—Lamentarás lo que has hecho, señor —dijo Critón, que estaba fuera de sí—. Has golpeado a un ciudadano libre. Pagarás daños y perjuicios por esto.
Sócrates había ya recobrado el equilibrio. Hizo al hombre un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Gracias —le dijo—. Ahora todos hemos podido ver la fuerza de tu argumento.
El hombre juró y levantó el puño. Entonces pensé: «Esta vez le matará».
Casi sin saber lo que hacía, empecé a correr hacia adelante. Entonces vi que uno de los jóvenes que había estado caminando detrás de Sócrates daba un paso hacia adelante, cogiendo al camorrista por la muñeca. Sabía quién era, no sólo de verle con Sócrates o por la Ciudad, sino porque había una estatuilla suya, de bronce, en el vestíbulo de Micco, hecha cuando tenía unos dieciséis años. Era un antiguo discípulo, que había ganado una corona luchando en las Fiestas Panateneas, cuando estaba aún en la escuela. Se decía también que había estado entre las bellezas notables de su año, lo cual podía fácilmente creerse aun. Todos los días veía su nombre, puesto que estaba escrito en la base de la estatua: Lisias, hijo de Demócrates de Exone.
El enemigo de Sócrates era un hombre corpulento. Lisias era más alto, pero menos fornido. Sin embargo, le había visto en la lucha. Dobló el brazo del hombre hacia atrás, con aspecto grave y cuidadoso, como si estuviera ofreciendo un sacrificio. El puño del hombre se abrió; cuando hubo perdido el equilibrio, Lisias le dio una rápida sacudida, haciéndole caer limpiamente por las gradas hasta el polvo de la palestra, que le llenó la boca, causando la risa de todos los muchachos, que sonó deliciosamente a mis oídos. Lisias miró a Sócrates como pidiéndole perdón por su intrusión, y retrocedió entre los jóvenes. No había pronunciado palabra alguna. En verdad, yo casi nunca había oído su voz, excepto en la carrera de antorchas, a caballo, cuando animaba a su equipo. Entonces se sobreponía a los gritos, al ruido de los caballos y a todo.
Había una señal roja en la cara de Sócrates. Critón le instaba a que presentara una queja, ofreciéndole pagar el estipendio del escritor de discursos.
—Viejo amigo —dijo Sócrates—, el año pasado un asno se desmandó en la calle y te coceó; pero no recuerdo que presentaras pleito contra él. En cuanto a ti, mi querido Lisias, gracias por tus buenas intenciones. En el momento en que él empezaba a dudar de la fuerza de su argumento, tú se la afirmaste con elocuencia y convicción. Y ahora, ¿os parece que volvamos a lo que estábamos diciendo sobre las funciones de la música?
Sus razonamientos eran demasiado incomprensibles para mí, pero quedé allí, en el polvo, mirándolos en el pavimento sobre mí.
Lisias era el más próximo, pues estaba algo detrás de los demás.
Mentalmente le coloqué junto a su estatua en el vestíbulo. La comparación era fácil, porque su rostro estaba afeitado, moda nueva, entonces, que los atletas habían impuesto últimamente. Me pareció una lástima que alguien no hiciera otro bronce de él, en su virilidad.
El cabello, que llevaba corto, algo rizado, y como en él se mezclaban hebras doradas y broncíneas, brillaba como un casco de bronce con incrustaciones de oro. Mientras yo pensaba en él, Lisias miró a su alrededor. Era evidente que no recordaba haberme visto anteriormente; sin embargo, me sonrió como diciéndome: «Acércate, si quieres; nadie te comerá».
Me animé y di un paso hacia adelante. Pero Midas, que nunca permanecía ocioso durante mucho tiempo, me vio y se acercó rápidamente. Incluso me cogió por el brazo, y yo, para ahorrarme mayor indignidad, fui tranquilamente con él. Sócrates, que estaba hablando a Critón, nada observó. Vi a Lisias mirarme mientras me alejaba, pero ignoro si aprobaba mi obediencia o despreciaba mi docilidad.
