, no podré contestaros.
XVIII