—Hijo de Miron —me dijo Midas, camino de nuestra casa—, un muchacho de tu edad no debiera necesitar que le vigilaran continuamente. ¿Por qué corrías tras Sócrates, después de cuanto te he dicho? Especialmente hoy… —¿Por qué hoy? —pregunté.
—¿Has olvidado que él enseñó a Alcibíades?
—¿Y qué?
—Sócrates se ha negado siempre a ser iniciado en los sagrados misterios. Por tanto, ¿quién supones que enseñó a Alcibíades a burlarse de ellos?
—¿Burlarse de ellos? —pregunté—. ¿Eso hace él?
—Ya has oído lo que decían todos los ciudadanos.
Era lo primero que oía de aquello, pero sabía que los esclavos se cuentan cosas los unos a los otros.
—Pues si lo hace, es absurdo culpar a Sócrates por ello. No he visto a Alcibíades acercársele durante varios años, o hablarle más que las frases de saludo, al cruzarse con él en la calle.
—El maestro es responsable de su discípulo. Si Alcibíades dejó justamente a Sócrates, entonces Sócrates le dio causa para ello y es culpable; si lo hizo injustamente, entonces Sócrates no le enseñó justicia. Por tanto, ¿cómo puede asegurarse que hace mejores a sus discípulos?
Supongo que había oído semejante argumento en boca de alguien como Dionisodoro. A pesar de que aún no había estudiado lógica, me parecía percibir una falacia.
—Si Alcibíades rompió los hermas, todo el mundo conviene en que es lo peor que jamás ha hecho. Por tanto, cuando estaba con Sócrates debió de ser mejor de lo que es ahora, ¿no es cierto? Pero ni siquiera sabes si él lo hizo. Y —añadí, irritándome nuevamente—, en cuanto a Lisias, sólo quería hacerme sentir a gusto.
Midas frunció los labios, chupando las mejillas.
—Ciertamente. ¿Por qué habría de dudarlo alguien? Sin embargo, conocemos las órdenes de tu padre.
No pude pensar en nada que oponer a eso.
—Mi padre te dijo que yo no debía escuchar a los sofistas —respondí—. Sócrates es un filósofo.
—Todos los sofistas —repuso Midas, sorbiendo por la nariz— son filósofos para sus amigos.
Anduve en silencio, pensando: «¿Por qué discuto con un hombre que cree tan sólo aquello que ha de valerle la libertad dentro de dos años? Que piense lo que quiera. Parece que yo puedo ser más justo que Midas, no porque sea bueno, sino porque soy libre». Midas caminaba a un pie de distancia detrás de mi codo, llevando mis tabletas y mi lira. Me dije: «Cuando sea libre se dejará crecer la barba, y creo que se parecerá a Hipias. Y si quiere, entonces podrá desnudarse para hacer ejercicios con otros hombres libres; pero se está haciendo viejo para eso, y tal vez no quiera mostrar su cuerpo, seguramente blanco y blando». No le había visto desnudo durante todos aquellos años; podía haber sido una mujer. Incluso cuando fuera libre no sería sino un extranjero, un inmigrante, jamás un ciudadano.
En cierta ocasión, mucho tiempo antes, yo había preguntado a mi padre por qué Zeus hacia que algunos hombres fueran helenos, y vivieran en ciudades con leyes; otros, bárbaros, bajo tiranos, y otros, esclavos.
—Lo mismo sería que preguntaras, querido muchacho —repuso—, por qué ha hecho que algunos animales sean leones, otros caballos y otros cerdos. Zeus el omnisciente ha colocado a los hombres en un estado de acuerdo con su naturaleza; no podemos suponer otra cosa. Sin embargo, no olvides que un mal caballo es peor que un buen asno. Y espera hasta que seas mayor, para inquirir los propósitos de los dioses.
Me recibió en el patio cuando llegué, con una corona de mirto en la cabeza. Había reunido todo lo necesario para la purificación de la casa, agua de los Nueve Manantiales, incienso y lo demás, y me esperaba para que tomara parte en los ritos con él. Mucho tiempo había transcurrido desde la última vez que tuvimos que celebrarlos, siendo entonces sólo porque un esclavo había muerto. Me puse una corona de mirto en la cabeza, le ayudé en las lustraciones, y cuando el incienso quemaba en el altar de la casa, contesté las oraciones. Me alegré cuando la ceremonia acabó, pues estaba hambriento, y el aroma que llegaba de la cocina me decía que mi madre había preparado algo bueno.
En propiedad debiera decir madrastra, pero no sólo la llamaba madre, sino que la consideraba como tal, pues no había conocido otra. Como he explicado, su llegada me evitó muchas penas; por lo tanto, pensaba que de aquella forma, y no de otra, debía ser una madre. Ninguna importancia tenía a mis ojos que sólo fuera unos ocho años mayor que yo, pues mi padre la había desposado cuando ella no tenía sino dieciséis. Creo que, cuando llegó, pudo parecerles a otros que se portaba conmigo como una hermana mayor, a quien se le hubieran dado las llaves. Recuerdo que al principio, con cierta frecuencia, me preguntaba las costumbres de la casa, pues no quería averiguarlo por los esclavos, para no perder autoridad sobre ellos.
Como cuando yo había sido desgraciado soñaba con una madre buena, y ella lo era conmigo, veía en ella el modelo de todas las madres. Quizás a esto se debió que al ser iniciado en los Misterios, al mostrárseme ciertas cosas de las que está prohibido hablar, no me sentí tan conmovido por ellas como los candidatos que vi a mi alrededor. Que las diosas me perdonen, si he dicho algo que no debía.
Incluso por su aspecto podía haber sido mi hermana, pues mi padre, a quien, al parecer, le gustaban las mujeres morenas, había elegido una segunda esposa no muy distinta de la primera. Su padre había caído en Anfipolis, cubierto de gloria; ella conservaba su armadura, en un arca de madera de olivo, pues él no había tenido hijos. Creo que por esta razón debió él de hablarle con impropia libertad, pues cuando vino a nuestra casa, a menudo le hacía preguntas a mi padre acerca de la guerra y de lo que sucedía en la Asamblea. Algunas veces él contestaba las primeras; pero si ella demostraba insistencia acerca de los negocios y la política, él, como bondadoso reproche, se acercaba al telar y alababa su trabajo. Así, cuando percibí el aroma de la buena comida que se cocinaba, sonreí para mí mismo, pensando: «Querida madre, no necesitas incitarme, pues por una escudilla de sopa de guisantes te contaré cuanto se dice por la Ciudad».
Después de la comida, fui a los aposentos de las mujeres. Hacia algún tiempo que ella había empezado a confeccionar una gran colgadura para el cenáculo, roja, con un barco blanco en el centro de un mar azul, tejida al estilo persa en los bordes. En aquellos momentos había acabado la parte central. En un telar más pequeño, una de las doncellas a quienes ella enseñaba tejía telas comunes. El ruido del telar grande cambiaba de ritmo, según el dibujo.
Primero me preguntó cómo me había ido en la escuela. Para bromear, contesté:
—No muy bien. Micco me ha azotado, por haber olvidado la lección.
Pensé que por lo menos me preguntaría qué me había hecho olvidarla, pero sólo dijo:
—¿No te avergüenzas?
Sin embargo, al ver que volvía la cabeza para mirarme, reí, y ella rió también. La inclinación de su cabeza recordaba a un pajarillo esbelto, de ojos brillantes. Al estar de pie a su lado, observé que yo había vuelto a crecer, pues mientras los ojos de ambos estaban al mismo nivel antes, los míos llegaban ya a la altura de sus cejas.
Le conté todos los rumores que corrían. Cuando pensaba, enarcaba las cejas en los extremos interiores, formando en su frente muy blanca un hoyuelo.
—¿Quién crees tú que lo hizo, madre? —pregunté.
—Tal vez los dioses lo revelen —repuso— Pero ¿quién mandará el ejército ahora, en lugar de Alcibíades?
—¿En lugar de Alcibíades? —repetí, asombrado— Debe mandarlo él. Es su guerra.
—¿Un hombre acusado de sacrilegio? ¿Cómo puede el ejército ser puesto bajo una maldición?
—Supongo que no. Tal vez no vaya a Sicilia, después de todo.
Me entristecí, pensando en los barcos y en todas las grandes victorias que habíamos esperado. Mi madre me miro.
—Sí, irá —dijo, haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza—. Los hombres son como niños, ansiosos por ponerse sus vestiduras nuevas.
Tejió un par de pasadas y añadió:
—Tu padre dice que Lamacos es un buen general.
—Las gentes se han burlado demasiado de él —repuse—. No es culpa suya ser tan pobre, pero cuando cortó él mismo el cuero para sus zapatos, la última vez, Aristófanes lo supo y empezó a burlarse de él. Supongo que Nicias le consultara.
Dejó de tejer y se volvió con la lanzadera en la mano.
—¿Nicias? —repitió.
—Naturalmente, madre. Es lógico. Desde que tengo uso de razón, ha sido uno de los primeros atenienses.
Y, ciertamente, un ciudadano de la edad de mi padre hubiese asimismo podido pronunciar aquellas palabras.
—Pero es un anciano enfermo —objetó ella— Debiera tomar su sopa en el lecho, en lugar de cruzar el mar. Y, además, desde el principio fue enemigo de la guerra.
Vi que ella sabía ya algo de los acontecimientos. Indudablemente, cuantas mujeres podían andar habían ido de una a otra casa, con la excusa de pedir prestadas un poco de harina o una medida de aceite.
—Sin embargo —dije—, sería el hombre conveniente, si los dioses están irritados. Nunca han dejado que perdiera una batalla en su vida. Nadie ha sido más atento con ellos que él. Incluso les ha construido altares y templos.
Mi madre levantó la mirada.
—¿Para qué quieren los dioses ser temidos por un hombre que lo teme todo? —preguntó—. ¿Cómo puede perder batallas? Jamás se ha arriesgado.
Miré ansiosamente a mi alrededor. Afortunadamente mi padre no estaba en casa.
—Yo misma le he visto en la calle —prosiguió—, cuando un gato cruzó su camino, esperando a que pasara alguien y cargara con la mala suerte. ¿Qué clase de soldado puede ser un hombre así?
—Nadie duda —repuse—, que tú serías mejor soldado que él.
Ella se sonrojó, y se volvió hacia el telar.
—No puedo perder más tiempo hablando. El círculo de tu padre vendrá esta noche.
El círculo se llamaba «Caballos del Sol». En aquellos tiempos era moderado en política, pero, aunque se ocupaba en ella, su principal función era una conversación amena. Mi padre y sus amigos jamás permitían que su número excediera de ocho, para que la conversación fuera general. Todos sus fundadores, entre los cuales se contaba mi padre, habían sido hombres de moderada riqueza; pero la guerra había producido muchos cambios de fortuna. En aquellos tiempos trataban de pasar por alto el hecho de que se habían convertido en una mezcla de ricos y pobres; las suscripciones para las cenas habían siempre sido moderadas, sin que se esperaran costosas adiciones por parte del anfitrión. Pero últimamente las cosas habían llegado a una situación tal, que algunos no podían permitirse el gasto extraordinario de aceite para las lámparas y condimentos para una cena del circulo, y, avergonzándose de cargarlos a una cuenta común, no asistían a las reuniones, pretextando alguna excusa.